Ecología del manicomio
GNOSEOLOGÍA POÉTICA EN LA ENTROPÍA TOTALIZADORA O
CÓMO SE PIERDE LA CORDURA, PERO NO LA RAZÓN, PARA NOMBRAR LA NADA
Dr.
D. Enrique Ortiz Aguirre
Universidad
Complutense de Madrid
Como
el niño que
se
lleva a los ojos
la
cuchara llena de sopita.
Federico García
Lorca
Las
vicisitudes teóricas de los poemas en prosa han sido numerosas y, a pesar de
los esfuerzos (Díaz-Plaja, 1956; Utrera Torremocha, 1999; Villena, 1999), lo
cierto y verdad es que se trata de un subgénero, dentro del ancho y rizomático
paraguas de la lírica, más definido por su devenir histórico —por su diacronía— que por sus propias características. Sea como fuere
(o precisamente por este extremo), el poeta salvadoreño André Cruchaga nos
propone con Ecología del manicomio un nuevo reto lector. No es momento
de revisar los antecedentes y la génesis de esta peculiar manifestación
literaria, sino de celebrar la modernidad de un subgénero capaz de significar
en los intersticios, de vehicular una forma de conocimiento desde lo proteico y
lo lábil, condiciones de carácter extraordinario para hacer emerger un tipo de
racionalidad totalmente otra, lateral, colindante con la locura: la razón
poética.
Por
otra parte, el cultivo de este subgénero protonacido de la modernidad literaria
de Charles Baudelaire ha tenido —y
tiene— excepcionales cultores en las letras
hispánicas; desde Gustavo Adolfo Bécquer (propiciador
de la modernidad lírica en España), Juan Ramón Jiménez o Federico García
Lorca, hasta la excelsa ideación latinoamericana del subgénero por parte de
escritores como los cubanos José Martí y Julián del Casal, el nicaragüense
universal Rubén Darío y, más tarde, César Vallejo, entre muchísimos otros. Sí
es un subgénero que se asocia a finales del siglo XIX y que vendría de la mano de
los míticos poetas malditos franceses: Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud o
Stéphane Mallarmé y, por ende, vinculado al Modernismo y a las Vanguardias en
una concepción ya actual. A las canónicas características que se le otorga al
poema en prosa desde su caracterización teórica (las ya célebres de integridad,
brevedad y gratuidad, expresadas por Suzanne Bernard), corresponde recordar la
naturaleza diaspórica y nómada de este subgénero.
Precisamente,
esa naturaleza viajera le permite al poeta salvadoreño recubrir de piel
narrativa la emoción lírica, añadir a las tensionalidades del sujeto, de los
vínculos y del lenguaje una suerte de tono confesional, de un diario íntimo
surgido de una voz susurrante que nos recuerda nuestra condición quebradiza,
sublime en la precariedad. Este discurso hipnótico encuentra precedente en
obras tan interesantes como Iluminaciones en la sombra, diario
impresionista finisecular, repleto de poemas en prosa, alucinado y tortuoso,
colmado de un íntimo dolor como núcleo genésico de lo poético, del bohemio
Alejandro Sawa. El mismo tono confesional, de carácter narrativo-lírico del
sujeto poético doliente, se advierte en los poemas en prosa de César Vallejo o
de García Lorca.
Así,
en tono íntimo, el susurro deviene grito existencialista hacia otra
racionalidad que promueve la poesía como forma de conocimiento alternativa,
mucho más eficaz que las manidas racionalidades pretendidamente elocuentes para
dar cuenta de un devenir cotidiano que rebasa sus presupuestos y sus añejas
metodologías monocordes, claudicantes ante una realidad pluridiversa,
multidisciplinar, líquida en palabras de Zygmunt Bauman. Recoge la voz
cruchaguiana, pues, la mejor tradición del género y la mayor simbiosis de un
género líquido para una realidad cambiante, permanentemente problematizada, tan
actual como diversa.
