Carlos Ernesto García, El Salvador
poemas del poeta salvadoreño carlos ernesto garcía y reseña crítica ana gallego cuiñas,
revista de crítica y creación literaria, ADARVE, #4, 2009
A QUEMARROPA EL AMOR
Guardo como pequeñas piedras de mar
días de nieve
regiones habitadas por el miedo
incendios de miradas devastando las calles
reinos de abejas y de hormigas
silvestres floraciones de palabras
atardeceres bajo oscuras arboledas
lápidas polvorientas
sobre historias personales
mesas de café
desde donde controlábamos las piernas
de una mujer que no nos hizo ni caso.
Alojo recuerdos como piedras de mar
y ninguno termina de hacer daño
en la palma de la mano
donde los aprieto con indecente esperanza.
Son recuerdos
como los de un gato en el jardín
con una bala entre las patas
¿O será alguien cargando su revólver?
De un gato que llora en el jardín
¿O será mi madre
que no está en casa desde ayer?
El recuerdo de un hombre que salta la verja
y yo no tengo tiempo
ni ganas para recibirlo.
Los impactos rompen la puerta
mientras irrazonablemente
la luna se aburre allá arriba
y saltando el muro
caigo en un estanque dorado
a salvo de la ballena que arrasa.
POR EL LENTO RENCOR DEL AGUA
A Rigoberto Paredes
Amenaza la memoria.
Camina entre manoseados papeles
con los pies prestados.
Peligrosa la memoria.
Se desnuda y combate en plena calle.
Alta suena la voz del que reclama
y los constructores del verso
ya no son volcán inactivo
tierra baldía
machete sin filo.
EL DESCANSO DEL GUERRERO
Harto de todas las batallas
el guerrero tomó su espada
que hundió en la arena
y pensó:
Este es un buen lugar
para la muerte.
Indiferente
cayó la tarde.
Nadie preguntó por el guerrero.
A nadie importó el lugar escogido
para el descanso.
Una tormenta de arena
se encargó de sepultarlo.
Abono no fue para la tierra
sino pasto para el desierto.
BREVE POEMA DE AMOR
Vos sabés que yo
vengo de la melancolía a la melancolía
que confundo todos los lugares
la Plaza del Zócalo
con el Parque Ula Ula
el Danubio con el Lempa
a los niños andaluces con los de Panchimalco
la torre de París
con las de electricidad que daban frente a mi casa
allá en San Martín
cerca de Suchitoto.
Sí
la verdad es que lo confundo todo
hasta el color de tu pelo
con la espesa oscuridad de los cafetales.
PRIMER BESO
A una muchacha cuyo nombre
no recuerdo.
Cuando te besé
(fue en casa de una amiga tuya
que me gustaba)
era la primera vez que te besaban.
Sentí tu cuerpo temblar contra la tierra.
Nunca más volví a verte ni besarte
pero cuando te recuerdo
no sé por qué
aún siento tu cuerpo temblar contra la tierra.
MAÑANA DE INVIERNO SIN ELLA
Yo
el que guarda en la sonrisa
al asesino
dime qué hago con estos ojos
que nacieron para verte
Con esta boca
que te nombra a cada instante
para espantar el silencio
Con estas manos mías
que te saben de sobra.
Yo
el que guarda el puñal
bajo la almohada
dime qué puedo hacer
para borrar tu sangre
y tu recuerdo
antes de que golpeen a la puerta
los que vengan a buscarme.
VERANO DEL 80 Y CINCO
Apoyada contra la pared
una joven de falda corta
quieta espera.
La miro.
Toso.
Doy una bocanada al cigarrillo
que circular se enreda entre sus piernas
—cierra los ojos y suspira—.
El metro estacionado ya
abre sus puertas.
Subimos en distintos vagones
y nos dejamos llevar.
Ana Gallego Cuiñas
(Universidad de Granada)
Otros ojos verán lo que mis ojos
pero no lo verán como los míos.
