Oficio
del descreimiento:
epítome
y plétora de la literatura escéptica
Enrique Ortiz Aguirre
La vida es monstruosa, infinita,
ilógica, abrupta e intensa […]
y va por delante de nosotros con una
complicación infinita.
Robert Louis Stevenson, Fábulas y pensamientos
Oficio
del descreimiento, nuevo libro del prolífico poeta
salvadoreño André Cruchaga, es tanto un título como una declaración de
intenciones para una poética de la totalidad que encuentra en esta obra una
acción única y absolutamente paradigmática. Muy a menudo, se han atribuido a su
poesía los adjetivos de excesiva, deslumbrante, pesimista, existencialista o
escéptica, pero este proesario —neologismo del que daremos cuenta
después, y cuya creación se halla íntimamente relacionada con el demiurgo
poético, creativo, que esgrimiremos enseguida— encumbra
la producción cruchaguiana ya como literatura escéptica a modo de una realidad
sustantiva. Es más, este oficio último eleva la literatura escéptica a sus más
altas cotas y constituye lo que, con el tiempo necesario y la maceración
imprescindible, ha de convertir a Oficio del descreimiento en un
auténtico clásico de la literatura escéptica. Precisamente por este motivo, se
trata de una obra nuclear de la escritura cruchaguiana y representa tanto el
epítome (por cuanto contiene en síntesis perfecta los grandes temas de su
poesía) como la plétora (lleva a su máxima expresión, por obra y gracia de la
sobreabundancia, una suerte de sublimidad nihilista —la nada
puede ser generatriz, dotadora de espacios y tiempos no instalados en el kronos,
sino en la piel del kairós, tan lírica e intensamente humana—) de su
obra y, por añadidura, también epítome y plétora de la literatura escéptica. Ello
no constituye ninguna hipérbole, puesto que su adscripción a la literatura
escéptica deja de lado una posible atribución meramente descriptiva para
convertirse en una indagación en la naturaleza misma de su concepción poética. De
facto, ciertos elementos esenciales de la poética, que venían desgranándose con
el acontecer de cada publicación cruchaguiana, encuentran una articulación
holística en el demiurgo de esta obra central, atravesado ineluctablemente por
la literatura escéptica. A más a más, este proesario es título y
declaración poética porque satura todos y cada uno de los significados
recogidos por la RAE, de una parte, para el vocablo oficio (ocupación
habitual; cargo, ministerio; profesión de algún arte mecánica; función propia
de alguna cosa; comunicación escrita, referente a los asuntos de las
Administraciones públicas; pieza que está aneja a la cocina y en la que se
prepara el servicio de mesa; lugar en el que trabajan los empleados, oficina;
e, incluso, oración litúrgica o cargo en diferentes instancias) y, de otra, se
arraiga definitivamente en la literatura escéptica mediante un cohipónimo
inconfundible: descreimiento. Esta abundancia sustantiva da buena cuenta
de un intento concreto por definir, por conceptualizar, por nombrar el objeto
mismo de la poesía, ese lenguaje para nombrar el vacío que nos habita,
enraizado en el escepticismo más radical. No en vano, la poesía de Cruchaga constituye
esa ocupación habitual, ese cargo, esa comunicación escrita para expresar la
incompetencia cognitiva humana y, por ende, nuestra instalación en la falta de
creencias, antitéticamente, como principio.
