jueves, 6 de marzo de 2025

LA POESÍA, ESE ÁMBITO DE MEMORIA Y SILENCIO. EL ENCUENTRO ESPERANZADO DEL HORIZONTE

 



LA POESÍA, ESE ÁMBITO DE MEMORIA Y SILENCIO. EL ENCUENTRO ESPERANZADO DEL HORIZONTE

 

 

 

«La poesía es un ideal inalcanzable.

El sufrimiento y el arte del poeta consisten en vivir

en el filo entre la palabra y la nada»

ANA BLANDIANA

 

 

La poesía en su valor más universal nos conduce siempre a los ámbitos de la memoria, sin negar los tiempos de silencio, o esa búsqueda de horizontes esperanzados, mismos que abren las ventanas del alma, esos que bullen como un rictus en el ojo húmedo de la página. En su ensayo, La poesía entre el silencio y el pecado, la escritora Ana Blandiana, expresa: «me refiero a la evolución de la poesía como un ideal, concebido como una intensificación del poder de sugestión, en el que decir lo menos posible para sugerir lo más posible puede convertirse en no decir nada para sugerirlo todo. Un ideal absurdo en la medida en que implica, para su cumplimiento, la desaparición de la poesía. Y un ideal, también, que, por mucho que quiera acercarse a él, ningún poeta alcanzará nunca, porque ninguno aceptará renunciar a sus palabras. El sufrimiento y el arte del poeta consisten en vivir en el filo entre esas palabras y la nada.»

La poesía urde en efecto, sueños y, a menudo, necesarios para subsistir. Supongo que la poesía es también experiencia vivida y vívida, una especie de extravío permanente en la matriz del alfabeto. Quien vive a flor de piel las semanas, la cotidianidad, celebra la embriaguez de la cumbre, el poema consumado. Uno escribe desde el corazón todos los crepúsculos que dispara la soledad, todos los fulgores que contiene un candil encendido. Francisco Murcia Periáñez lo sabe desde su alma anegada de huecos, de albas e historias que trastabillan en los «pesados silencios» de la soledad.

La obra que aquí nos ocupa posee diferentes llamas de pensamiento, luminosas derivas a voluntad del poeta. Poesía esencialmente sentida, sin trivialidades, fraguada en el rigor del oficio. Es en todo caso, una poética versátil; sus palabras resuenan con intensidad, la emoción que solo se ve en poetas comprometidos con el oficio de ser poetas. Toda una experiencia de vida llevada al lenguaje, tal como bien lo expresa en uno de sus poemas: «ebrio de vino mi cuerpo y mi alma, / ebria de soledad y de pesados silencios.»  Una exactitud que culmina en su propia escritura, cicatriz de esa herida que lo nombra y lo respira correctamente desnudo.  «Penas, penas y más penas.”, nos dice el poeta y agrega: “almas abandonadas que nos sentimos perdidas, / bebemos esa ternura que nos ofrece la pena/ y maldecimos la angustia que nos devora por dentro.» Resulta difícil no encontrar eco en estos versos y que en mi opinión es una especie de epifanía, una visión marcada por las vivencias.

Las diversas construcciones que el poeta realiza, resultantes de su interacción con el entorno, con sus vivencias, constituye la parte fundacional del poema, es decir, los espacios imaginarios en la poesía que nutre y desemboca en «experiencia vital». Las tensiones que suscita el tiempo, el entorno, la inmersión en el mundo de los sueños (casi como un enclaustramiento), los descensos, ascensos, en el momento de la escritura, es lo que le da a ésta y al poeta una perspectiva unívoca. Estos imaginarios (espacios psicológicos) se organizar al punto de constituir la experiencia del poeta. De ahí esa voz gangosa y oxidada: “mariposa y golondrina” encarnando lo que bien puede denominarse tráfago en un contexto de realidades e irrealidades, lo posible y lo no posible, esa constante del espíritu y sus posibilidades.

Sentimientos e imaginarios, como elementos tensionales, conforman esos espacios que a continuación, procuro delinear. Generalmente para el poeta hay un lugar mítico, todo aquel bagaje que deviene de su infancia como elemento acumulador y nutriente en la conformación del poema y una poética; también, el espacio (dentro de ese imaginario) que ocupa el entorno como referente de escritura; y, finalmente, lo íntimo y cotidiano como especies individuales. Así tenemos, en palabras de Antonio. Colinas, que «la mejor poesía no es la que refleja la realidad, sino la que la trasciende». El poeta parte, como refiere (Susana A. Fernández), en sus versos de una realidad concreta, si bien su propósito es desvelar el significado último de dicha realidad.