Bergamín
El título de este ensayo, tautológico y dual, apunta directamente a los dos ejes sobre los que va a pivotar esta propuesta de lectura de siete poemas del salvadoreño Carlos Ernesto García: poesía e imagen. Poemas escritos a la manera de un diario íntimo, imágenes que parecen sacadas de un álbum fotográfico. ¿Estoy siendo de nuevo redundante? Imposible NO asumir ese estigma hablando de literatura y de imagen. Imposible NO pensar que leer un diario es igual que mirar viejas fotografías. Imposible NO recordar que escribir versos es, en la temprana juventud, como escribir un diario. Imposible NO leer estos siete poemas de Carlos Ernesto García como se mira un álbum compuesto por siete fotografías de un salvadoreño singular. Imposible NO tener en cuenta que mirar es narrar —crear— y que, por tanto, toda fotografía es una ficción que se presenta como verdadera (Joan Foncuberta). Imposible NO señalar, como aconsejaba Ezra Pound, que si se quiere entender algo de poesía hay que saber mirarla. Imposible NO negar por duplicado una séptima vez para afirmar que poesía e imagen son el doble espejo que refleja el imaginario poético de Carlos Ernesto García.
Además, este doble espejo expresa un mismo origen en el que intervienen etimologías y semas que nos dan una idea manifiesta de la interrelación existente entre imagen y literatura. Atendamos de nuevo al título de este texto y a sus no azarosas repeticiones: “verso” viene del latín ‘versus’, que procede de ‘vers’, y significa ‘volver, vuelta’, cambio, movimiento. “Imaginado”, participio perfecto de “imaginar”, procede del latín “imaginari", „representar idealmente algo, crearlo con la imaginación", mirarlo. Ahora bien, esta lexía comparte raíz etimológica con “imagen”, del latín “imago", „figura o representación"; que proviene a su vez de “imitare" que alude a la imitación de una figura real en un espejo; a la creación. Una imagen es una representación, y la imaginación es una operación mental que consiste en crear y re-crear imágenes; esto es, inventar (creatividad) y recordar (memoria). Y de eso trata la poesía del salvadoreño —en la que la imagen tiene un lugar sobresaliente— que me ocupa: se inventa a partir de la memoria para llegar a la imagen que deviene argumento del poema. Para Carlos Ernesto García la imagen es sinónimo de recuerdo, narración, y pensamiento, que están constituidos de experiencias que tienen la forma de un álbum fotográfico con anotaciones íntimas al margen.
Pound define el lenguaje poético como aquel “cargado de sentido hasta el grado máximo que sea posible”. La poética de Carlos Ernesto despliega un abanico de sentidos que vienen cargados de un significado de raigambre visual. Me refiero a la predominancia de la “fanopoeia” en su lírica: la proyección del objeto (fijo o en movimiento) sobre la imaginación visual. Esto no quiere decir que en sus poemas no tengan importancia la “melopoeia” y la “logopoeia”, puesto que estos medios también se exhiben y conjugan, pero lo hacen en un grado menor. Así, el salvadoreño trabaja preferentemente con ciertas imágenes que intentarán ser reveladas en este análisis amén de hacer una primera incursión en algunos de los sentidos poéticos que tejen la urdimbre de versos que he seleccionado. Para ello parto de los presupuestos de Gastón Bachelard, que en su libro El aire y los sueños, considera grosso modo que las imágenes:
a) tienen vida propia y autónoma, independiente de la voluntad del creador;
b) se agrupan o diferencian entre sí según predomine en ellas uno de los cuatro elementos básicos de la naturaleza: tierra, agua, aire y fuego;
c) tienen dinamismo, sufren transfiguraciones, apuntan a un infinito según sea su elemento homogeneizador. Dicho infinito da el sentido a ese universo de imágenes.
Entonces, propongo imaginar siete poemas y mirar tres instantáneas, click, click, click, para leer infinitamente a Carlos Ernesto García.
CLICK 1. EL POETA Y LA TRADICIÓN
Carlos Ernesto García es un escritor salvadoreño (Santa Tecla, 1960), autor de poemarios como Hasta la cólera se pudre (Barcelona, 1994), A quemarropa el amor (1996) y La maleta en el desván (2009), con prólogo del novelista español Jesús Ferrero. Su poesía ha sido traducida al inglés, chino, italiano y portugués. Desde 1980 vive en Barcelona, donde coopera con diversas entidades culturales y académicas, y es corresponsal del rotativo Diario Co Latino, además de colaborador de otros medios de prensa, como el semanario Contrapunto. También ha publicado un libro de viajes —en tono novelado— El sueño del Dragón (2003), en el que narra su periplo a lo largo del río Yangsé; y es coautor del libro El Salvador, entre la naturaleza y la mano del hombre (2003), y del reportaje Bajo la sombra de Sandino (2007), que se basa en una miríada de entrevistas a varios ex comandantes del Frente Sandinista de Liberación Nacional (destaca la figura del mítico Edén Pastora). De otro lado, ha llevado a cabo una magnífica —y necesaria— antología de poesía salvadoreña Cuscatlán hora cero (inédita); y en la actualidad prepara un libro de relatos y trabaja en varios proyectos de novela.
