jueves, 14 de abril de 2011

CUENTOS- WALTER IRAHETA NERIO


Walter Iraheta Nerio, El Salvador-Suiza



CUENTOS




CHUNGO MARAVILLA



Es un día soleado en la metrópoli de San Salvador, las gradas del estadio de Mejicanos están repletas de escolares. En el terreno de juego se enfrentan los equipos de fútbol de las escuelas de Mejicanos y Zacamil. De fondo resuenan los cueros y metales de las fanfarrias.
La pelota rebota en el travesaño de la portería mejicaneña, el defensa Chungo Tamegua da un salto y cabecea de medio lado. La pelota viaja hasta el medio campo del estadio:
-¡Chivísimo, Chungo! –le dijo Computer García, su compañero de retaguardia del equipo de la escuela Mejicanos número 2.
En el medio campo la pelota es atrapada por un adversario del equipo de la escuela Zacamil número 1, y de nuevo el pelotazo cae en terreno de riesgo, pero allí está Sherman López que es defensa del equipo mejicaneño y hace un paro de pecho, la pelota se desliza hasta su rodilla. Sherman López pasa la bola a su compañero Ribuk Gonsáles, éste retacha de taquito y la entrega a Bluyin Pérez, la pelota vuela hasta el medio campo. Ahora la pelota es atrapada por un jugador zacamiliano y de pase en pase regresa hasta el área menor, atrás corre Aseiko-digital Ramírez sin lograr alcanzar al delantero zacamiliano. Pero allí está Katerpilar Serrano el otro defensa portentoso del equipo mejicaneño que hace una barrida y tumba al delantero zacamiliano, el árbitro pita y favorece con tiro libre al equipo zacamiliano. La pelota viaja en parabólica, Copyray Martínez el portero de Mejicanos se lanza en vuelo y logra sacar la pelota al corner.
En la barra hay gritos, aplausos y suenan los cueros y metales de la fanfarria mejicaneña en la que destacan Leydy, Jennifer, Vicki, Meybi, Shirley, más otra docena de chicas bien equipadas de panderetas.
Por fin: tiro de esquina, el portero Copyray Martínez hace otro vuelo, la pelota gira como trompo y cae de nuevo en área de riesgo. Un delantero zacamiliano cabecea y la pelota pega en la esquina de la portería. Hay un revoltijo de piernas y de nuevo Katerpilar Serrano se encarga de salvar al equipo mejicaneño. La pelota ahora vuela en curva hacia la banda izquierda donde Chungo Tamegua da un puntazo, la pelota sale en torbellino y:
-¡Gol!
-¡Gol, gol, gooooool! –grita emocionada la barra zacamiliana.
Pero fue un autogol. Un desaguisado de Chungo Tamegua.
Chungo Tamegua queda hecho estatua de piedra, en la barra mejicaneña hay un silencio de cementerio, la fanfarria se ha desinflado y entonces se escuchan los insultos de los mejicaneños que caen como rayos sobre el petrificado Chungo:
-¡Por las once mil vírgenes!
-¡Tenías que ser vos Chungo-Chupacabra!
-¡La regaste Chupacabra!
-¡Te vamos a expulsar del equipo, Chupacabra!
Del otro lado de las gradas, se escucha la fiesta de la barra zacamiliana, bombos y trompetas de fanfarria, griterías de vivas y coros de gesta: «Lión puede ser abatido pero nunca vencido, viva lión jodido». El león era la mascota de los zacamilianos, y para éstos «Jodido» quería decir «pícaro».
Muy avergonzado por la mala jugada Chungo Tamegua pidió a Aftershave Guevara -capitán mejicaneño-, que lo cambiara a la delantera para reponer el gol de la vergüenza, de todos modos el marcador era de uno a uno, lo cual aún permitía ganar.
