lunes, 9 de diciembre de 2013

FRAGMEMTOS DE LA NOVELA "De seudónimo Clara "

Nora Méndez, El Salvador




NORA MÉNDEZ





FRAGMENTO
“DE SEUDÓNIMO CLARA”, CAPÍTULO VIII.



Me duele la cabeza. Logro distinguir ese dolor en medio de otros menos físicos. Mi cuerpo se ha vuelto un cuarto a oscuras.  Alguien  vino y me apagó la luz, además, me ató  a la oscuridad, me dejó ciega y paralítica. No tengo puntos de referencia, si me muevo pienso que caeré o tropezaré. El poder reside en el mundo de las percepciones.  En la vida todo debe tener sentido, pero yo he vivido antes así, es decir, sin sentido, sin luz. Me estoy acostumbrando de nuevo. No puedo hacer nada. No puedo. Quizá he muerto y este tiempo sea un trámite necesario para llegar a algún lado. ¿Adónde llegaré? Me han quitado la luz como al pobre que no tiene dinero para pagarla, como al perro del hortelano castigado, como al loco que no sabe dormir, porque no tiene sentido. Me quema algo por dentro,  es como si me hubiesen puesto fuego en la sangre. ¿Llevo cuántos siglos ardiendo? Soy la bruja que escapó del caldero, la dragona escupe fuegos en los buses, la que los quema y grita Patria o Muerte Venceremos. Hoy mis alas están replegadas como las de un vampiro, y me siento de cabeza meditando un mundo que miro desde la única lumbre que me queda: las ideas. Estoy llorando de nuevo, me sorprende el dolor. Lo  curioso  es que veo luz a través de mis lágrimas. Despierta una sensación, es el dolor, que me asegura  “estás viva”. Es terrible arañar una misma cosa todo el tiempo, un túnel inconcluso y oscuro. Puedo miro sin mirar y sé que es un túnel, una caverna donde lucho por mantener el fuego. El cuarto de peluche, el cuarto frío, el frigorífico, el Polo Norte. Ahora mismo estoy con Santa Claus y todos los juguetes que no me trajo cuando niña. El cuarto de peluche es una metáfora macabra de las mentes criminales que asesoran a mi ejército mediocre para desmoralizar a la tropa de rebeldes muchachos guerrilleros. Un cuarto suave para golpear con fuerza, para cegar el golpe y que los gritos mueran en aquella tersedad de tinieblas tapizada por fuera con cuartones de madera barata. Un cuarto de peluche en otro contexto sería el cuarto inofensivo de una niña Barbie y no, el de una niña Frankenstein. Tropiezo. He caído de mi cabeza a un gancho, en esto que realmente es un cuarto frío donde mi cuerpo blanco cuelga como una res que será destazada. ¿Habrá más cuerpos que el mío? No huelo nada, no toco nada, sigo amarrada a lo oscuro, no puedo oler, tocar ni ver, eso me hace triplemente sola, vulnerable. No tiene sentido. Mi voz interna taladra, luego vienen los gendarmes a taladrarme de a dos o tres a la vez. Soy una res que va a ser destazada, me siguen serruchando y parten mi carne, una y otra vez y sigo aquí.  La que debiese estar aquí es Clara, pero se ha ido. Sólo por momentos logro sentirla y ser feliz, pues ella sabe qué hacer, siempre lo supo. Yo en cambio lloro, me gusta ver la luz a través de mis lágrimas, escribir mis recuerdos. Pero hoy no puedo. No tengo manos ni papel, y aunque los tuviera no los vería, solo tengo el polvo que se acumula en los objetos, en la memoria.  Me gusta la luz. Me puse Clara por eso y por aquel personaje de La Casa de los Espíritus. Me da miedo la oscuridad. De chiquita mi hermana me apagaba la luz de la sala y yo tenía que correr hasta mi cama gritando. Mi hermana fue el primer torturador. ¿Quién sigue, quién  me va a torturar hoy? 


