Ilustración: Carátula del libro: Índigo.
Nuestra destacada poeta y actriz Aída Párraga, (El Salvador, 1966) me ha traído generosamente el envío que también la prominente poeta, ensayista y docente, María Antonieta Flores (Venezuela, 1960) me enviara cuando Aída participó allá en el Festival de poesía de Caracas durante el mes de mayo de 2008. Ese envío es el libro: Índigo, editado por la Fundación para la cultura urbana, caracas, 2001. Pero además cuenta con otros títulos en su haber: El señor de la muralla, 1991; Canto de Cacería, 1995; Presente que no en ausencias, 1995; la deshojada luz de la tarde, 1999; y el ensayo: Sophya y Mitos de la pasión amorosa, 1997. Además es promotora cultural.
En el veredicto dado por Federico Pacanis, Kart Crispín y Rafael Arráiz Lucca, se dice que en este libro hay “una nueva entrega de una voz poética que viene expresándose con vigor y resistencia desde hace más de una década. Índigo puede considerarse expresión acabada de un proyecto estético que se conforma en la búsqueda de la claridad ontológica, que no elude los laberintos de la psicología profunda, y que se detiene con pertinencia en la sustancia de mitologías de carácter universal.
María Antonieta ha estructurado este libro Índigo en tres partes: Conocida, extranjera y desconocida. Índigo no es aquí sinónimo de la “Nueva era”, expresión acuñada por Nancy Ann Tappe. Tampoco creo que lo haya usado como característica para definir a las personas físicamente hablando. Índigo, pues, de entrada me intriga porque a través de un concepto se engloba toda una poética que tropieza con los pies en el granito y una “sequía en el asfalto de los ojos”. Poesía ontológica.
Por alguna extraña razón, en algún sitio, la poeta tiene sueños recurrentes, el estar aquí entre todos y tantos, perdiendo en el ir y venir, gastando sus zapatos en el aguacero, porque “en el sordo respirar de la intemperie, los vértigos arrecian y/ una boca siente el lento separarse de los labios, el intenso/ contracto de la carne.”…A ratos la poesía de María Antonieta desequilibra sobre todo cuando interroga o habla al sordo: ¿Vivimos en una sociedad de sordos, frente al clamor, a los anhelos? “pero quién te dijo que había sonidos?” Vivimos en un mundo vedado, pese a la “fugacidad de la noche” o al obligado estertor de la sangre, llevando “pétalos secos”.
De repente hace un quiebre y nos habla de “los cuerpos que se abrazan en los besos”, “de cerrar los ojos para no recordar…cerrase para no ver”, pues es mejor así a “respirar una mínima seguridad de nada”. Ese índigo no sólo custodia periódicos y revistas, sino al silencio que es constante en las paredes. Entiendo que María Antonieta, ha querido a través de este color: Índigo [colorante natural que se obtiene por síntesis orgánica; es un polvo muy fino, de color azul morado insoluble en agua y alcohol] mostrarnos las densas sutilezas de la vida, esa paz que no tenemos de manera permanente porque constituye una conquista diaria del ser humano. Por alguna razón nos transporta a la imagen de las rejas. Imagen terrible que supone la aniquilación del ser humano. Y claro, no sólo son rejas los barrotes que mantienen en prisión, las ciudades, los poblados, pese a la globalización, siguen siendo proclives al abandono, a la destrucción, al aniquilamiento. El silencio mismo cuando nos arrebata la palabra es prisión, andar en sigilo, contritos de dolor es también prisión del alma. De ahí que la poeta también se adentre en el intenso padecer del olvido sosteniendo el madero. Es decir, esa cruz que es padecimiento aunque a él converjan ángeles y escuchen la vigilia.
A menudo estamos llenos de soledades y obligados a callar. Luego las mudanzas se hacen costumbres. En la vida del ser humano no vale ni debe tener cabida la lástima, pues ésta —dice la poeta— “es un dolor recién parido”. Ante esta atmósfera de pérdida toca la búsqueda, pero la respiración es insuficiente para navegar sobre las aguas o encontrar la llave que nos abra la esperanza. Se gira en el mismo sitio y todos los sitios, al parecer, tienen esos declives de entuertos arcaicos.
