miércoles, 18 de mayo de 2022

Oficio del descreimiento: epítome y plétora de la literatura escéptica

 

Oficio del descreimiento-André Cruchaga




Oficio del descreimiento:

epítome y plétora de la literatura escéptica

 

Enrique Ortiz Aguirre

 

 

La vida es monstruosa, infinita, ilógica, abrupta e intensa […]

y va por delante de nosotros con una complicación infinita.

Robert Louis Stevenson, Fábulas y pensamientos

 

 

 

 

Oficio del descreimiento, nuevo libro del prolífico poeta salvadoreño André Cruchaga, es tanto un título como una declaración de intenciones para una poética de la totalidad que encuentra en esta obra una acción única y absolutamente paradigmática. Muy a menudo, se han atribuido a su poesía los adjetivos de excesiva, deslumbrante, pesimista, existencialista o escéptica, pero este proesario neologismo del que daremos cuenta después, y cuya creación se halla íntimamente relacionada con el demiurgo poético, creativo, que esgrimiremos enseguida encumbra la producción cruchaguiana ya como literatura escéptica a modo de una realidad sustantiva. Es más, este oficio último eleva la literatura escéptica a sus más altas cotas y constituye lo que, con el tiempo necesario y la maceración imprescindible, ha de convertir a Oficio del descreimiento en un auténtico clásico de la literatura escéptica. Precisamente por este motivo, se trata de una obra nuclear de la escritura cruchaguiana y representa tanto el epítome (por cuanto contiene en síntesis perfecta los grandes temas de su poesía) como la plétora (lleva a su máxima expresión, por obra y gracia de la sobreabundancia, una suerte de sublimidad nihilista la nada puede ser generatriz, dotadora de espacios y tiempos no instalados en el kronos, sino en la piel del kairós, tan lírica e intensamente humana) de su obra y, por añadidura, también epítome y plétora de la literatura escéptica. Ello no constituye ninguna hipérbole, puesto que su adscripción a la literatura escéptica deja de lado una posible atribución meramente descriptiva para convertirse en una indagación en la naturaleza misma de su concepción poética. De facto, ciertos elementos esenciales de la poética, que venían desgranándose con el acontecer de cada publicación cruchaguiana, encuentran una articulación holística en el demiurgo de esta obra central, atravesado ineluctablemente por la literatura escéptica. A más a más, este proesario es título y declaración poética porque satura todos y cada uno de los significados recogidos por la RAE, de una parte, para el vocablo oficio (ocupación habitual; cargo, ministerio; profesión de algún arte mecánica; función propia de alguna cosa; comunicación escrita, referente a los asuntos de las Administraciones públicas; pieza que está aneja a la cocina y en la que se prepara el servicio de mesa; lugar en el que trabajan los empleados, oficina; e, incluso, oración litúrgica o cargo en diferentes instancias) y, de otra, se arraiga definitivamente en la literatura escéptica mediante un cohipónimo inconfundible: descreimiento. Esta abundancia sustantiva da buena cuenta de un intento concreto por definir, por conceptualizar, por nombrar el objeto mismo de la poesía, ese lenguaje para nombrar el vacío que nos habita, enraizado en el escepticismo más radical. No en vano, la poesía de Cruchaga constituye esa ocupación habitual, ese cargo, esa comunicación escrita para expresar la incompetencia cognitiva humana y, por ende, nuestra instalación en la falta de creencias, antitéticamente, como principio.