Además del tono confesional, de la
pulsión de diario lírico, en Ecología del manicomio, habida cuenta de su
carácter poliédrico, hay que señalar aristas como la integración de la
denominada poesía de la experiencia (la
introducción de una realidad cotidiana y alucinada en lo poético) y de la
poesía como experiencia (de ahí su fértil intertextualidad, su polifónico
tejido literario transgenérico y cultural: el autor de Drácula en
“Monólogo en el traspatio”, el diván de Artaud en “Discurso de la ceniza”, los
cuentos de Poe o los heraldos de Vallejo en “Estampillas”, el poso de
Kierkegaard en el poema del mismo nombre, el desarraigo doliente de Roque
Dalton en “El silencio de siempre”, la contradicción apasionada y apasionante
de Unamuno, la melena idealista de Whitman, el poderío dariniano, los
antagonismos de las clases sociales —al
alimón— de Marx y Engels desde su clave
dialéctica en “Me aferro a la luz”, el instante enloquecido, frenéticamente
estático, de René Magritte, el sinsentido kafkiano, la sublime destrucción de
Baudelaire en “Postrimerías de la mesa”, la religiosidad maldita de Rimbaud en
“Corrosión”, los puntos cardinales de la poética de André: Lautréamont, Camus,
Sartre, Rimbaud y Baudelaire en “Habitación póstuma”, la verdad de la piel —o el cómo de la exteriorización de lo
interno— a la manera de José María Hinojosa, en
“Lenta herida”, el carácter finalista de Pellegrini, las cuerdas cósmicas del
Stradivarius, la dimensión estratosférica de Hendel, y de Rossini, el desgarro
realista de Balzac o Rembrandt en
“Hespérides”, el erotismo siniestro de José María de la Rosa en “Palabras de la
noche”, el subversivo planteamiento transversal de Beckett o Eugène Ionesco, el
pensamiento de Heidegger “En pleno amanecer” y un largo etcétera intertextual);
la esencia metapoética (en raigambre rabiosamente moderna, se indaga en los
orígenes y acabamiento de lo poético, en el divorcio de los significantes
respecto a los significados convencionales —en “Madera del escriba”—, ya en la indagación de los límites semánticos para
acudir a la significación material de los vocablos y de sus resonancias —“Quizá la poesía solo sea cuestión de
incendios en el diván oscuro de Artaud” en “Discurso de la ceniza”—, a una poética del silencio —“Antes y hoy, en primer plano el silencio,
de otro modo no entendería tanto espejismo” en “El silencio de siempre”—, como dominio por excelencia de la
poderosa nada, la poesía como gramática del manicomio —“lo único cierto es que estás aquí, poesía, lo real e
imaginario del manicomio diario donde el espejismo debate con las alucinaciones
de la tinta, con ese otro yo quedado en la memoria” en “Retorno con algunas
variaciones”, identificando lo poético con la alteridad, la tensión del yo resuelta
en el desdoblamiento, y con el discurrir alucinatorio de la locura, una locura
poética que nombra las cosas por primera vez, siempre —entre los mecanismos lingüísticos, ocupa un lugar de
privilegio la sinestesia imposible: “Ventana sorda”—, y que es incapaz de diferenciar entre el decir y el
acontecer, en una dinámica pragmática de actos directivos superpuestos, enloquecidos,
solapados, interseccionados por una forma de conocimiento abrumadoramente
lúcida y dolorosa, maldita en su condición de luz, luciferina—, como identificación con la naturaleza —“Madera del escriba”—, el poema viviente, autónomo, respirante en pulmones
de una lengua activa, metamorfoseada como expresión de sublimidad —“Vuelvo con esa eternidad de las palabras”
en “Retorno con algunas variaciones”, y la alusión al mundo como lenguaje,
donde todo acontecer es posible: “las horas se traducen en lenguaje, pasado y
presente de las ficciones humanas” en “Contramoho”—); el tono existencialista en consonancia con una
poética del vacío (la concepción de la poesía como supervivencia —“la tarea urgente es sobrevivir, difícil
tarea entre la barbarie que nos azota” o “Todo parece construido para