Esta sucinta bio-bibliografía nos muestra a un escritor dual, cercano y lejano a la vez. Cercano en tanto que habita nuestro territorio —escribe desde él—, y comparte las costumbres y cultura de este lado del Atlántico desde hace más de una veintena de años; y lejano en tanto que nació y creció en un pequeño país del otro lado del Atlántico, El Salvador, que se iza como un gran desconocido para la mayor parte de los lectores de la península. Desde esa lejanía es de donde mira y parece leer Carlos Ernesto García (aunque, repito, escribe desde España), desde la tradición salvadoreña, literatura secundaria, marginal, desplazada de las grandes corrientes europeas, que ha tenido y tiene la posibilidad de un manejo propio e “irreverente” de las tradiciones centrales. Esta dualidad plantea una problemática que se imbrica con dos binomios conceptuales nítidamente presentes y muy visibles en la poesía de este salvadoreño: memoria y tradición (lo lejano), y, memoria y experiencia (lo cercano). Y ambos tienen que ver con los procesos de lectura y escritura —dos caras de la misma moneda— que se intercambian en la obra de nuestro autor.
El primer binomio nos obliga a mirar la tradición poética salvadoreña para situar y leer a Carlos Ernesto García dentro de ella. En este sentido, lo primero que hay que resaltar es la cruenta cicatriz que deja el mefistofélico escenario sociopolítico en el panorama literario de la segunda mitad del siglo XX: el asesinato de Roque Dalton, el de Jaime Suárez, la desaparición de Rigoberto Góngora y la muerte del combatiente Alfonso Hernández. Más tarde se acrecentó la lucha popular, se movilizaron las organizaciones político-militares y los frentes civiles revolucionarios. El gobierno desplegó su máxima capacidad represiva y diversos organismos internacionales condenaron la violación de los derechos humanos en el país. Todos estos cruentos acontecimientos harán mella en la creación poética salvadoreña, de tal forma que la “actitud militante” será la tónica general de la producción literaria, casi siempre presente en mayor o menor medida. Así hemos de entender a poetas como Claribel Alegría (1924), que apoya la revolución sandinista y publica un ensayo en el que abiertamente defiende la violencia como único vehículo efectivo para luchar contra el capitalismo. Sin duda, su voz poética es una de las más destacas dentro del ámbito centroamericano del siglo XX. Su primera obra, Huésped de mi tiempo (1961), se completa con otras posteriores, entre las que brillan con luz propia las antologías Suma y sigue (1981) y Y este poema río (1988). Por otro lado, y también comprometido con las revoluciones de la izquierda radical, tenemos la figura sobresaliente de Roque Dalton (1933-1975), poeta militante, marxista convencido, que vivió buena parte de su tiempo en Guatemala y México y es asesinado por una facción disidente de la resistencia en la que militaba. Sus textos, despojados de retórica, claros, contundentes, vitales y rebosantes de fe en un futuro mejor, ponen de manifiesto un nuevo sentido de las relaciones humanas, la solidaridad y el amor. El mapa de su poesía se divide en tres zonas: la metafísica-cristiana, la de la mujer (ligada al nudo del amor), y la política y social revolucionaria. Y es que Roque Dalton es “poeta que es también varios poetas” y en él “no hay heteronimia sino fogata de síntesis atizada por remanencia de contrarios” (Orlando Guillén).