El capitán Aftershave Guevara aceptó y Chungo pasó a la artillería junto con Megabay Ortíz, Teleflash Colorado y Laserjet Orellana. Jugaron los últimos veinte minutos del segundo tiempo y los dos equipos quedaron empatados: Uno a uno.
Como el partido era amistoso, más valió la metida de pata de Chungo Tamaegua para no tener enemistades. Así los unos y los otros, sin ningún sesgo de revancha, se podían invitar en adelante a sus respectivas ferias escolares, fiestas cívicas y turnos filantrópicos.
A pesar de todo, las cosas se agravaron para Chungo Tamegua, y durante toda la semana no paraban de decirle los más abominables apodos derivados de su nombre de familia, recriminando su metida de pata, el autogol, el gol de la vergüenza.
Chungo Tamegua cansado de tanta mofa, convenció a su madre para que fuesen a la alcaldía municipal y le cambiaran de una vez por todas ese nombrecito de calvario: Chungo Tamegua Maravilla.
Al parecer, el destino había desfavorecido a Chungo, pues, debería llamarse Jesús Maravilla, pero al momento de su inscripción en el registro civil de la alcaldía de Jocorón -pueblito de frontera de La Unión-, la secretaria de turno fue literal y escribió tal cual había dicho la madre del recién nacido: Se llama como su padre.
Conocido del caserío, al susodicho padre lo llamaban por el diminutivo de Jesús: «Chungo», y para diferenciarlo de otros homónimos -pues habían como diez Chungos en Jocorón-, le decían: «el de la tamegua», lo cual traducido del dialecto Lenca al Español quería decir: el que corta la hierba de la milpa. Automáticamente la secretaria de turno escribió en la partida de nacimiento del recién nacido: Chungo Tamegua Maravilla.
Durante la guerra civil muchas familias del pueblito de Jocoro tuvieron que emigar, para escapar del fuego cruzado de los bandos en guerra. Así fue como nuestro héroe Chungo Tamegua emigró con su familia a la metrópoli de San Salvador, en busca de seguridad y porvenir. Ya en la capital, la madre de Chungo se hizo cargo de la familia, mientras el padre siguió la ruta de los Yunai como inmigrante. Pasaron los años, terminó la guerra, y allí estaba ya Chungo Tamegua estudiando cuarto grado en la escuela Mejicanos número 2, y , enlistado en la gloriosa selección de fútbol de su plantel.
Después de aquel emocionante partido de fútbol donde Chungo se agenciara el fatídico autogol, gol de la vergüenza, la madre comprendía el malestar de su hijo y, se dieron cita en la alcaldía de Mejicanos. El trueque de nombre no estaba fácil, la empleada del registro civil fue clara en explicar que se necesitaba hacer el trámite ante un abogado y con dos testigos que conocieran a la familia.
-¿Y por qué desea cambiar el nombre al muchacho? –preguntó la empleada, por rigor administrativo.
-Usted sabe, hay nombres pasados de moda que se prestan a la burla. Además todos los compañeritos de mi hijo llevan nombres supermodernos –respondió la madre de Chungo, y en seguida le contó los pormenores del equívoco a la hora de hacer la partida de nacimiento en el pueblito de frontera de Jocorón.
La empleada municipal continuó su cuestionario, según el rigor administrativo, esta vez dirigida al chico:
-¿Y cómo te deseas llamar, hijo?
-Pues...¡Internet Maravilla! –dijo Chungo con toda la naturalidad del mundo.
-La verdad, eso será difícil, porque hay una ordenanza municipal recién aprobada en todo el país, que prohibe usar nombres extranjeros –dijo la empleada.
Por un momento Chungo y su madre se quedaron en silencio, se miraron con resignación, como diciendo que no podían pagar un abogado. Pero la empleada municipal retomó la palabra:
-Se puede cambiar el nombre, pero deben elegir un nombre en español o en náhuatl.
-Bueno, me llamaré Jesús Maravilla, como debía llamarme –aceptó Chungo.