destruirse”, ambas en el poema “Obstinación de impurezas”, el dolor como
consciencia vital —en la cita de Rosalía de Castro en
“Mapamundi de la tristeza”: “¡qué sabéis del que lleva (…) / la eterna
pesadumbre sobre el alma!”—,
la precariedad/fragilidad como detonante hacia la poética de la desaparición,
acompañada por una posmodernidad en crisis, con alta capacidad deconstructiva:
“Desde esta posmodernidad en crisis, pero letal, sucumbimos en su metástasis”
en “Predio baldío”, por tanto una época cancerígena, propensa a crear sus
propias células autodestructivas en ineluctable expansión y agonía —no en vano en uno de los vocablos que
predominan en el poemario, y que se relaciona directamente con lo entrópico—, y conducente al vacío, susceptible de
ser expresado a través del discurso de la poética de la nada, la gramática del
vacío, la semántica de los huecos, el bautismo del vacío: “Siego en mi ceguera
el vacío” en “Cama de mendigo”, el sentido del vértigo como espacio para la
nada —“Vértigos”—, que lo inunda todo: “las palabras en el vacío total
de la demasía del pulso” en “Ráfaga de aire”, que identifica lo vital con la
presencia de la vacuidad; es también una nada creativa, primigenia, capacitada
para generar: “Allí, en el semblante del universo, […] la oquedad espectral del
vacío” en “Semblante del agua”, una nada personificada —“los tropiezos del vacío en la niebla” en “Memorando
con espinas”, que entroniza la amnesia como memoria de la nadería, empodera el
olvido como reverso del recuerdo en la dimensión de la ausencia: “el vacío es
más hondo que los recuerdos” en “Ruptura”, o la asunción de la nada que se
muestra en la cita de Concepción Silva Bélinzon que precede al poema titulado
“Bosque circular”: “No importa si mi sitio está vacío…”); en este sentido, y en
articulación con las vértebras de la nadería, se nos antoja de profundo interés
la estética de la entropía (el oxímoron: “esta profundidad de mis ojos en el
vacío” en “Ventana sorda” o “Los jardines también sucumben en las ciudades,
igual que un espejo destinado a la diáspora” en “Fosa común de los jardines”, la
paronomasia en la abundancia de sonidos semejantes que se terminan asimilando,
en juego de aliteración por el seseo: “Siego… Ciego”, los conceptos viajeros —el nomadismo poético—, de suerte que un mismo concepto varía en el mismo
poema, como la noción de espejo o de deseo en “Peldaño de los
párpados”, el discurso deconstruido en la proximidad al glíglico como
definición de lo poético desde la taumaturgia del lenguaje como objeto,
verbigracia en “La noche sobre tu cuerpo” —la hipnosis salmódica de un lenguaje del sortilegio—, la sobreabundancia por la reiteración en
la mise en abyme, la profundidad especular, la sinuosidad siniestra de
los laberintos —en “Corriente de agua”, llama la atención
el correlato del agua como materia para el vacío, su inaprehensible corriente y
la cita: “Lluvia de laberintos y espejos/ en el estertor de las palabras”, de
Pere Bessó—, la totalidad de voces en fusión y
confusión, una naturaleza babélica atestada de lenguas para traducir la oquedad
religiosa, mítica, como en el poema “Así estaba escrito”, de dimensión genésica
y performativa, nombrar para crear, creer para crear); así como el hecho de
enmarcar la comunicación lírica en el carácter dilógico, lingüísticamente
marcada por la apelación directa al vos poético, en la tensión entre el
‘yo’ y la alteridad, en aprendizaje dialógico de una estética mayéutica y
profundamente humanista (una creación de un tú poético que se identifica en el
poema, como sucede “En cada sombra”, “Obstinación de impurezas”, “Fosa común de
los jardines”, “Estampillas”, “Madera del escriba”, “Retorno con algunas
variaciones”, “Noción del poema”, “Puerta del día”, “Relectura del zodíaco”, “Y
de pronto, entreabierta, la bocacalle”, “Apuntes ilegibles”, “Catarata
obscena”, “Sombrillas”, “Preñez del ojo”, “Ciertas erratas”, “Desnudez”, “Albor