En la segunda parte del libro: Extranjera, la poeta de inmediato nos ubica en su ámbito: del silencio, del estar obligada a callar. “El cuerpo —dice— va como si no yendo/ la boca no puede nombrar.” Y esto resulta terrible porque “un llanto se atesora en las gargantas”, en los cuerpos “bulle sangre” y también un “clamor de alas” que haga salir o traspase otros ojos sin detenerse. Por fin, “la boca se abre/ se abre/…/ una gota se destila hacia el recuerdo/ tiembla el esternón/…/ índigo regresando”…
Los recuerdos son crueles generalmente, no dejan que el olvido haga lo suyo. De ahí que la poeta vuelva reiteradamente al frío del desamparo. Y ello porque estamos sumergidos “en [una] tierra llena de piedras y frío, entretejidos por el humo perturbador de las hogueras, de la ciudades amuralladas como la tierra sitiada en la piel de los cipreses, en los nichos cuya compañía es habitual.
Esta segunda parte me deja con escalofríos. Es poesía cifrada, transida de lluvia y abandono. Extraviada. Aquí pasa, como en palabras de Juan Gelman que uno se juega la vida. Condenados al extravío uno busca incesantemente la libertad. La autora nos advierte, que es una “larga caminata”, hay abandono y desolación, los rostros se pierden entre otros rostros, la oscuridad acecha en medio de la calle, los ojos buscan puertas, ventanas… de nuevo hasta la lluvia nos parece una extraña mano en los hombros. En el penúltimo poema de esta segunda parte, María Antonieta nos dice: “sólo me hacía compañía en esta extraña costumbre [la del extravío, por supuesto]…/los cementerios/…de éste/los altos cipreses/…sus formas envolventes/los nichos/…caminaba junto a él y sólo pensaba en ti/ caminaba por él deseando tu presencia/…íntima/desnuda/…cementerio de San Pedro/…lejos estás/ y tránsfuga/… andando en el deseo”.
El libro en cuestión tiene su propia lógica y así, supongo se lo propuso la autora del mismo. Tres instantes de una realidad. Después del extravío pasan muchas cosas: pasar inadvertidos, ignorados, caminar en el anonimato, sin que a uno lo vean otros rostros puede ser la boca resignada de la existencia: “Los pájaros se desprenden de los pájaros/…tiemblas bajo los aleteos/ y la misericordia/…el alba y en silencio”… ¿Qué otras posibilidades tiene el ser humano frente a un cuerpo denso y oscuro? Seguramente muchas o ninguna, porque hasta la sonrisa, si que la hay, se torna mueca. La noche es un refugio; sus golpes sin duda no lo son.
De repente uno llega a la conclusión que no es de ningún lugar. El sentido de pertenencia queda a la deriva, ni siquiera la “esperanza tiene las rodillas nítidas” para transitar por esos vacíos de espeluznantes ataduras. “Las luces se van apagando/ porque no hace falta/… no vayas a creer que eso ha existido”. Tan espesa es la desnudez que hasta se niega la existencia y las posibilidades que la luz engendra. Vivimos en un mundo donde la nota común es esa sensación de ser desconocidos; desde las ventanas uno lanza susurros, “un quizás, un día”… las cosas sean mejores y no nos parezca mentira deambular por las calles, atónitos, descalzos y sin ilusiones…
Esta tercera parte que apenas he esbozado, la del sentirse desconocida, nos conduce por esos hilos del pecho que a jirones hacen saltar la nostalgia. La claridad es noche y los sueños un disfraza de los mismos. Hay una tentativa por salir de esa habitación del mundo, de esas sombras vívidas de la experiencia cotidiana; pero los ecos sobre la luz no se oyen, cruzan ahí, y como un río desalojan al viento. “Un perro te está ladrando/igual que en otra tierra”…”Miras y Callas”, “Pulsos de angustia te rompen”, las calles no te sueñan, porque sencillamente se es desconocida/o en los glaciales abanicos de la intemperie.
El tiempo transcurre. Parece un hilo de agua interminable. Así lo percibe la poeta en la desnudez de la madrugada, sobre un pedazo de piedra de compañía, tras el índigo del desorden. ¿Podré —interroga la poeta— por este campo de huesos antiguos?/ no alcanzaré nunca la historia de sus habitantes/ ¿Encontraré de nuevo los sonidos del amor? Pero resulta que la fe se ha vuelto parásita y de repente sólo es posible el silencio y aún éste es huidizo, cuando sólo se reciben ausencias y, entre “puertas de madera y de viento”, únicamente hay abandono y ausencias sosteniendo la respiración.