Carátula de Novela



Fragmento De seudónimo Clara, Capítulo VIII.



Me han traído alimentos. Estoy en un nuevo capítulo de esta obra terrorífica. Tomo –ofuscada- lo que me ofrecen, ingiero el alimento con la venda puesta,  mientras escucho al hombre que los ha traído y que no me grita. Me cuenta que sus padres le decían de pequeño que leer engrandece a los hombres. ¿Qué tan noble será leer las declaraciones de gente drogada y corrompida por el dolor? Da igual, él está aquí por alguna razón que yo desconozco y no precisamente por haber nacido para el mal. Éramos al fin y al cabo dos seres enfrentados por las circunstancias. Pero no somos iguales. Ellos me tienen contra mi voluntad, pues trabajan para una institución que por dinero los obliga a comportarse como bestias. Me tiene aquí porque derribo a diario cajas telefónicas y postes, es decir, son guardianes del dinero del Estado, que es del pueblo, que a su vez los mantiene, pero cuidan ese dinero porque es de otros, los ladrones que pagan su mal ejemplo. Los dueños del planeta y de una maldad ciclópea, arraigada justamente a la derecha donde yo coloco bombas.  Mis causas, en cambio, son otras,  tal vez menos claras y hasta estúpidas, pero otras. No me reclutaron a la fuerza, yo estoy luchando contra ellos porque así lo he decidido. Estoy  porque hay gente pobre, más que yo y mi madre, además, yo busco la forma de cambiar tanta injusticia. No sé ni me importa cómo se irán a leer estas gestas revolucionarias de aquí a mil años, yo y otros entramos por puro amor y no por odio de clase. Él es pueblo, como al pueblo que digo querer salvar y eso me jode, pues no puedo odiarle. Me pide que le escriba una carta para una de sus novias a la que no ve en semanas. A lo mejor sigo soñando. No me saca la venda para hacerlo, así que escribo las palabras de memoria, termino apurada el panfleto amoroso con su aprobación y regocijo. Pienso en el amor, pienso en mi madre y abuela. ¿Qué habrá pasado con ellas?

De pronto dice algo que me saca de la locura. Me está hablando de mi padre, de mis abuelos. Habla como si los conociera de un tiempo lejano, cuando mi padre era pequeñito. Vivían entonces por el Cinelandia, en una casa con grandes balcones, quizás fueron vecinos con este policía. La familia es la carnada que utilizan todo el tiempo para volverte al piso, para patearte el alma, para ahogarte el pensamiento, para electrocutarte la más mínima esperanza, para asfixiarte y quitarte la luz, esa luz que está en tu cerebro y que nadie más mira, la cual es necesaria destruir con la niebla. Pero yo no quiero a mi papá, tampoco quiero tanto que se diga a esos abuelos. Se jodieron los cuilios.

Mi padre. No puedo preguntarme por mi padre. Es algo que nunca he hecho. Es como el abismo o la piscina para grandes, donde mi abuela y mi madre me dijeron “nunca.” Una vez inventé uno, un padre, para calmar a la sociedad colegial que lo aclamaba. En mi cuento de hadas, mis padres se divorciaban y yo era la víctima a la que todas mis amigas abrazaban y convidaban panes y sodas en el recreo. ¡Gracias, papi! Algo me diste, un poco de comida y efímera fama. ¡Mis abuelos!, sí, es cierto, me diste a mis abuelos pero más bien mis abuelos ya estaban, vos no me los distes, sólo los trajiste. Son buenos pero medio sádicos, me atormentan horrores con toda la lista de modales cívicos y sociales. Mis abuelos, que al igual que mi madre prefieren, a mi hermana, son parte de un árbol genealógico plagado de enemigos, que a lo mejor  en algún momento tendré que dinamitar. 

Fragmento De seudónimo Clara, Capítulo VIII. 
*Este segmento de la novela ha sido proveído por la autora de la novela.

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