Los 161 poemas en prosa conforman un manifiesto sin precedentes para la literatura escéptica, cuya epítome y plétora se explican desde su condición maestra de elocuencia descreída con el fondo y con la forma, en fusión y confusión. El alineamiento semántico resulta evidente, pero el descreimiento se hace demiúrgico por cuanto, además de dinamizar los temas, participa en la vertebración formal y estructural. Este extremo resulta dilucidador ya en el poema dedicatoria que abre el proesario, “La luz irrumpe donde ningún sol brilla”, de Dylan Thomas, auténtico credo del descreimiento que enarbola una luz en medio de la nada: la gnoseología del escéptico, la “Linterna” con la que comienza la obra, la luz del hueco, del agujero en el centro de la nadería y la “Vuelta”, a modo de eterno retorno, de circularidad permanente, con la que se cierra; el poeta vuelve corriendo, “desasida ya la boca […] al río solo para ver el granito y los artificios del paraíso” todo menos el agua, para contemplar el estatismo pertinaz de la piedra, los reflejos sin origen, las réplicas inanes del pensamiento de la incertidumbre como estado socrático, como estatua poética del escepticismo que late en un marbete definitivo: “Los acasos son siempre ecos necesarios”; así, con la metábasis transformadora de los adverbios en sustantivos, para que taumatúrgicamente, a lo Dylan Thomas, alucinado y alucinante las circunstancias devengan conceptos mediante el credo incrédulo de la poesía como episteme.

Por tanto, Oficio del descreimiento participa poliédricamente de la literatura escéptica para compendiarla a modo de paradigma modélico y para conducirla a su culmen estético desde un relativismo vehiculado por la sociedad líquida de la posmodernidad; un vate, pues, de nuestro tiempo. Así las cosas, conviene recordar que el escepticismo presenta dos momentos filosóficos perceptibles en el proesario que nos ocupa, tal y como nos recuerda Castany en su Breve historia de la Literatura escéptica, un artículo estético publicado en 2009: uno destructivo, basado en el descrédito hacia los sentidos, hacia la razón y hacia el lenguaje como herramientas fiables y en el enfrentamiento respecto a posturas dogmáticas o a planteamientos superficialmente optimistas; y otro constructivo, en el que se plantea la esencia de lo humano desde la suspensión, en los intersticios del juicio, en la práctica de la tolerancia o del significado relacional, tan respirante y poético como volátil.