Un coterráneo suyo, el poeta Vicente Gerbasi, nos dice: “pueden ver este castillo cubierto de hiedras/ de verde muy oscuro y solitario/ bajo los astros de los búhos,/ ni por qué mis ojos pueden detenerse/ a ver caer la nieve durante tanto tiempo,/ hasta que arropa todos los muertos/ y los deja allí con sus vestiduras./ de diferentes colores en el hielo.”… [Hay muchas maneras de estar muerto]. Y más adelante nos dice [“En mi padre el inmigrante”]: “Venimos de la noche y hacia la noche vamos.”… “Atrás quedan las tumbas al pie de los cipreses, / solos en la tristeza de lejanas estrellas. […]” por su parte, María Antonieta, en ese regresar y no volver, “trazada está la lejanía/ hasta donde la mirada alcanza/ el suspiro rompe la medianoche”…
¿Qué clamor nos dejará escapar de esa medianoche? Si la lobreguez persiste en este nuestro pequeño planisferio, si nosotros, seres humanos, no encontramos respuestas, ni somos respuestas pues el habla no se entiende: una centella fantasmal nos vence, la calle nos provoca pánico y pese a la resequedad de los labios, no hay a quien pedirle agua para refrescar los labios, ni quien asista en esta sequedad del barro, porque llueve dolor en los lirios del alma. Tanta es la degradación que no se sabe dónde está el cementerio de la ciudad, lugar último de las tribulaciones. En las horas que se viven, los muertos nos miran, ellos ya saben nuestro destino, nos susurran el camino. Entonces “se empieza a llorar”
María Antonieta ha hecho un largo recorrido a través de este su Índigo. Son versos cifrados: imágenes que viven y expirar, venidas del miedo sin paraguas y analgésicos. Ha sabido encerrar en cada palabra “un puñado de su tierra” que a su vez es la tierra de todos. Si bien hay toda una simbología oscura, al final, “el amor se abre paso/…/desde los corredores de tu sangre/…/contra los ojos que te miran.” Una luna azul “cruzando el recuerdo” “en un intento de no ser [sólo] recuerdo/ [sino] de ser la larga mirada de un despertar”…
Barataria, 06/07.IX.2008.
María Antonieta Flores y la constancia de sus paredes
Nuestra destacada poeta y actriz Aída Párraga, (El Salvador, 1966) me ha traído generosamente el envío que también la prominente poeta, ensayista y docente, María Antonieta Flores (Venezuela, 1960) me enviara cuando Aída participó allá en el Festival de poesía de Caracas durante el mes de mayo de 2008. Ese envío es el libro: Índigo, editado por la Fundación para la cultura urbana, caracas, 2001. Pero además cuenta con otros títulos en su haber: El señor de la muralla, 1991; Canto de Cacería, 1995; Presente que no en ausencias, 1995; la deshojada luz de la tarde, 1999; y el ensayo: Sophya y Mitos de la pasión amorosa, 1997. Además es promotora cultural.
En el veredicto dado por Federico Pacanis, Kart Crispín y Rafael Arráiz Lucca, se dice que en este libro hay “una nueva entrega de una voz poética que viene expresándose con vigor y resistencia desde hace más de una década. Índigo puede considerarse expresión acabada de un proyecto estético que se conforma en la búsqueda de la claridad ontológica, que no elude los laberintos de la psicología profunda, y que se detiene con pertinencia en la sustancia de mitologías de carácter universal.
María Antonieta ha estructurado este libro Índigo en tres partes: Conocida, extranjera y desconocida. Índigo no es aquí sinónimo de la “Nueva era”, expresión acuñada por Nancy Ann Tappe. Tampoco creo que lo haya usado como característica para definir a las personas físicamente hablando. Índigo, pues, de entrada me intriga porque a través de un concepto se engloba toda una poética que tropieza con los pies en el granito y una “sequía en el asfalto de los ojos”. Poesía ontológica.
Por alguna extraña razón, en algún sitio, la poeta tiene sueños recurrentes, el estar aquí entre todos y tantos, perdiendo en el ir y venir, gastando sus zapatos en el aguacero, porque “en el sordo respirar de la intemperie, los vértigos arrecian y/ una boca siente el lento separarse de los labios, el intenso/ contracto de la carne.”…A ratos la poesía de María Antonieta desequilibra sobre todo cuando interroga o habla al sordo: ¿Vivimos en una sociedad de sordos, frente al clamor, a los anhelos? “pero quién te dijo que había sonidos?” Vivimos en un mundo vedado, pese a la “fugacidad de la noche” o al obligado estertor de la sangre, llevando “pétalos secos”.