Esta aseveración bien podría ser aplicada a Carlos Ernesto García, cuya poesía entronca con varios de los motivos poéticos de Dalton. Principalmente en lo referente a la conformación de lo visual y el uso de la imagen. En Roque Dalton las imágenes se agrupan en torno al elemento del agua, que se identifica con la vida en oposición a la tierra, la muerte: “El mar es la intemperie, el sueño, el espacio no alcanzado por la infancia. El poeta vuelve al mar y el mar vuelve al poeta por la infancia que el sueño recupera para vituperar los anhelos del ser que no se atreve a hender la libertad que el mar agita; para sacudir al crimen de quedarse en la orilla y al racimo de esos días podridos” (Orlando Guillén). Esta predominancia del agua y lo marítimo es también clara en Carlos Ernesto, aunque con un matiz diferente, menos positivo e idílico. Los poemas escogidos dan buena muestra de ello: el agua se asocia a la memoria, que a su vez viene ligada a la tradición y a la Historia. De este modo, los recuerdos son para el “yo” poético “piedras de mar” que se agarran con las mismas manos con las que se escribe. No se trata del agua, del ensueño de la infancia y la vida —como en Dalton—, sino del fondo de esa agua, de lo que esconde y lastra: sus piedras, sus cadáveres. Los recuerdos, como en el magnífico “A quemarropa el amor”, son depósitos, cementerios, “regiones habitadas por el miedo”, “lápidas polvorientas / sobre historias personales”, revólveres que apuntan, huidas que matan aunque uno caiga “en un estanque dorado”. La salvación espera en el agua cristalina, estancada, que está al otro lado del muro, y no en la brava mar de un país, El Salvador, que guarda perfecta memoria de las víctimas que se amontonan en sus fondos como piedras. Las arrugas y cicatrices de esas olas asoman también en “Por el lento rencor del agua” (dedicado a un escritor hondureño), donde el poeta, “constructor del verso”, bucea por las profundidades de un agua memoriosa que retiene “amenazadora” ese “rencor” pasado. Pero anida en el poema un atisbo de esperanza, porque el agua, como las piedras del mar, es siempre —a pesar de todo— fuente de vida, de lucha y de deseo de cambio: hay que seguir combatiendo, fecundar de nuevo esa “tierra baldía”, manosear y escribir papeles, guerrear con el machete afilado y la pluma entintada. Y ese resquicio de “indecente esperanza”, para Carlos Ernesto, está siempre lejos, en/al otro lado, donde van a parar las piedras que uno lanza al mar.
“El descanso del guerrero”, título que alude a un poema homónimo de Roque Dalton, redunda en esta imagen del agua y la memoria, aunque en esta ocasión se tiñe de una desesperanza y pesimismo palmarios. El guerrero yace en la arena —huella del agua—, porque es un “buen lugar / para la muerte”, es el único que queda cuando el mar se ha retirado a descansar. De ahí partió —como dice Guillén, es un crimen quedarse en la orilla— y allí vuelve el cuerpo aguerrido, ya no para a ser abono de la tierra, sino para formar parte del páramo de la desolación y la derrota. La esperanza se ha evaporado como el agua de la vida: sin mar sólo hay una montaña de granos sobre una tierra baldía y desértica. Uno de los versos centrales del poema de Dalton dice: “El cadáver firmaba en pos de la memoria”, pero para Carlos Ernesto García ya no es posible esa rúbrica: los guerreros se han cansado y los muertos ya no son recordados, ni importan, ni tienen firma, ya que devienen una “mayoría” invisible, como granos de arena. La gradación es clara y las piedras de mar se descomponen: sólo quedan restos. Y es que en este país de tradición marítima, la misma a la que interpela —inscribiéndose— nuestro poeta, se sabe bien que cuando el mar se evapora, sólo queda arena de desierto.
CLICK 2. EL POETA Y EL AMOR
El segundo binomio que aparece retratado en la poética de Carlos Ernesto es el compuesto por memoria y experiencia (lo cercano). En él se incluyen la mayor parte de los poemas seleccionados, donde se trasladan sus vivencias y recuerdos proyectando imágenes asociadas al amor. Hasta ahora hemos visto que la memoria se anuda a la tradición salvadoreña cuando el poeta construye imágenes relacionadas con el agua (añoranza), y con la violenta historia de su país (desolación). Pero en el resto de poemas despunta el tratamiento de la temática amorosa, que parte de la memoria y se basa en la experiencia personal —la más cercana—, convirtiéndose en muchos casos en argumento del poema. Ricardo Llopesa ha afirmado que la poesía de Carlos Ernesto se sustenta sobre tres elementos: ironía, emotividad y desolación. Estoy de acuerdo, pero matizo que esa emotividad está fuertemente emparentada con la melancolía y la ternura; y estas a su vez con el amor en dos de sus variantes: familiar (sobre todo a la madre) y de pareja.
La presencia del amor viene dada a través de sus consecuencias y efectos, y no tanto del objeto amoroso. Lo importante para García es la huella que deja el paso del amor —la experiencia de ese amor— en el recuerdo. El “yo” poético transita de una imagen a otra de la amada, “de la melancolía a la melancolía”, confundiendo rostros, donde lo relevante es el sentimiento en sí y sus vestigios, la memoria del amor que se arracima, se refleja, en todas partes. El poema que más directamente encarna esta cuestión es “Primer beso”. Está dedicado a una muchacha cuyo nombre no recuerda el poeta. Sólo le viene a la memoria el sentimiento que le produjo un primer beso: el temblor del cuerpo de la chica contra la tierra. Entonces, Carlos Ernesto escribe para recordar, para fijar (como una imagen, como una fotografía) esa sensación, de tal manera que logra transformar en el poema instantes de experiencia en instantes de absoluto. Porque, como diría Andrés Trapiello, estos recuerdos íntimos, estos fragmentos de vida son nuestra mayor y mejor experiencia de la vida real, de una vida real más verdadera.