La estética del escepticismo, pues, invade la retórica para promover el léxico de la incertidumbre, de la dubitación continua mediante vocablos como “quizás” (en los prosemas “Vivir cada vez”, “Laxitud”, “Sombras”, “Rastrojo” o “Equitación de la levadura”), “acaso” (en “Orilla de los ojos”, “Parecido al diluvio”, “Fuego devorado”, “Panorama”, “Aljaba”, “Desandaduras”, “Ventanas”, “Acuario predestinado”, “Rasgadura”, “Ecos interiores”, “Memoria del tránsito”, “Cauce”, “Sed del cuerpo”, “Memoria inmerecida” o sustantivado, como se dijo en “Vuelta”, el último artefacto), el propio sustantivo “duda”, sin olvidar sus posibilidades en poliptoton o polipote (en “Avidez”, “Hastíos” o “En pos de la normalidad”), las expresiones directas del descreimiento, como “no sé” (en “Duro infinito” o “Estado mortecino”), o un poema central como “Descreimiento”, que entronca con presupuestos cartesianos en busca de espacios para la soledad: “A uno le toca ser cazador solitario entre multitudes aviesas”; asimismo, en esa tensionalidad escéptica entre destrucción y creación desde pulsiones entrópicas se dinamiza el léxico de la negación (para anular certidumbres, con el fin de desacreditar lo cognoscible, de contravenirlo), con términos capaces de nombrar el vacío como “nunca” (en “Fugacidad”, “Fuego devorado”, “Ojos de soledad”, “Coincidencias”, “Resumen”, “Alguna vez”, “Temor a la ponzoña”, “Vaciedades ahogadas”, “Descreimiento”, “Padecimiento”, “En pos de la normalidad”, “Estatua de sal”, “Aullidos del absurdo”, “Rasgadura”, “Otros silencios”, “Intranquilidad”, “Ahora lo sabemos”, Sed del cuerpo” o “Rastrojo”), “extravío” (“Vivir cada vez”, “En lo hondo”, “Entre rastrojos”, “Duro infinito”, “Aullidos del absurdo”, “Apuntes, mientras amanece”, “Estertores”, “Desazón”, “Pequeñas miserias”, “Trasiego”, “Tumba revelada”, o “Extravíos”, encabezado por una dedicatoria hacia la ataraxia del escéptico sin remisión “Quiero apuntar aquí los actos improbables, / la temeridad del que no espera nada”, del poeta español Luis Miguel Rabanal”) y todo un campo asociativo de la pérdida, del desvarío, de la intemperie, del aullido, del grito, del despropósito y del absurdo, detonado por el demiurgo de la estética ética del escepticismo. Al léxico escéptico le acompañan figuras literarias muy abundantes para la ocasión, que no han de extrañarnos en la épica del descreimiento, como las elipsis, las paradojas, los oxímoron, las dobles negaciones, las ironías o las antítesis, ya que desde sus espíritus destructivos por asimilación de contrarios generan el lenguaje de los intersticios, la construcción del significado entre las grietas mismas de la duda. En esta misma línea, se agolpan las metáforas, las personificaciones, las hipálages y, en general, una sintaxis dislocada que contribuye a convocar una teoría del caos que se erige como nuevo orden ante el anidamiento poético de la incertidumbre, que da paso a un surrealismo como método racional de lo confuso, de la duda genésica. La confusión desde el caos se articula, inspirada en el escepticismo, en la presencia de diálogo una polifonía de superposición de voces, en las constantes expresiones incisas (la invasión de los paréntesis a modo de excursos y de ramificaciones que abonan el desconcierto), el fragmentarismo como concepción fractal (la duda llena las unidades y el todo, como estructura del átomo poético), o de la autorreferencialidad como modo de poiésis para eludir la representación acartonada, abiertamente falsa, y como entidad contrafáctica del mundo capaz de albergar sistemáticamente la incertidumbre mediante la construcción de imágenes insólitas y autónomas en la centralidad constructiva de lo metafórico, atornillado en una concepción de una ética estética fundamentada en el escepticismo, gnoseológica y ontológicamente concebido desde una poética sistemática del cuestionamiento, que conducirá a la propia problematización del sujeto, en la antonomasia de lo pirrónico.

Y desde el escepticismo literario entendemos también este proesario, pues precisamente los escritores escépticos tienden a no respetar las fronteras entre los géneros, a habitar los intersticios, como en el caso de estas proesías, poemas en prosa transgenéricos, inmanentemente narrativos, atravesados por la oralidad y el dialogismo de una escritura que se cuestiona a sí misma, y que se encuentra en el espacio vacío de las grietas para dibujar silencios entre los muros, para hacer macerar lo sólido y contribuir a un discurso poético de lo líquido en el perspectivismo relativista que, en la posmodernidad, no puede renunciar a la provocación de una estética vanguardista que apuesta tanto por la autorreferencialidad y autonomía de la obra artística como por la ruptura provocadora y sistemática. Es más, el carácter innovador genuino del poeta salvadoreño resulta abiertamente llamativo en nuestros días y, sin embargo, esperable desde presupuestos escépticos, habida cuenta de que los escépticos, como tales, conducen sus textos hacia la innovación a través del descreimiento en doctrinas filosóficas y preceptivas estéticas monolíticas.  

En definitiva, Oficio del descreimiento explica y ejemplifica la poética cruchaguiana, en la que la dimensión sublime, el surrealismo, la mezcla genérica, el paroxismo metafórico, el pensamiento lateral, la innovación, el diálogo, los incisos, el lenguaje coloquial, la retórica alucinada, el erotismo deliberado en su naturaleza procaz encuentran su demiurgo en la estética escéptica, todo un lenguaje para habitar los dominios de la incertidumbre, el territorio respirante del descreimiento, la condición incrédula de la piel que nos hace tan profundamente humanos.

 

                                                                                                           Dr. D. Enrique Ortiz Aguirre

Catedrático y Profesor Asociado en la Universidad Complutense de Madrid


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