De repente hace un quiebre y nos habla de “los cuerpos que se abrazan en los besos”, “de cerrar los ojos para no recordar…cerrase para no ver”, pues es mejor así a “respirar una mínima seguridad de nada”. Ese índigo no sólo custodia periódicos y revistas, sino al silencio que es constante en las paredes. Entiendo que María Antonieta, ha querido a través de este color: Índigo [colorante natural que se obtiene por síntesis orgánica; es un polvo muy fino, de color azul morado insoluble en agua y alcohol] mostrarnos las densas sutilezas de la vida, esa paz que no tenemos de manera permanente porque constituye una conquista diaria del ser humano. Por alguna razón nos transporta a la imagen de las rejas. Imagen terrible que supone la aniquilación del ser humano. Y claro, no sólo son rejas los barrotes que mantienen en prisión, las ciudades, los poblados, pese a la globalización, siguen siendo proclives al abandono, a la destrucción, al aniquilamiento. El silencio mismo cuando nos arrebata la palabra es prisión, andar en sigilo, contritos de dolor es también prisión del alma. De ahí que la poeta también se adentre en el intenso padecer del olvido sosteniendo el madero. Es decir, esa cruz que es padecimiento aunque a él converjan ángeles y escuchen la vigilia.
A menudo estamos llenos de soledades y obligados a callar. Luego las mudanzas se hacen costumbres. En la vida del ser humano no vale ni debe tener cabida la lástima, pues ésta —dice la poeta— “es un dolor recién parido”. Ante esta atmósfera de pérdida toca la búsqueda, pero la respiración es insuficiente para navegar sobre las aguas o encontrar la llave que nos abra la esperanza. Se gira en el mismo sitio y todos los sitios, al parecer, tienen esos declives de entuertos arcaicos.
En la segunda parte del libro: Extranjera, la poeta de inmediato nos ubica en su ámbito: del silencio, del estar obligada a callar. “El cuerpo —dice— va como si no yendo/ la boca no puede nombrar.” Y esto resulta terrible porque “un llanto se atesora en las gargantas”, en los cuerpos “bulle sangre” y también un “clamor de alas” que haga salir o traspase otros ojos sin detenerse. Por fin, “la boca se abre/ se abre/…/ una gota se destila hacia el recuerdo/ tiembla el esternón/…/ índigo regresando”…
Los recuerdos son crueles generalmente, no dejan que el olvido haga lo suyo. De ahí que la poeta vuelva reiteradamente al frío del desamparo. Y ello porque estamos sumergidos “en [una] tierra llena de piedras y frío, entretejidos por el humo perturbador de las hogueras, de la ciudades amuralladas como la tierra sitiada en la piel de los cipreses, en los nichos cuya compañía es habitual.
Esta segunda parte me deja con escalofríos. Es poesía cifrada, transida de lluvia y abandono. Extraviada. Aquí pasa, como en palabras de Juan Gelman que uno se juega la vida. Condenados al extravío uno busca incesantemente la libertad. La autora nos advierte, que es una “larga caminata”, hay abandono y desolación, los rostros se pierden entre otros rostros, la oscuridad acecha en medio de la calle, los ojos buscan puertas, ventanas… de nuevo hasta la lluvia nos parece una extraña mano en los hombros. En el penúltimo poema de esta segunda parte, María Antonieta nos dice: “sólo me hacía compañía en esta extraña costumbre [la del extravío, por supuesto]…/los cementerios/…de éste/los altos cipreses/…sus formas envolventes/los nichos/…caminaba junto a él y sólo pensaba en ti/ caminaba por él deseando tu presencia/…íntima/desnuda/…cementerio de San Pedro/…lejos estás/ y tránsfuga/… andando en el deseo”.
El libro en cuestión tiene su propia lógica y así, supongo se lo propuso la autora del mismo. Tres instantes de una realidad. Después del extravío pasan muchas cosas: pasar inadvertidos, ignorados, caminar en el anonimato, sin que a uno lo vean otros rostros puede ser la boca resignada de la existencia: “Los pájaros se desprenden de los pájaros/…tiemblas bajo los aleteos/ y la misericordia/…el alba y en silencio”… ¿Qué otras posibilidades tiene el ser humano frente a un cuerpo denso y oscuro? Seguramente muchas o ninguna, porque hasta la sonrisa, si que la hay, se torna mueca. La noche es un refugio; sus golpes sin duda no lo son.