Los
161 poemas en prosa conforman un manifiesto sin precedentes para la literatura
escéptica, cuya epítome y plétora se explican desde su condición maestra de
elocuencia descreída con el fondo y con la forma, en fusión y confusión. El
alineamiento semántico resulta evidente, pero el descreimiento se hace
demiúrgico por cuanto, además de dinamizar los temas, participa en la
vertebración formal y estructural. Este extremo resulta dilucidador ya en el
poema dedicatoria que abre el proesario, “La luz irrumpe donde ningún
sol brilla”, de Dylan Thomas, auténtico credo del descreimiento que enarbola
una luz en medio de la nada: la gnoseología del escéptico, la “Linterna” con la
que comienza la obra, la luz del hueco, del agujero en el centro de la nadería
y la “Vuelta”, a modo de eterno retorno, de circularidad permanente, con la que
se cierra; el poeta vuelve corriendo, “desasida ya la boca […] al río solo para
ver el granito y los artificios del paraíso” —todo
menos el agua—,
para contemplar el estatismo pertinaz de la piedra, los reflejos sin origen,
las réplicas inanes del pensamiento de la incertidumbre como estado socrático,
como estatua poética del escepticismo que late en un marbete definitivo: “Los acasos
son siempre ecos necesarios”; así, con la metábasis transformadora de los
adverbios en sustantivos, para que —taumatúrgicamente, a lo Dylan
Thomas, alucinado y alucinante— las circunstancias devengan
conceptos mediante el credo incrédulo de la poesía como episteme.
Por
tanto, Oficio del descreimiento participa poliédricamente de la
literatura escéptica para compendiarla a modo de paradigma modélico y para conducirla
a su culmen estético desde un relativismo vehiculado por la sociedad líquida de
la posmodernidad; un vate, pues, de nuestro tiempo. Así las cosas, conviene
recordar que el escepticismo presenta dos momentos filosóficos perceptibles en
el proesario que nos ocupa, tal y como nos recuerda Castany en su Breve
historia de la Literatura escéptica, un artículo estético publicado en
2009: uno destructivo, basado en el descrédito hacia los sentidos, hacia la
razón y hacia el lenguaje como herramientas fiables y en el enfrentamiento
respecto a posturas dogmáticas o a planteamientos superficialmente optimistas;
y otro constructivo, en el que se plantea la esencia de lo humano desde la
suspensión, en los intersticios del juicio, en la práctica de la tolerancia o
del significado relacional, tan respirante y poético como volátil.
La
estética del escepticismo, pues, invade la retórica para promover el léxico de
la incertidumbre, de la dubitación continua mediante vocablos como “quizás” (en
los prosemas “Vivir cada vez”, “Laxitud”, “Sombras”, “Rastrojo” o “Equitación
de la levadura”), “acaso” (en “Orilla de los ojos”, “Parecido al diluvio”,
“Fuego devorado”, “Panorama”, “Aljaba”, “Desandaduras”, “Ventanas”, “Acuario
predestinado”, “Rasgadura”, “Ecos interiores”, “Memoria del tránsito”, “Cauce”,
“Sed del cuerpo”, “Memoria inmerecida” o —sustantivado, como se dijo— en
“Vuelta”, el último artefacto), el propio sustantivo “duda”, sin olvidar sus
posibilidades en poliptoton o polipote (en “Avidez”, “Hastíos” o “En pos de la
normalidad”), las expresiones directas del descreimiento, como “no sé” (en
“Duro infinito” o “Estado mortecino”), o un poema central como “Descreimiento”,
que entronca con presupuestos cartesianos en busca de espacios para la soledad:
“A uno le toca ser cazador solitario entre multitudes aviesas”; asimismo, en
esa tensionalidad escéptica entre destrucción y creación desde pulsiones
entrópicas se dinamiza el léxico de la negación (para anular certidumbres, con
el fin de desacreditar lo cognoscible, de contravenirlo), con términos capaces
de nombrar el vacío como “nunca” (en “Fugacidad”, “Fuego devorado”, “Ojos de
soledad”, “Coincidencias”, “Resumen”, “Alguna vez”, “Temor a la ponzoña”,
“Vaciedades ahogadas”, “Descreimiento”, “Padecimiento”, “En pos de la
normalidad”, “Estatua de sal”, “Aullidos del absurdo”, “Rasgadura”, “Otros
silencios”, “Intranquilidad”, “Ahora lo sabemos”, Sed del cuerpo” o
“Rastrojo”), “extravío” (“Vivir cada vez”, “En lo hondo”, “Entre rastrojos”,