del viento”, “Entresueño”, “Dispersión del agua”, “Perro ladrando a la luna
[Joan Miró]”, “Caballo junto al mar [Joan Miró], “Mapamundi de la tristeza”,
“Hespérides”, “Evocación mediterránea”, “Distancia pródiga”, “Bosque circular”,
“Inventario”, “Ofrenda al retorno”, “Redención del reloj” o “Inmaterial”; un vos
que se debate entre la materialidad del narratario y la identificación
becqueriana de lo poético y lo femenino con lo absoluto); la reivindicación
política, entre las grietas (como en “Fosa común de los jardines”: “Cuando la
democracia anda en muletas”); así como lo decadente desde la expresión
apocalíptica (gusto por lo ruinoso y lo destruido, asunción/consunción del
final en perpetuo detenimiento a través de símbolos en acabamiento, como el
crepúsculo o la agotada luz de las luciérnagas, subsumidas por la oscuridad, en
“Instantánea de luciérnagas”); o la presencia radical de lo onírico (otra forma
de racionalidad, de indagación en lo oculto, de irracionalidad replegada y
subvertida en forma de conocimiento y traducido mediante un lenguaje
surrealista y apocalíptico; lo poético, pues, como acceso a lo soñado a modo de
forma de conocimiento, como en “Peldaño de los párpados”, “Pulso líquido”,
“Catarata obscena”, “Marea” —un
canto al método paranoico-crítico daliniano— o “Tanto aullido”, torrencialidad poética dedicada a
la poética ensoñada y dolorosa de Alejandra Pizarnik, o la poesía como desgarro
ontológico).
En
definitiva, Ecología del manicomio propone la sostenibilidad del
pensamiento lateral; la razón poética estética/ética capaz de indagar en
territorios inexplorados, ignotos, mediante un verbo capaz de
construir/deconstruir sus propios significados diaspóricos; “la inasequible
fuerza del desaliento” de Ángel González a modo de agonía unamuniana que, en
identificación ínsita con lo contradictorio, significa tanto el sufrimiento
último en las postrimerías del acabamiento (un nonsense solemne que
anuncia la fundación de las ruinas, otra racionalidad, sombras de la nada
orquestadas por el himno pertinaz de la pérdida, celebración del hueco que
contiene el interior huérfano de los cuencos) como la lucha por traducirlo, a
sabiendas de que se saldrá derrotado, al lenguaje poético para nombrar el
intenso vacío que nos habita.
En Madrid, un territorio para nada, a 1 de un agosto —para siempre— sin una ‘u’.
In
memoriam de Augusto Álvarez Martín
Dr. D. Enrique Ortiz
Aguirre, a 1 de agosto de 2020
___________________
Dr. Enrique Ortiz Aguirre
Enrique Ortiz Aguirre. Es Doctor en Lengua
española y sus Literaturas por la Universidad Complutense de Madrid, ha
obtenido el D.E.A. en Literatura hispanoamericana y es Profesor Asociado en la
misma Universidad (Facultad de Educación-Centro de Formación del Profesorado),
donde imparte asignaturas relacionadas con la Didáctica de la Lengua y de la
Literatura, además de ser funcionario de carrera y jefe de Departamento en un
IES de la Comunidad de Madrid. Ha participado y organizado Congresos y
Seminarios Internacionales en distintas Universidades (UAM, UCM, Universidad de
Sevilla, Universidad de Extremadura, Universidad de Salamanca, UIMP,
Universiadade de Lisboa, Universidade do Minho) y entidades (Museo del Prado,
Asociación de Cervantistas, Biblioteca Regional de Madrid). Ha publicado
ediciones críticas, artículos (sobre Juan Ramón Jiménez, Darío, Manuel Reina o
Cervantes y la Literatura comparada) y monografías (Literatura
hispanoamericana, Literatura Universal y comparada). Su ámbito de investigación
se enmarca en la Literatura finisecular española, en la Literatura comparada,
en las relaciones entre Literatura y erotismo, entre Literatura y Cine, y en la
Didáctica de la Lengua y Literatura. Participa en Grupos de Investigación
universitarios y es socio de la Asociación de Profesores de Español Francisco
de Quevedo (forma parte de la Junta Directiva y del consejo editorial de su revista)
y de la Sociedad Española de Literatura General y Comparada (SELGYC).