La empleada municipal abrió una gaveta, sacó una ficha, escribió una nota y luego dijo a la madre de Chungo que podía pasar a la sección jurídica de la alcaldía, un abogado seguiría el proceso a través del programa de servicio social.





XICALAPA





Cuento de Walter Iraheta Nerio
Después de un largo rato de camino en la montaña Xicalapa, el joven Balam se detuvo junto a un riachuelo para beber agua, se inclinó hacia la charca y mientras bebía el virtuoso líquido, un presagio tomaba lugar en su mente. El joven trató de no turbarse y se entregó a mojar su negra melena.
Balam regresaba del pueblito de Toyos, a donde había viajado para buscar comprados que urgían a su madre. El sudor y la fatiga imponían descanso a mitad de la montaña, y Balam se entusiasmaba con la frescura de la quebrada.
De nuevo Balam deleitaba frescos sorbos de agua cuando advirtió un ruido que removía la hojarasca, un ruido que por breve y ligero le despertaba sospechas. Balam esperó un instante y al no oír más aquel ruido, dispuso seguir con su descanso.
Sentado sobre una roca, Balam pensaba que en sus quince años nunca dio importancia a los presagios, ahora no quería dejarse atrapar por supersticiones, y se entregó a mirar los helechos gigantescos que poblaban la ribera.
Como cada vez que se detenía en un camino, a Balam le gustaba contemplar los parajes, detalles en las plantas, en los animales y en la misma tierra. Le sorprendía la geometría perfecta de las nervaduras y el decorado de formas caprichosas en las hojas de los helechos.
Frente a la foresta Balam dejaba correr su fantasía y pensó que los inmensos helechos eran animales mitológicos, los gruesos tallos cobraban majestad y las hojas parecían alas de gigantescos pájaros convertido en arbustos.
Todo era gigantesco en la montaña Xicalapa, los árboles debían ser del inicio del planeta, se requería inclinar la cabeza hacia atrás para mirar los copos, arriba se extendían las ramas como techo, y se necesitaba tres hombres para abrazar un tronco.
A Balam también le gustaba mirar el combinado luminoso y delicado de las orquídeas, poseían tanta luz que iluminaban los troncos y las cortinas de lianas que flotaban en la foresta.
Parecía que la naturaleza compensaba la sombra del bosque, y las orquídeas estaban allí para fabricar luz. De las ramas de ceibos, chilamates y ujushtes colgaban orquídeas como soles y estrellas. En los troncos legendarios se extendía un tapiz de musgo, parecía un grueso abrigo que envolvía la espalda del árbol, justo donde el sol no calentaba. Era una simbiosis, el tronco daba la savia y el musgo daba el abrigo.
Balam se maravillaba con la perfecta perpendicularidad de las cañas, la equidistancia entre anillos y la textura metálica amarillenta como otra versión tubular de las orquídeas. También las cañas estaban allí para dar música con sus hojas de seda y el crujir de sus tallos.
Entre hojas y troncos Balam descubrió minúsculos escarabajos que ya conocía muy bien, pero le seguían maravillando. Era increíble ver como los escarabajos salían de la hojarasca oscura, y brillaban con sus corazas de metálico escarlata, oro, ópalo, esmeralda o pintados como mosaicos.
La misma sensación fantástica le producía el revoloteo de furtivas libélulas fluorescentes. Las libélulas hacían una danza veloz que dibujaba trazas geométricas en el aire, como un ritual. Después las libélulas planeaban para caer en picado sobre las charcas, y se elevaban con la velocidad de un parpadeo.
Mirar esos detalles de la naturaleza producía a Balam una armonía en su alma, minúsculos detalles en el universo de la montaña. Sin embargo le inquietaba mirar como la fantástica ingeniería de colores y formas de los insectos terminaba en un picotazo de pájaro. El arte de la vida terminaba en un picotazo. Pero, a la vez, los pájaros tenían sus propias maravillas y colores y cantos y jugueteos, que también le despertaban pena al pensar que tanta belleza terminaba en una tarascada de felino.
