Cuervo imposible (2019) André Cruchaga
Prólogo
ATRIO
PARA UN CUERVO IMPOSIBLE
Cuervo imposible se posa
sobre el pentagrama de lo inefable para trinar su entropía en las selvas
desérticas de lo sublime
Enrique
Ortiz Aguirre
No
sólo en plata o vïola troncada
se
vuelva, más tú y ello juntamente
en
tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.
Luis de Góngora
Tan
imposible como su cuervo, resulta negarse a la petición del enorme poeta
salvadoreño André Cruchaga de prologar este intenso y preciosista poemario
conformado por setenta y seis artefactos,
en el propio decir del vate, cuya estela poética se aleja de las modas en la
poesía salvadoreña (ni el coloquialismo típico, ni el cierto simbolismo
acartonado, sino una experiencia poética radical) y, en cierta manera, de la
poesía latinoamericana, en general; siempre resulta estimulante adentrarse en
la espesura de mayólicas de su poesía, un enjambre de significados que conjura
la superficialidad y falta de semántica (puro envoltorio, cáscara) en nuestros
días. Frente a la alabanza de lo insustancial, André despliega los significados
en un pentagrama y les confiere significados profundos e inesperados, como un
cuervo que se deja caer sobre las notas para hacerlas sonar profusamente. En
realidad, se trata de una salmodia fundacional, de una siniestra melodía que
nos reconcilia con lo más ignoto, con el origen de lo mítico. Y ese cuervo
imposible (sus alas de gigante le impiden
caminar) dibuja la genuina naturaleza del lenguaje poético: colocar las palabras
en el umbral de significaciones prístinas, desautomatizar el lenguaje común
para dibujar la permanencia de lo primigenio, asistir a lo genésico, percibir
el milagro de lo fundacional que aflora desde las alcantarillas de los
sentidos, desde lo más familiar reprimido para recuperar, redivivo, a Freud, que
nos retira los líquenes y musgos depositarios de tanta impostura e inercia de
lo acostumbrado. Las resonancias constituyen un apasionante tejido de
intertextualidad, pero hay ciertos órganos que reclaman especial atención desde
sus pálpitos ensordecedores: Juan de Yepes (san Juan de la Cruz), Luis de Góngora
y Argote, Charles Baudelaire, Edgar Allan Poe, Rubén Darío, Vicente Huidobro y
el Surrealismo, entre los no mencionados literalmente (que son muchos y
constituyen un complejo conjunto polifónico inspirado por la entropía, como se
dirá enseguida). En todo caso, no pueden diferenciarse por separado ni
comprenderse individualmente, pues se orquestan holísticamente para procurar
los dominios de lo sublime. Ese eclecticismo genial, al que se aúna una voz
personalísima, única, que reivindica la poesía como conocimiento salpicada de cromatismo
y sonoridad centroamericana en el abismo de la semántica tradicional,
dinamitada tanto desde el extrañamiento de lo irracional como desde la
intensificación de lo contradictorio, gigantesco en su devenir, de la antítesis
al oxímoron tras la entronización de la paradoja.
Sin duda, la plétora, la
sobreabundancia, constituye elemento esencial de su poética. Algunos críticos,
en reseñas, artículos y proemios, han insistido en el carácter sinestésico de
la poesía de André, en sus influencias de poetas surrealistas franceses, en el
espíritu existencialista de su obra, en la rara habilidad que muestra al ensartar
metáforas para alimentar un torrente de imágenes que arrastran a todos los
sentidos más a los territorios de las luces que de las sombras. Sin embargo,
todo ello parece coyuntural, ancilar de un demiurgo esencial en su poética
desde una semilla germinal que se acrece en este poemario para desvelar su
hondísimo secreto, su feral arcano: la entropía.