De repente uno llega a la conclusión que no es de ningún lugar. El sentido de pertenencia queda a la deriva, ni siquiera la “esperanza tiene las rodillas nítidas” para transitar por esos vacíos de espeluznantes ataduras. “Las luces se van apagando/ porque no hace falta/… no vayas a creer que eso ha existido”. Tan espesa es la desnudez que hasta se niega la existencia y las posibilidades que la luz engendra. Vivimos en un mundo donde la nota común es esa sensación de ser desconocidos; desde las ventanas uno lanza susurros, “un quizás, un día”… las cosas sean mejores y no nos parezca mentira deambular por las calles, atónitos, descalzos y sin ilusiones…
Esta tercera parte que apenas he esbozado, la del sentirse desconocida, nos conduce por esos hilos del pecho que a jirones hacen saltar la nostalgia. La claridad es noche y los sueños un disfraza de los mismos. Hay una tentativa por salir de esa habitación del mundo, de esas sombras vívidas de la experiencia cotidiana; pero los ecos sobre la luz no se oyen, cruzan ahí, y como un río desalojan al viento. “Un perro te está ladrando/igual que en otra tierra”…”Miras y Callas”, “Pulsos de angustia te rompen”, las calles no te sueñan, porque sencillamente se es desconocida/o en los glaciales abanicos de la intemperie.
El tiempo transcurre. Parece un hilo de agua interminable. Así lo percibe la poeta en la desnudez de la madrugada, sobre un pedazo de piedra de compañía, tras el índigo del desorden. ¿Podré —interroga la poeta— por este campo de huesos antiguos?/ no alcanzaré nunca la historia de sus habitantes/ ¿Encontraré de nuevo los sonidos del amor? Pero resulta que la fe se ha vuelto parásita y de repente sólo es posible el silencio y aún éste es huidizo, cuando sólo se reciben ausencias y, entre “puertas de madera y de viento”, únicamente hay abandono y ausencias sosteniendo la respiración.
Un coterráneo suyo, el poeta Vicente Gerbasi, nos dice: “pueden ver este castillo cubierto de hiedras/ de verde muy oscuro y solitario/ bajo los astros de los búhos,/ ni por qué mis ojos pueden detenerse/ a ver caer la nieve durante tanto tiempo,/ hasta que arropa todos los muertos/ y los deja allí con sus vestiduras./ de diferentes colores en el hielo.”… [Hay muchas maneras de estar muerto]. Y más adelante nos dice [“En mi padre el inmigrante”]: “Venimos de la noche y hacia la noche vamos.”… “Atrás quedan las tumbas al pie de los cipreses, / solos en la tristeza de lejanas estrellas. […]” por su parte, María Antonieta, en ese regresar y no volver, “trazada está la lejanía/ hasta donde la mirada alcanza/ el suspiro rompe la medianoche”…
¿Qué clamor nos dejará escapar de esa medianoche? Si la lobreguez persiste en este nuestro pequeño planisferio, si nosotros, seres humanos, no encontramos respuestas, ni somos respuestas pues el habla no se entiende: una centella fantasmal nos vence, la calle nos provoca pánico y pese a la resequedad de los labios, no hay a quien pedirle agua para refrescar los labios, ni quien asista en esta sequedad del barro, porque llueve dolor en los lirios del alma. Tanta es la degradación que no se sabe dónde está el cementerio de la ciudad, lugar último de las tribulaciones. En las horas que se viven, los muertos nos miran, ellos ya saben nuestro destino, nos susurran el camino. Entonces “se empieza a llorar”
María Antonieta ha hecho un largo recorrido a través de este su Índigo. Son versos cifrados: imágenes que viven y expirar, venidas del miedo sin paraguas y analgésicos. Ha sabido encerrar en cada palabra “un puñado de su tierra” que a su vez es la tierra de todos. Si bien hay toda una simbología oscura, al final, “el amor se abre paso/…/desde los corredores de tu sangre/…/contra los ojos que te miran.” Una luna azul “cruzando el recuerdo” “en un intento de no ser [sólo] recuerdo/ [sino] de ser la larga mirada de un despertar”…
Barataria, 06/07.IX.2008.
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