¿Cuánto tiempo tardaba un escarabajo en crecer y mostrar sus bellos colores pétreos o metálicos? La naturaleza era tal, una cadena de vida y muerte.
El extraño ruido volvió en sí a Balam y lo alertó a mirar en derredor, pero como regresara el silencio fijó sus ojos en la minúscula hierba de la playa que se alargaba junto a la charca. Allí descubrió insectos transparentes, pero no quiso regresar a la contemplación, aún tenía sed.
Balam tomó pequeños sorbos de agua, se tendió a ras de la pequeña charca para refrescar su ardiente rostro y regresó a la roca para seguir su descanso. Por el ruido sospechoso Balam tenía de nuevo el extraño presagio, batiendo entre su pecho.
Sobre las cumbres de la montaña Xicalapa, el joven Balam miró deslizarse bancos de neblina, por momentos la foresta quedaba escondida y el juego de sombras tachonaba los bosques con distintos tonos de verde, azul, marrón y gris.
Todo era tranquilidad, y en esa paz reposaba Balam, cuando el ruido sospechoso de nuevo removía la hojarasca.
Acostumbrado a los secretos avances de animales montañeses, Balam aprendió a diferenciar los ruidos que advertían cualquier presencia. Sabía distiguir los pasos de un zorro a los de un coatí, los pasos del puma eran casi inaudibles, pero los pasos del tigre no dejaba oír en absoluto ni el más leve roce de sus pisadas sobre la hojarasca. Balam sabía que el ocelote era muy audaz porque se emboscaba, pero sus saltos de avanzada lo delataban. Por supuesto, era muy notable cuando una estampida de dantos se aproximaba, pues removían los cerros con estrépito, en cambio se dificultaba advertir la llegada de una manada de monos congos, a no ser por las ramas que balanceaban en sus saltos.
Balam fue instruído por su padre en la tradición xicaque, para que supiera conducirse en la montaña. Balam podía evadir peligros, diferenciar sonidos, identificar huellas en la tierra. Por las formas de las huellas sabía qué tipo de serpiente se había deslizado, qué clase de escarabajo dejaba tales rastros. Diferenciaba además los olores animales esparcidos en el aire.
Balam aprendió que de todos los animales el más temible era el tigre, con abundante presencia en las leyendas que de voz en voz daban cuenta de tal voracidad, aunque paradójicamente era apacible. Tanta fiereza tenía el tigre que podía cortar de tajo el cuello a un venado, pero igual no era un animal insaciable. Lo temible del tigre llegaba porque era asustadizo, un animal asustado era incontrolable, por ello no se debía asustar al tigre, era mejor simular o ignorar su presencia, pero sin darle flanco de ataque.
Por esos relatos de fieras, durante las extensas travesías por la montaña Xicalapa, los lugareños xicaques viajaban en grupos, cuando no, llevaban sus lanzas y sus cuchillos de obsidiana para disuadir una embestida.
Cruzar los senderos de la montaña no era peligroso, aunque el riesgo de un ataque animal llegaba por el sentido de proteger su territorio. De todos modos, se decía Balam, no era agradable ser perseguido por una manada de traviesos monos congos, y mucho menos por el tigre.
Los pobladores de la montaña, el pueblo xicaque, raras veces bajaban a las villas de los ladinos, pues en las aldeas tenían sus propias industrias y cultivos comunitarios, conservaban sus costumbres y su lengua xicaque, y viajaban a los pueblos solamente para el trueque de sus productos por medicamentos o alguna herramienta.
Por fin, ante la persistencia del ruido entre la hojarasca, el joven Balam subió a un risco para cerciorarse de la llegada de alguna bestia. Quería saber si enfrentaba ya el asedio de ese adversario felino. Para ese momento Balam había observado los árboles que podían protegerlo, en caso que un tigre lo arremetiera, subiría a un árbol de tronco liso.