Y
es que precisamente esta concepción poética es la que asimila, por antonomasia,
la poesía de André a la Literatura, con mayúsculas, obviamente. La naturaleza
de escribir desde el desgarro, desde la trágica condición humana de vivir una sola vida y desear miles,
desde la tensión del sujeto que lamenta sus cadenas, asume la derrota y, a
pesar de ello, sale a batallar. La abundancia poética al concitar la eclosión
fundida y confundida de todos los sentidos, la plétora expresiva del
preciosismo verbal, y la acumulación de sentidos en la claudicación del
significado convencional mediante la saturación significativa persiguen dar
cuenta de una genuina revelación: el origen es el caos y el ansia es el
desorden mismo, como síntoma de lo que nos habita. Ello nos instala
inevitablemente en la categoría estética de lo sublime, incardinada en ese
principio atroz que nos mueve y nos paraliza: en el principio está nuestro fin y, en nuestro fin, nuestro principio,
en palabras del genial pensador Eugenio Trías, que nos dejo estéticamente
huérfanos en 2013. Esta concepción poética enfatiza la noción de límite para
diluirla a través del epítome y de la plétora, de la sobreabundancia, y del
discurso metafórico, capaz de sustituir la realidad convencional por un artefacto autónomo, independiente de la
realidad circundante, que la suplanta en aras de su canto de independencia
artística, de su capacidad de respiración autónoma sin los pulmones de la
realidad mostrenca. En esa dimensión poética, en la que acontecen
simultáneamente el génesis y el apocalipsis, se produce la consunción de los
límites y fronteras sublimados en el magma mítico del origen y de nuestra
destrucción. Es, pues, una poética tan gnoseológica como ontológica para
emparentar el ser con el conocer como corolarios recíprocos en la absoluta
acronía de lo ilimitado. Esta destrucción del tiempo cronológico confiere
altísimas dosis de lirismo al torrente visionario, ya que privilegia el espacio
mítico (sin tiempo) como sucede en el ámbito de lo onírico. Así las cosas, ante
la claudicación del tiempo, se erige la ucronía desde la concepción del
espacio, el monumento a la prospección, a la pertinaz hipótesis que nos atraviesa.
Ese detenimiento de lo ilimitado produce una cristalización efímera de lo
eterno, un soplo congelado hacia la atracción de lo que nos destruye.
Por otra parte, la entropía como
demiurgo se convierte también en culpable de la polifonía de esta Comala
poética, en virtud de la dilución de los límites por sobreabundancia; lo que
explica que convoque la naturaleza simbólica, religiosa y espiritual de san
Juan, su equilibrio imposible en el corazón del oxímoron, la mística inefable
del origen, el abismo de la significación, con el tamiz de la modernidad
baudelaireana, que funde los elementos citadinos, hálito de vidrios y cemento
con la simbología natural y que concede la amplia belleza de lo siniestro que
conecta la poesía de André con lo sublime. Al mismo tiempo, el espíritu
culterano de Góngora insufla el cuidado formal, el gusto por la metáfora y la
inclusión de un léxico no considerado a
priori como poético, pero que -en virtud de la entropía y del exceso-
resulta ineluctable en los designios poéticos de esta dimensión taumatúrgica y
esencial que nos propone André, así como el culto a la nada como destino de la
condición humana; el exceso verbal, pues, también contribuye decididamente a la
eliminación de los límites y a la superación de fronteras; de Baudelaire ya se
dijo algo, la extensión de los versos, su cercanía a la prosa, su modernidad y
la tenaz crisis del individuo en el ámbito citadino, ese existencialismo
enraizado en la nadería, en la poética de la desaparición, en la metáfora de la
ausencia. Asimismo, este poemario concita la trágica voz de Poe y su
celebérrima obra poética de El cuervo,
con su estudiada musicalidad y la atmósfera sobrenatural hecha, aquí, lenguaje
y malditismo, canto de lo siniestro que nuestro poeta salvadoreño, desde la
existencia humana, extrapola a la ideación de país, de sueño, de tremenda
pulsión hacia lo que nos destruye, hacia la nada como feral reverso del
rebasamiento del todo, en el que no podían faltar la sensualidad que rezuma
profundo erotismo, el exotismo verbal, las esdrújulas, los versos largos, la
sonoridad rotunda y el cuidado formal darianos, ni el erotismo como marchamo de
la muerte, ni la desarticulación total del lenguaje, el paracaídas de Altazor,
las estructuras paralelísticas, la reiteración, la sorpresa, el adjetivo
inusual, lo arbitrario o la Vanguardia con el sello indeleble de Huidobro, ni
la independencia de la obra artística respecto de la realidad, logro
vanguardista que comenzó a gestarse con las corrientes finiseculares y el vuelo
autónomo de la metáfora. Y, por supuesto, el surrealismo y su teoría del caos,
la verdad de los sueños y de lo incomprensible, de lo irracional como auténtica
forma de conocimiento.