“Duro infinito”, “Aullidos del absurdo”, “Apuntes, mientras amanece”,
“Estertores”, “Desazón”, “Pequeñas miserias”, “Trasiego”, “Tumba revelada”, o
“Extravíos”, encabezado por una dedicatoria hacia la ataraxia del escéptico sin
remisión —“Quiero
apuntar aquí los actos improbables, / la temeridad del que no espera nada”, del
poeta español Luis Miguel Rabanal”) y todo un campo asociativo de la pérdida,
del desvarío, de la intemperie, del aullido, del grito, del despropósito y del
absurdo, detonado por el demiurgo de la estética ética del escepticismo. Al
léxico escéptico le acompañan figuras literarias muy abundantes para la
ocasión, que no han de extrañarnos en la épica del descreimiento, como las
elipsis, las paradojas, los oxímoron, las dobles negaciones, las ironías o las
antítesis, ya que desde sus espíritus destructivos por asimilación de
contrarios generan el lenguaje de los intersticios, la construcción del
significado entre las grietas mismas de la duda. En esta misma línea, se
agolpan las metáforas, las personificaciones, las hipálages y, en general, una
sintaxis dislocada que contribuye a convocar una teoría del caos que se erige
como nuevo orden ante el anidamiento poético de la incertidumbre, que da paso a
un surrealismo como método racional de lo confuso, de la duda genésica. La
confusión desde el caos se articula, inspirada en el escepticismo, en la
presencia de diálogo —una
polifonía de superposición de voces—, en las constantes expresiones
incisas (la invasión de los paréntesis a modo de excursos y de ramificaciones
que abonan el desconcierto), el fragmentarismo como concepción fractal (la duda
llena las unidades y el todo, como estructura del átomo poético), o de la
autorreferencialidad como modo de poiésis para eludir la representación
acartonada, abiertamente falsa, y como entidad contrafáctica del mundo capaz de
albergar sistemáticamente la incertidumbre mediante la construcción de imágenes
insólitas y autónomas en la centralidad constructiva de lo metafórico,
atornillado en una concepción de una ética estética fundamentada en el
escepticismo, gnoseológica y ontológicamente concebido desde una poética
sistemática del cuestionamiento, que conducirá a la propia problematización del
sujeto, en la antonomasia de lo pirrónico.
Y
desde el escepticismo literario entendemos también este proesario, pues
precisamente los escritores escépticos tienden a no respetar las fronteras
entre los géneros, a habitar los intersticios, como en el caso de estas
proesías, poemas en prosa transgenéricos, inmanentemente narrativos,
atravesados por la oralidad y el dialogismo de una escritura que se cuestiona a
sí misma, y que se encuentra en el espacio vacío de las grietas para dibujar
silencios entre los muros, para hacer macerar lo sólido y contribuir a un
discurso poético de lo líquido en el perspectivismo relativista que, en la
posmodernidad, no puede renunciar a la provocación de una estética vanguardista
que apuesta tanto por la autorreferencialidad y autonomía de la obra artística
como por la ruptura provocadora y sistemática. Es más, el carácter innovador
genuino del poeta salvadoreño resulta abiertamente llamativo en nuestros días
y, sin embargo, esperable desde presupuestos escépticos, habida cuenta de que
los escépticos, como tales, conducen sus textos hacia la innovación a través
del descreimiento en doctrinas filosóficas y preceptivas estéticas monolíticas.
En
definitiva, Oficio del descreimiento explica y ejemplifica la poética
cruchaguiana, en la que la dimensión sublime, el surrealismo, la mezcla
genérica, el paroxismo metafórico, el pensamiento lateral, la innovación, el
diálogo, los incisos, el lenguaje coloquial, la retórica alucinada, el erotismo
deliberado en su naturaleza procaz encuentran su demiurgo en la estética
escéptica, todo un lenguaje para habitar los dominios de la incertidumbre, el
territorio respirante del descreimiento, la condición incrédula de la piel que
nos hace tan profundamente humanos.
Dr. D. Enrique Ortiz Aguirre
Catedrático y Profesor
Asociado en la Universidad Complutense de Madrid