Desde el risco Balam sintió un ruido escandaloso de piedras que rodaban. Con suma precaución dispuso su lanza, apuntando hacia el lugar sospechoso. Aunque descartaba que fuese un tigre, porque no habían olores felinos en el aire.
Balam nunca había atacado a ningún animal, mucho menos a un felino de gran talla, pues, desde antes que se recordaran los nombres de los parajes y las cosas, la ley de la montaña Xicalapa vedaba matar animales, solamente en casos de defensa personal o para la alimentación se podía sacrificar a un animal. Aunque en las aldeas de la montaña criaban conejos, guajolotes o pescaban en el gran río.
La neblina envolvió la foresta, una brisa fría bajaba como señal de inminente aguacero. En tanto buscaba otro signo de presencia animal, Balam alistó su lanza, sentía agitados tamborileos entre su pecho, trataba de no alarmarse, pensaba como en otras veces que el enigma podría resultar convertido en un danto extraviado de su manada.
Los dantos siempre aparecían del silencio cuando andaban solos. Pero en manada, los dantos aunque bromistas, eran capaces de botar un árbol de un golpe con la frente. Pero esta vez el ruido era suave, y parecía ser de un pícaro coatí que iba buscando cangrejos entre rocas, así que removía la hojarasca.
Pensaba en el tigre, pensaba en el danto, pensaba en el coatí, el joven Balam tenía ya la decisión y el instinto listo para el ataque final. Estaba decidido a batirse con la lanza en cuanto descubriera el asalto de la bestia. El ruido estaba a pocos pasos, Balam aspiró cuanto aire pudo y lo retuvo entre su pecho.
Allí, junto a un grueso tronco estaba ya la temible fiera, se le podía oír por el ruido de sus pasos sigilosos.
-¡Pero no! –exclamó Balam.
Todos los presagios se sublimaron, Balam recobró su respiración normal, mientras se acomodaba en el risco para tener mejor vista.
-¡Un venado! –dijo Balam para sí.
Allí estaba el venado bajo el ramaje de los arbustos, echado sobre un lecho de hierbas.
Los ojos de Balam brillaron como azabaches y su rostro expectante ganó una sonrisa:
-¡Vaya misterio!
Balam recobró la paz y sintió la tibiesa del sol que de nuevo aparecía entre claros de los bancos de nubes.
-¡Qué alivio! No era el felino –dijo Balam, mientras miraba que el venado se escondía entre el follaje y la hierba.
Balam bajó la lanza de obsidiana, mientras miraba hacia los arbustos para averiguar por qué el venado no escapaba con su presencia. Un caso inquietante, porque los venados eran escurridísimos, no se dejaban acercar a pocos pasos.
Balam pensaba que era una suerte no haber tirado su lanza, y ciertamente se abstuvo de batir al venado, pues, otro presentimiento lo iluminó. Además nunca había atacado a un venado porque pesaba la tradición que el espíritu humano reencarna en el venado. Justamente xicaques quería decir: hombres venados.
A decir verdad Balam llevaba su lanza de obsidiana solamente para ahuyentar cualquier despistado animal que se le cruzara por el camino. Estaba seguro que tampoco mataría al tigre, solamente lo ahuyentaría, porque también la tradición decía que el tigre es el ser que nos conduce hacia el más allá, después de la muerte.
Finalmente el venado se alzó de un salto entre los arbustos, sin dejar de mirar y olfatear hacia todos lados. El venado dio un paso corto con cuidado, y en ese instante apareció otro pequeño venado.
Balam observaba que el animalillo con inquieto esmero alargaba su cuello, como queriendo beber con sus ojos aquel paisaje nuevo para él.
Se trataba de un venado recién nacido, y el animal grande era una venada.
-¡Vaya, que sorpresa! –exclamó Balam.
El sol ganó un trecho de cielo y dejó colar sus rayos por los bordes de las nubes, bordes dorados bajo los cuales nacía un arcoiris en el invierno de la montaña Xicalapa.

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