Juan Miguel Pérez, El Salvador
TERTULIA UTÓPICA
A veces, al
idealismo subyacente de mis poros
le da por
columpiarse en los abismos del arcoíris,
sentarse y hacer
burbujas con la aguja del ojo;
luego, como río
que brota de las piedras,
como arte de
magia, el suspiro sencillo
se acopla a las
trampas ligeras del amor.
A veces se
resquebraja mi navaja,
pero busco
piedras de afilar en los cisnes;
hay épocas y
estaciones donde el pájaro no llega.
¿No lo crees así
amor?
El pájaro quiere
lluvia,
pero creo que a
la lluvia la volvimos loca
e incluso así
evade nuestro manicomio.
Leo el periódico
y no encuentro tu noticia.
¿Acaso has huido
del crimen?
¿Acaso has
cerrado las nubes con smog
y todavía
esperas el trueno de justicia?
¡Contéstame!,
dime si este instante
te causa
misericordia, los ríos te esperan
y los poetas con
sus liras desafinadas.
Yo, soy parte de ti; es
cierto, ¡ya no hay fábulas!, pero en este refugio te espero y te recreo una
propia; ya no solloces, mejor déjame dormir una vez más entre tu pubis y
despertar creyendo que el capitalismo, ha sido puesto en cuarentena; para que
luego, sea eliminado como virus informático.
SUSURRO PERSONAL
A: Rebeca Henríquez
Sobre aquel momento de soledad, el susurro personal de
los violines.
Solo. Solamente el salitre de la lengua, razón de
murmuraciones clandestinas;
atrás del espejo, la mirada tersa y despiadada de las
tarántulas traspapeladas.
Sobrevivo al final de mecates, mientras los armadillos
pasan desapercibidos.
He vuelto a soñar con lo asible, mientras me embriagaba
con el néctar de xana.
En esta bifurcación de trenes y olivos: la mutación
desenfrenada del Maquilishuat,
la llamada de la aldaba escupida por la política, espacio
reducido de la democracia.
Yo, penetro en el cauce, hundido como aquel guijarro
gigante, pulpo sin tentáculos.
Me niego a creer en el claroscuro de las libélulas, niego
todo, menos mi silencio.
En esta hospitalidad traslúcida del espasmo, la medicina
de las gaviotas;
me permito volar, tal si fuera un cuervo despellejado por
el ácido del cielo.
Escucho con prontitud
-a veces lejana-
la voz inasible de Natura embalsamada.
Enciendo velas, candiles y poemas: solamente cuando
solloza la verde Rebeca.
CONFESIONES
No sé, si ya he muerto en el lied hipnótico del
líquido.
Amarro la cuerda al mástil de la guitarra
y sostengo cada puchito de vértigo en mi mano.
Ahora lo sé, he fingido no morir por siempre,
he fingido no estar y sin embargo estoy aquí.
Hoy completo el círculo, confieso mis desdenes:
es la hora de poner el pecho en el comal etéreo,
es la hora de causar una herida a las páginas,
es la hora de sanar la herida a los tordos;
ya no es hora de acariciar las nubes y la lluvia.
También, no sé si llevo en mis costillas:
el hedor putrefacto de las ergástulas
o la fatiga de la escarcha bifurcada.
A veces, he tenido que beber de la herida
y vomitar luego en el plato de la navaja.
En el pronto que duerme en el candelabro,
he guardado versos de campánulas frías;
he puesto gas sin refranes y fábulas dormidas
en el harapo volátil,
para que haga más grande la llama suicida.
LIBRE
Las manos flotan junto al estertor del líquido.
Tratan de hundir mi góndola en su nebulosa
y así despellejar mis revestimientos carnales.
Mis letras bogan junto a sus pálidos meñiques.
Mis lágrimas caen como ácido sobre sus uñas.
Traigo un cacaxtle lleno de vértigos
-un suéter impregnado de brizna-
y un alma invertida envuelta en añicos.
Dentro de cada trozo de mi piel...
Encontrarás fragmentos de mi Patria
que poco a poco cura sus heridas,
alimentándose de mi lucha
y de mis muertes constantes.
No sé si hoy
he construido mi propia ergástula en la tumba;
nada más sé
que cada güishte que duerme en mi espalda
canta un lied diferente y sana un poco mis vértebras.
Hoy libres alondras surcan la mar
y su nido yace en el regazo del cielo.
nada más sé
que cada güishte que duerme en mi espalda
canta un lied diferente y sana un poco mis vértebras.
Hoy libres alondras surcan la mar
y su nido yace en el regazo del cielo.
RUMOR DE PÁJAROS
Somos seres de
instantes muy sutiles.
Acaso como la luz de
las luciérnagas.
André Cruchaga
Entre la ponzoña de las carnicerías,
el vuelo irreal de las aves, sigilo
previo.
Surcamos a veces dentro de los
ixcanales
y nos volvemos a ver dentro de un
espejo
que musita caídos y páramos con
estridencia.
A veces nos da por encerrarnos en la
ergástula
y solo la caja de jade nos libera de
nuestras cadenas.
Hemos vivido bajo el nido de angustia
de la estirpe
y calcinamos nuestros ojos junto al
abrojo de las sienes;
al fin y al cabo, somos bufones que
erradicamos la congoja
y nos volvemos mimos cuando la
naturaleza se ve perturbada.
Quizá ya nos aburrimos de la muerte
o la muerte ya se aburrió de nosotros;
no sé, tal vez por encima de los
abruptos,
los talones del desparpajo de la
guadaña
y la invitación de la Señora de la
Noche
para cenar raudales aletargados.
Ya he bebido del
pico de los abejarucos y desde el sinsabor de sus lanzas salivales, la marea
que dicta sentencia como rumores de trenes, pájaros, luciérnagas, centellas y
brumas que llevo en el pecho, como la estaca que flagela la noche de un
vampiro, que chupa liras y arpas con desmesura.