Pero la experiencia del amor también tiene un lado amargo en Carlos Ernesto García, y en algunos momentos es como la penitencia en el sacramento de la confesión: está ligada a un sentimiento de culpa y dolor. En “Mañana de invierno sin ella” el recuerdo de la amada, de sus sensaciones impresas en los ojos, la boca y las manos, se carga de culpa y desamparo. El “yo” poético ha matado a su amor, y la sangre —como el amor y el recuerdo— se esparce por todos lados, inunda la memoria hasta ahogarla en la más absoluta desesperación. Porque no basta la confesión del que “guarda en la sonrisa / al asesino”, sino que es necesaria la condena despiadada —no hay crimen sin castigo— de no poder librarse del recuerdo de un amor.
CLICK 3. EL POETA Y LA LENTE
Entre las experiencias que han podido influir en la escritura de Carlos Ernesto García está, sin duda, la de la fotografía. Nuestro poeta es también director de la productora cultural C&Duke, con sede en Barcelona, que ha realizado entre otras, la exposición itinerante Escoles d’altres mons (Escuelas de otros mundos) del fotoperiodista Kim Manresa, de la que Carlos Ernesto ha sido su comisario. A finales de 2007 editó un libro bajo el mismo título donde recoge la participación de ochenta escritores de más de treinta países —entre ellos se encuentran diez Premios Nobel de Literatura—, que han escrito al pie de cada una de las ochenta imágenes en blanco y negro que componían la muestra. La idea del salvadoreño era que estos escribiesen en el mismo momento en que se enfrentaban a la fotografía. Escritura inmediata a partir de una imagen, como anotada en los bordes blancos de las fotos que, también de forma inmediata, salían por las prístinas polaroids analógicas que revolucionaron el mundo en 1947 con sus fotografías “instantáneas”.
Una fotografía es como un “espejo con memoria”, sentenció O.W. Holmes. Y este aserto me lleva a pensar que esas antiguas polaroids son como una suerte de “cámaras seniles”, productoras de fotografías que dejan un margen —espacio en blanco— a la escritura para reforzar la memoria visual. Es curioso: este tipo de fotos pone en cuestión la omnipotencia de la imagen (y esa perversa sentencia de que una imagen vale más que mil palabras) y apela al complemento de la memoria a través de la escritura. Se reserva un espacio para las palabras dentro del mismo albo marco fotográfico, bordeando la imagen, como si esta fuera insuficiente para aquilatar la memoria. Fotografías con principio de alzheimer. Imágenes que revelan su futura amnesia. Y es que recordar es repetir una imagen, pero también un pensamiento: una narración. La memoria —facultad de recordar— no sólo funciona con imágenes sino con nuestra narración, por eso su dispositivo se asemeja más a las fotografías de las polaroids: espejos con un vasto recuadro alrededor para escribir una narración personal (experiencia cercana). Pero cada cual priorizará siempre un campo (imagen o narración) en su mecanismo del recuerdo. Porque en fotografía, como en literatura —en cualquier arte—, el sujeto (la mirada) es el que construye (narra) el objeto (fotografiado, poetizado). Así funciona también nuestra memoria: somos lo que recordamos; la selección de determinadas escenas y capítulos de nuestra experiencia. Nuestra identidad depende de la memoria: todo lo que hemos olvidado es lo que no somos.
“Verano del 80 y cinco” es el poema más visual e íntimo de todos los elegidos y el que mejor (de)muestra ese mecanismo “polaroid” —metáfora del binomio memoria y experiencia— que pone en marcha Carlos Ernesto García en su escritura. Como la entrada de un álbum fotográfico o de un diario, la fecha encabeza e intitula unos versos de una plasticidad brutal. Parece que estuviésemos viendo —mirando— una tríada de fotografías (o tres fotogramas de una escena fílmica). Una joven de falda corta espera, quieta, apoyada contra la pared. Un hombre la mira dando una bocanada al cigarrillo “que circular se enreda entre sus piernas”. Ambos suben a un mismo metro, pero en vagones distintos. En los márgenes de estas tres imágenes leemos: una “tos”, un “suspiro” y un “dejarse llevar”. Carlos Ernesto fotografía y a la par „reflexiona con hondura", especula. En este punto, volvemos a las etimologías: espejo viene del latín „speculum", y no es baladí que la misma raíz haya dado lugar también a „especulación". Otra vez, espejos con memoria.
