Ricardo Lindo, El Salvador
LOS ABUELOS JUDÍOS
El vino de mi sangre guarda un caudal de judíos españoles
que echaron los Reyes Católicos hace ya cinco siglos,
y se fueron a Holanda, donde quizás,
en pequeños cuartos oscuros,
tallaron diamantes tras gruesas lupas misteriosas,
y traficaron con ellos por los caminos de Europa.
Así adquirieron la llave de los mares,
y llegaron a las islas del Caribe
que tienen palmeras por anclas,
y bajo el sol inmenso del trópico
instalaron un candelabro de siete brazos que venía en sus baúles.
Hay entre mis pasados rabinos de negras barbas rizadas,
y lentas madres sumisas que leían la Biblia a la luz de las velas,
y jamás hablaron bien el español.
Vieron abrirse el canal de Panamá,
y en una noche oscura vinieron aquí los abuelos,
y el mapa de sus manos tenía todos los horizontes.
Así vieron sus almas de errantes el puerto de la Unión,
mientras se balanceaban los barquitos de los pescadores,
y conocieron el sabor de las pupusas y el chiloso curtido,
y visitaron la lluvia del platanar,
y tomaron café bajo un techo de lámina,
pero no se asombraron, como los salvadoreños, del ferrocarril,
porque ellos ya lo conocían.
A lomo de mula vinieron, y a lomo de barco,
y conservaron siempre el viejo candelabro,
y aquí hicieron su vida.
Cuando ellos fallecieron fueron aquí enterrados,
dieron sus flores sus cuerpos,
fueron semilla ajena sembrada en tierra nuestra
en el pequeño huerto del cementerio azul.
Yo no tengo un candelabro de siete brazos
ni conozco oraciones en hebreo o en yidish,
pero tengo sus fotos en un gran libro
que ni siquiera está estampado en cuerpo.
XIV
—Ven —dijo.
Su rostro emanaba dulzura, pero al llegar al cuarto se volvió agrio y amenazador.
—Es indispensable —dijo.
Ella sintió que no era indispensable, sino cruel e inútil.
—Sí —dijo ella—. Es indispensable.
—No tengas temor— dijo él.
—No tengo —dijo Ana temblando
XXXII
Del ramaje del árbol
de las generaciones,
despaciosos se alarga
el tiempo.
Ceniza gris se vuelve el aire claro
y fantasma la mano
que tocaba las músicas
del alto balcón en sombras.
El oro que un pintor hizo aureola
y el chillido del ave que volaba,
y el horno de los panes,
conocimiento son,
u olvido.
Marfiles,
líneas que delimitan lo fugitivo,
mapas de astros,
caminos de los mares,
se hunden en el espejo de la luna.
Tiempo leve del vino
los restituyen un rato en duda y sombra.
Y después,
pasa el tiempo,
aquel que nadie escucha.
*Los tres poemas de Ricardo Lindo, han sido tomados del libro: “Oro, pan y ceniza. Imprenta y Offset Cuscatlán, San Salvador, El Salvador, 2001.
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