Y, en esa contradanza de lo sublime, lo
abstracto se hace concreto y se confunden; lo animado, se cosifica; lo inerte,
se personifica; lo humano, se animaliza; lo animal, se humaniza; y la verdad, se
hace artefacto. Esta capacidad taumatúrgica que nace de la entropía se
articula, entre otros medios, a través de la metáfora, dada su capacidad de
transformación, de milagro semántico, de rebasamiento de límites y consunción
de fronteras para desembocar en el magma donde todo es indisociable, donde la
confusión nos reconcilia con la pangea misma de nuestra existencia, con el
desorden gramatical de las palabras primitivas, las palabras de la tribu que crean y que destruyen todo lo que
nombran.
Todo ello es Cuervo imposible, tal y como puede comprobarse, verbigracia, en
“Anotaciones para el olvido”:
Todo crece hacia el escombro:
la lengua, la oración, el
escapulario,
el atrio mordiendo juegos
inexplicables,
la plaza con el tormento
de las estratagemas y el
chaparrón de ofertas sempiternas.
—Hemos dejado de ser,
para ser Nadie,
fundamos mares y sueños
de perenne mutilación,
de escombro y funeral
inexplicables
Esa
poética de la nada, de la figura de nadie, mediante una técnica de permanente
desgarro, de divorcio pertinaz en la metáfora de la devastación y del
desprendimiento, el lenguaje de la caída, la creación en el vórtice. Con este
poemario, el lector queda sobrepasado por una sensación de belleza lingüística
que encuentra su fulcro en lo siniestro y en lo ilimitado, promoviendo la
aquiescencia de lo sublime. Una experiencia frenética que nos apresa, víctimas
del síndrome de Stendhal, ahítos de metáfora y de extrañamiento, vencidos de
hipálages, hipérbatos, aliteraciones y lujos verbales que producen
anonadamiento y éxtasis contemplativo.
O,
en “Vivencia de la humedad”:
Nos hemos edificado en el
abismo de esta materia:
sin posibilidades de
hallar la lámpara de los peces,
el vestigio del pulso,
la punta del ala que nos
ofrezca una salida.
La eternidad nos vuelve
bruma de granito.
Donde
el oxímoron final da buena cuenta de nuestro pertinaz anhelo y,
simultáneamente, de nuestra efímera y precaria condición, en el abismo de la
nada.
O,
en “Rostro de la calle”:
Para mí
y para vos, cada calle nos borra la esperanza.
Salvo el laberinto de la
muerte,
nada más nos acompaña
en la travesía: cada
transeúnte es un grito entre grises.
La
existencia concebida, pues, desde la desaparición, desde el reino de naderías de
nuestro destino; y esa genial metáfora del laberinto de la muerte que nos
encierra en el fabuloso Dédalo del lenguaje, plagado de celadas, construido sin
salidas para el lector. Y ese cansancio vital en “Venablos del desvarío” y, en
el carácter proteico de la nada, esa poética del crepúsculo, del ocaso como
objeto lírico sempiterno (“Rictus del hollín”), del caos (“Áspero patíbulo”), de
la desnudez como desahucio (“El poro en el espejo”), del vacío (“Espacio
insondable”), de lo oscuro y lo siniestro (“Cuervo”), de la ausencia de signos
de puntuación (en la prosa poética torrencial, a modo de caída de “Cuervo del
respiro”), de la repetición circular y sin sentido (en el brevísimo “Ciudad
mientras camino”), de la demencia y el exceso (“Locura”), de lo grotesco y lo
deformado (“Errores involuntarios”), de la esquizofrenia y lo mutilado, hasta
la emasculación, (“Agujeros de miedo”), de las sombras, de los tiempos oxidados
y de un largo etcétera que conforma el carácter poliédrico de un caleidoscopio
del vacío y la pérdida, de la caída como estado permanente.
Así
pues, hay verdadero aliento poético en torno a la entropía como mejor demiurgo
de la poética de la pérdida, del lirismo del inefable silencio que anuncia
nuestro origen y presagia nuestro acabamiento; de esa frenética acumulación
para conjurar la nada que nos respira, que nos aguarda y nos crea en ese
paradójico milagro del desorden, cuna y sepultura de todos nuestros desvelos. La
poesía de André Cruchaga responde, por exceso, a la propia naturaleza del
género lírico y vindica su esencialidad desde la perspectiva lúcidamente
crítica de Víctor Vich, ya que es una poesía que habla del sujeto y de su
trágica condición, de los vínculos y su problemática, y del lenguaje, auténtico
alarde, protagonista brillante de este vuelo imposible, logrado desde las
raíces.
En
Madrid, en las postrimerías de un año más.
Dr. D.
Enrique Ortiz Aguirre,
Universidad Complutense