Los procedimientos de la poética de este salvadoreño apelan a la transparencia en la forma, la nitidez discursiva, la brevedad, la densidad del lenguaje, y el paralelismo de puestos amén de fijar con precisión la imagen que se quiere destacar. Poesía e imagen. Un disparo, click, un sentimiento circundante y un puñado de versos. Las fotografías de las extinguidas polaroids (la marca anunció en 2008 el fin de la fabricación de la película para sus cámaras) siempre fueron un objeto de lujo al alcance sólo de unos pocos, los marginados que aún continúan haciendo buena literatura en tiempos en los que el diario íntimo se cristaliza en blogs, y las cámaras digitales en fotografías pixeladas. Y son pocos también los que, como Carlos Ernesto García, siguen imaginando versos, volviendo la mirada, apostando hasta el infinito por una poesía analógica.
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Ana Gallego Cuiñas es Doctora en Filología Hispánica y Licenciada en Antropología Social y Cultural por la Universidad de Granada. Actualmente en Investigadora Contratada Doctora en el Departamento de Literatura Española de la Universidad de Granada.
Ana Gallego Cuiñas es Investigadora Contratada Doctora en el Departamento de Literatura Española de la Universidad de Granada. Obtuvo una beca de investigación para formación del profesorado universitario del Ministerio de Educación y Ciencia en 2001 que le permitió impartir clases de literatura hispanoamericana en esta misma universidad y ser investigadora visitante durante nueve meses en la Universidad de California Los Ángeles. Se doctoró en Filología Hispánica en la Universidad de Granada con una tesis sobre la narrativa del trujillato en 2005.
Ha dictado varias conferencias internacionales, cursos y seminarios; y ha publicado los siguientes libros: Trujillo: el fantasma y sus escritores. Historia de la novela del trujillato (París, Mare et Martin, 2006), La fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa (Navarra, Cenlit, 2007), una edición de María de Jorge Isaacs (Madrid, Austral, 2007), Juegos de manos. Antología de la poesía hispanoamericana de mitad del siglo XX (Madrid, Visor, 2008), y De Gabo a Mario. La estirpe del boom (Madrid, Espasa Calpe, 2009), los dos últimos en colaboración con Ángel Esteban. Ha coordinado un monográfico sobre Juan Carlos Onetti para la revista Insula titulado Onetti 100 (junio, 2009); y ha publicado artículos y capítulos de libro sobre literatura dominicana, novela del trujillato, Jorge Isaacs, Ricardo Piglia, Juan Carlos Onetti, así como de narrativa rioplatense contemporánea. Estos trabajos han aparecido en editoriales especializadas del campo (Sorbona, Candaya, Anagrama) y en revistas de reconocido prestigio internacional. En mayo de 2008 participó en la organización (junto con Milagros Ezquerro, Teresa Orecchia y Julio Premat) del primer congreso europeo en Homenaje a Ricardo Piglia, celebrado en la Universidad de la Sorbona.
Agradecemos la oportudinad de conocer y leer al Poeta, Carlos Ernesto García. Su prosa es culta, y fluída. Mi personal gusto va por su poesía, en donde encuentro un banquete literario. Allí los versos juegan con los tropos y estan bañados de figuras poéticas. Su cadencia ritmica es suave y harmoniosa.
ResponderEliminarGracias por compartirla.
Felicitaciones a la administración del "Laberinto del Torogoz" es una página muy profesional.-
Rafael Mérida
Llevas sonrisa y puñal en la palabra.
ResponderEliminarBeso de versos.
Vida que se intensifica para que otros la vivamos.
Gracias por invitarme a compartir esa vida.
Felicidades.
UN abrao
De estos buenos poemas todos, especialmente releo "A quemarropa el amor" y "El descanso del guerrero".
ResponderEliminarGracias al poeta André Cruchaga por traernos textos ya filtrados por su buen tino poético.
Abrazos fraternos en Amistad y Poesía verdaderas,
Frank Ruffino.
P.D. Pronto acudiré a esta fuente a leer el ensayo de Ana Gallegos Cuiñas y aportar mi humilde opinión de él.
Excelente poeta, versos sobre la vida,reales,maduros,bellos. Ana María
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