Samia Michel
Melodía de amor
Antes de tomar el atajo de piedra, Gabriela hizo una pausa para cargar sus pulmones con el seductor olor desprendido de los árboles del pino. Un desorden primaveral hacía un esfuerzo para restituirle la vida a este lugar, que estaba caído en una contagiosa nostalgia. Dio unos pasos y se detuvo a escuchar la nueva melodía del río; las piedras que volvieron pesado su recorrido, se la agregaron a la sinfonía.
No se fijó por cuanto tiempo estuvo parada allí, contemplando y acariciando los rosales que perdieron elegancia por no soportar su ausencia. Un pájaro se desvió de la manada que escandalizaba la tarde con sus cantos desordenados, y se manchó las alas con la sangre que recorrió el pétalo por el dedo espinado de Gabriela. Oscilando entre las margaritas amarillas y blancas y los tulipanes, un júbilo la invadió. Por fin, las fronteras se han roto, y ahora está más cerca de que Mauricio la tuviera entre sus brazos. Pensaba en su reacción al verla; han pasado tres años. Se sonrió. Como si el tiempo nunca hubiese existido, hasta el gato le reconoció los pasos y corrió a rascar la cabeza en sus finas pantorrillas. Llena de ilusiones, subió las gradas apoyada en el pasamano. Entre grada y grada, se detenía para calmar la euforia en su corazón. Antes de pisar las últimas, le fue imposible apaciguar la agitación del amor que se intensificó en ella. Miró con ternura la ventana cerrada; la sombra de una luz tenue se dejaba lucir por detrás de las cortinas que opacaron desde que ella se había marchado. Apoyó su cabeza en la desnudez del umbral de la puerta, y se cruzó de brazos a endulzar su alma con la misma melodía con la cual Mauricio la había conquistado. Pero aquella tarde, las teclas del piano parecían agonizar bajo sus dedos, y lentamente. Postrado en la melancolía, aquella melodía lo mantenía vivo, y soñaba con el día en el cual la agitación de sus corazones se mezclara.
Gabriela se transportó a aquel día en el cual fue obligada a terminar su noviazgo con él. Mauricio era considerado un soñador músico muerto de hambre, para los lujos a los que ella estaba acostumbrada; y solamente de amor no se vive, según margina la sociedad. El sillón hundido pero no por el peso de su cuerpo, Mauricio no especuló que la sombra extendida sobre el piso de cerámica podría ser de su amada.
—Mi amor, te he extrañado.
Mauricio agitó la cabeza en todas las direcciones a la vez. Él que seguía viviendo en la profundidad de sus sueños, no podía creer que esta tierna voz alojada en su alma y que acaba de acariciar sus oídos, es la de quien ha provocado en él llantos y tormentos. Era una realidad antinatural.
—Cariño, regresé —Gabriela meneó la cabeza con un dulce coqueteo, y el brillo en sus ojos resaltó aún más.
Los dedos de Mauricio se paralizaron que la melodía se aquietó. Y, si en estos instantes, ella se hubiera detenido a observarlo más de cerca, se daría cuenta de cómo, a pesar del pasmo, aquel rostro pálido relució. Pero el dolor era tan orgulloso dentro de él que agachó la cabeza; aunque las lágrimas no son para los hombres.
El silencio se desesperó, y fue el gato que lo restringió con su ahogado maullido, como advirtiendo a Mauricio no permitirle al destino una nueva burla. Esta vez, no. Al ver que no reaccionaba, la sonrisa de Gabriela se desvaneció; la distancia entre los dos parecía más extensa de lo que ella pensaba. Una lágrima se precipitó y le humedeció las canas en la espalda al gato. Dio un paso hacia atrás, acarició al gato, tiró de su mochila en el hombro, y con una rapidez inusual en ella desapareció entre las gradas. No se quería decepcionar al volver la mirada para no descubrirlo parado en la ventana, viéndola partir.
Cuando Mauricio se sacudió la melancolía, ella estaba todavía marcando los pasos entre los árboles del pino con el trancazo de sus tacones. Se levantó bruscamente que sus dedos le sacaron un grito a las teclas del piano corriendo tras ella; no quería dejar escapar el momento que tanto esperó.
Ansioso, y antes de reponer el aliento, le permitió a su pecho derrumbarse sobre su espalda, sus brazos la envolvieron, y con los ojos cedidos a la pasión sus mejillas se acariciaron. Gabriela liberó su hombro de la mochila, se giró de frente a él, enredó sus brazos alrededor de su cuello, y con un ligero salto cruzó las piernas en su cintura.
Una suave brisa coqueteó los rosales; los pinos silbaron la canción del amor y algunas florecillas cayeron; y la luna que se ocultaba tras una estrecha nube, desfiló con las estrellas formando un corazón.
Mauricio la tomó en sus brazos, y en sus brazos entraron en el calor del lugar que le correspondía. La calma no se perdió, y no hubo reclamos. Sus latidos se mezclaron, y la distancia se suprimió que no hubo necesidad de hablar, ni siquiera de susurrar. Las lágrimas se llevaron en su recorrido el dolor, sanaron las heridas, y los acercaron más en su amor.
