miércoles, 8 de abril de 2009

El espejo de mis recuerdos-Sami Michel

Sami Michel, El Salvador




___El espejo de mis recuerdos__
[Cuento]


Me puse consentida frente a mi espejo, a contemplar las cuantas arrugas que reflejan en mi rostro la madurez de los años que están por llenar mi vida de ilusiones, que de seguro serán diferentes a las que había sentido en mi juventud; y a examinar mi cabello que perdía brillo a causa del tinte con el cual yo trataba, pero en vano, de ocultar las docenas de las elegantes canas. Allá, en el fondo del espejo, el ángel de mi adolescencia me transportó a aquellos inocentes años. Una excitable sonrisa agitó en mi alma los recuerdos. Me trasladé a aquella recámara centrada al lado derecho del pasillo de la entrada principal, entre la sala familiar y el dormitorio de mis padres. Era mi refugio al ensueño por veces y por otros a la melancolía, y era quien grabó paso a paso mis travesuras y los pretextos de sentirme enferma, para poder aislarme con el hombre que excitaba mi pubertad y me ponía en contra de las enseñanzas de mi padre, de no entregar mi cuerpo antes de llegar al matrimonio.

Era una recámara sumisa, pero lo suficiente amplía para que la ocupen dos camas y un sofá; una cómoda separaba entre la cama de mi hermana y la mía. Cuando mamá se aburría de ver las camas en el mismo orden, o quizás para estimular nuestra imaginación y renovar la energía, las cambiaba si papá se lo permitía, aunque podría estar segura de que lo hacía por el simple hecho de un cambio; mamá no tenía conocimiento de tantas supersticiones.

Un retrato de Jesús en brazos de María, engalanaba la pared que nunca se cambió de blanco. Un exagerado orden se mantenía dentro del guardarropa que llenaba gran parte de una de las paredes; a la par, era inútil sacarle más brillo al espejo del tocador, y el polvo no tenía cabida en aquel reducido mundo. Una ventana de dos grandes hojuelas de vidrio transparente enmarcadas con madera, se mantenía abierta para aprovechar la brisa durante el verano, y dejar traspasar la luz de la luna por entre las defensas de hierro que la decoraban. Según especulaba la gente, esta luz causa dolor en la cabeza, por lo que papá se encargaba de cerrar las persianas de madera después de las diez, y de revisar que estemos bien tapados y que las frazadas no se hayan deslizado. La puerta de hierro que daba a la terraza, siempre reservó el color vino mate para combinar con el brillante gris de la ventana, y el sol que hacía alianza con el hálito frio de la madrugada, penetraba al abrir las gruesas vitrales de mosaico en cuadritos.

Mis papás esperaban los domingos para tomar el café de las seis, y para extasiarse con los cantos matutinos de los pájaros y con el olor de los árboles de pino que irrumpía el espacio. Lo único molesto en este lugar era el cementerio en el terreno en frente, que había tragado el último de sus ricos dueños y que estaba casi abandonado. Papá se autorizaba para limpiar el pasto alrededor y mantener un paisaje que no ofendía. Yo odiaba pasar a la par; siempre les tuve terror a los muertos, y pensaba que sin aviso alguno, saldrían de la tumba a dar un espectáculo. Algunos niños jugaban al escondite entre el herbaje crecido, saltaban en el techo y hasta tocaban a la puerta de color verde para perturbar a los cadáveres.

Para no contrariar a mi padre que le molestaba la luz, alegando que la factura de la electricidad era alta, y con tal de conseguir el sueño, ocultaba la radio grabadora bajo las sábanas para escuchar las canciones románticas de Aabed Al Halim Hafez y de Warda Al Jazairia, que según el estado de ánimo en el cual me encontraba, me levantaban a un paraíso de júbilo, o me sacaban lágrimas de enamorada, cada vez que papá se encaprichaba y me prohibía seguir soñando con quien para él era un vago.

Mamá aprovechaba el domingo para relajar su cuerpo encima de mi cama. Creo que se le corría a mi padre en su siesta después del almuerzo; al parecer le habían aburrido sus caricias. Una sensación inexplicable que ella decía sentir, cuando las yemas de mis dedos le jugaban el pelo, su cabeza en mi regazo.

Todavía parada frente a mi espejo, cerré los ojos para tratar de conservar la imagen del rostro de mi madre y de su fino pelo, y disfrutar de este recuerdo que difícilmente sus momentos regresarían a alegrar mis tardes. Repasé en mi memoria sus consejos y enseñanzas, y me dolió palpar su vergüenza después de haber descubierto la entrega de mi cuerpo al amor, y su timidez por atrever a reclamarme el daño que me estaba provocando. También deseé volver a escuchar los regaños y sermones de mi padre, desafiarlo para vivir una vez más un amor que me hiciera temblar hasta los huesos, y que me provocara llantos y risas.

Me entraron ganas locas de volver a introducirme en aquel mundo, que en aquel entonces me desesperaba. Un agrio sentimiento me invadió; no pude evitar que una lágrima dejara huella sobre el tocador y me sacudiera de mis alusiones. Ahora, me encuentro añorando aquel mundo. Nunca será igual como antes.
(c)Sami Michel, 2009

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