Melodía de amor
Antes de tomar el atajo de piedra, Gabriela hizo una pausa para cargar sus pulmones con el seductor olor desprendido de los árboles del pino. Un desorden primaveral hacía un esfuerzo para restituirle la vida a este lugar, que estaba caído en una contagiosa nostalgia. Dio unos pasos y se detuvo a escuchar la nueva melodía del río; las piedras que volvieron pesado su recorrido, se la agregaron a la sinfonía.
No se fijó por cuanto tiempo estuvo parada allí, contemplando y acariciando los rosales que perdieron elegancia por no soportar su ausencia. Un pájaro se desvió de la manada que escandalizaba la tarde con sus cantos desordenados, y se manchó las alas con la sangre que recorrió el pétalo por el dedo espinado de Gabriela. Oscilando entre las margaritas amarillas y blancas y los tulipanes, un júbilo la invadió. Por fin, las fronteras se han roto, y ahora está más cerca de que Mauricio la tuviera entre sus brazos. Pensaba en su reacción al verla; han pasado tres años. Se sonrió. Como si el tiempo nunca hubiese existido, hasta el gato le reconoció los pasos y corrió a rascar la cabeza en sus finas pantorrillas. Llena de ilusiones, subió las gradas apoyada en el pasamano. Entre grada y grada, se detenía para calmar la euforia en su corazón. Antes de pisar las últimas, le fue imposible apaciguar la agitación del amor que se intensificó en ella. Miró con ternura la ventana cerrada; la sombra de una luz tenue se dejaba lucir por detrás de las cortinas que opacaron desde que ella se había marchado. Apoyó su cabeza en la desnudez del umbral de la puerta, y se cruzó de brazos a endulzar su alma con la misma melodía con la cual Mauricio la había conquistado. Pero aquella tarde, las teclas del piano parecían agonizar bajo sus dedos, y lentamente. Postrado en la melancolía, aquella melodía lo mantenía vivo, y soñaba con el día en el cual la agitación de sus corazones se mezclara.
Gabriela se transportó a aquel día en el cual fue obligada a terminar su noviazgo con él. Mauricio era considerado un soñador músico muerto de hambre, para los lujos a los que ella estaba acostumbrada; y solamente de amor no se vive, según margina la sociedad. El sillón hundido pero no por el peso de su cuerpo, Mauricio no especuló que la sombra extendida sobre el piso de cerámica podría ser de su amada.
—Mi amor, te he extrañado.
Mauricio agitó la cabeza en todas las direcciones a la vez. Él que seguía viviendo en la profundidad de sus sueños, no podía creer que esta tierna voz alojada en su alma y que acaba de acariciar sus oídos, es la de quien ha provocado en él llantos y tormentos. Era una realidad antinatural.
—Cariño, regresé —Gabriela meneó la cabeza con un dulce coqueteo, y el brillo en sus ojos resaltó aún más.
Los dedos de Mauricio se paralizaron que la melodía se aquietó. Y, si en estos instantes, ella se hubiera detenido a observarlo más de cerca, se daría cuenta de cómo, a pesar del pasmo, aquel rostro pálido relució. Pero el dolor era tan orgulloso dentro de él que agachó la cabeza; aunque las lágrimas no son para los hombres.
El silencio se desesperó, y fue el gato que lo restringió con su ahogado maullido, como advirtiendo a Mauricio no permitirle al destino una nueva burla. Esta vez, no. Al ver que no reaccionaba, la sonrisa de Gabriela se desvaneció; la distancia entre los dos parecía más extensa de lo que ella pensaba. Una lágrima se precipitó y le humedeció las canas en la espalda al gato. Dio un paso hacia atrás, acarició al gato, tiró de su mochila en el hombro, y con una rapidez inusual en ella desapareció entre las gradas. No se quería decepcionar al volver la mirada para no descubrirlo parado en la ventana, viéndola partir.
Cuando Mauricio se sacudió la melancolía, ella estaba todavía marcando los pasos entre los árboles del pino con el trancazo de sus tacones. Se levantó bruscamente que sus dedos le sacaron un grito a las teclas del piano corriendo tras ella; no quería dejar escapar el momento que tanto esperó.
Ansioso, y antes de reponer el aliento, le permitió a su pecho derrumbarse sobre su espalda, sus brazos la envolvieron, y con los ojos cedidos a la pasión sus mejillas se acariciaron. Gabriela liberó su hombro de la mochila, se giró de frente a él, enredó sus brazos alrededor de su cuello, y con un ligero salto cruzó las piernas en su cintura.
Una suave brisa coqueteó los rosales; los pinos silbaron la canción del amor y algunas florecillas cayeron; y la luna que se ocultaba tras una estrecha nube, desfiló con las estrellas formando un corazón.
Mauricio la tomó en sus brazos, y en sus brazos entraron en el calor del lugar que le correspondía. La calma no se perdió, y no hubo reclamos. Sus latidos se mezclaron, y la distancia se suprimió que no hubo necesidad de hablar, ni siquiera de susurrar. Las lágrimas se llevaron en su recorrido el dolor, sanaron las heridas, y los acercaron más en su amor.
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Samia Michel es novelista