 

Es mi noche la noche

de las más negras tinieblas,

tiembla mi cuerpo y mi alma

y tiembla mi vida entera,

buscando la luz que sueño

entre escombros de ilusiones.

Los ocasos me niegan el brillo de los luceros,

Y no encuentro el firmamento

donde sembrar mis estrellas.

 

Realidad que, adentrada en el sujeto se torna sentida vivencia trascendida y contagia los estados anímicos al punto de convertirse en referencia de sentimientos genuinos. Cada poema nos ofrece matices de referencia de esos paisajes íntimos de silencios derramados en el nombre de las cosas, efusión abrasadora de sentimientos.  Lo más notable de este poemario, tiene que ver con la poética de lo imaginario y ahí está en mi opinión su valor poético; es decir, como sostiene Valentina de Antonio Domínguez:   una «semántica imaginaria», constituida por los símbolos y  mitos poéticos, y una «sintaxis imaginaria», formada según García Berrio por los «esquemas de especialización fantástica», en los cuales se insertan los símbolos, expresando «movimientos pulsionales», que forman los esquemas de movimiento y los diseños de fuerzas en equilibrio, al punto de llegar a poeticidad, (cualidad de lo poético, según la RAE). Y no solo eso, la memoria posee fuerza liberadora, el alma desolada se transforma en aspiración trascendente, en conciencia, como lo diría Juan Ramón Jiménez.

El poeta, decía Alexander Blok, no es tal porque escriba en verso, sino porque dota de armonía al sonido y a la palabra, porque él es hijo de la armonía. Rescatar y reivindicar el mundo a través de la palabra. Ir al origen y regresar con revelaciones: la experiencia trascendida es lo que hace de los espacios de la memoria y el silencio, materia fundacional. Así tiene sentido la materialidad del «Don de la ebriedad» de Claudio Rodríguez. La experiencia es única, indiscutible, sin duda. Por lo demás, aunque el concepto de «Trocitos», título del poemario, nos propicie la idea de fragmentación, o diferentes planos como una especie de montaje, lo cierto es que están concatenados, poéticamente hablando. En todo caso la poesía, es algo así como expresaba Luis Rosales: un ingrediente que puede salvarte o condenarte; en este entorno espiritual, la poesía salva, desde luego. El fecundo lirismo del poeta lo lleva a esta toma de conciencia; y por más dolor que haya en estos versos, el encuentro con la palabra resulta una suerte de esperanza, veamos:

 

Repaso las estanterías de mis recuerdos,

Cuánto polvo acumulado, cuántas grietas.

Cuánto hueco con ese olor a pasado,

remoto, perdido en el tiempo,

pero anclado a mi memoria como un clavo

que arde y quema por dentro.

 

En estos poemas de repensar y repasar la estantería de los recuerdos, se rescata la imagen de diversos elementos del entorno esencial: se evoca el paso del tiempo, la añoranza (recurrencia de recuerdos); los fuegos que se prenden en el extrañamiento. Realidad que bien puede sintetizar un verso lapidario de José Agustín Goytisolo, «La evocación perdura no la vida». Y así, «lloramos, ya lejos, con los ojos», tal como nos lo sugiere JR. Jíménez. O como Francisco Murcia Periáñez, el poeta de este poemario nos lo expresa: «ebria de soledad y de pesados silencios.» La imagen del sueño perdido (Paraíso de Milton, o Edénico) y sus antípodas, en cuya existencia encontramos, las más elocuentes impresiones del yo poético interior, el que se debate en cuerpo y alma, invoca y respira esa: «ternura que nos ofrece la pena / y maldecimos la angustia que nos devora por dentro

En general el rasgo fundamental de la poesía lírica es procurar atar mediante las palabras, los versos, el poema, la vivencia íntima de su mundo interior o exterior para liberarla mediante el uso de la memoria que indiscutiblemente el tiempo se encarga de erosionar o de sedimentar, entendido como revelación del yo. «Trocitos», me parece que sintetiza muy bien la preocupación existencial del poeta: el tiempo, es solo una pequeña eternidad, dura lo que una gota de rocío al caer desviste, abre el pecho. Lo interna en esas líneas del abatimiento, de las afirmaciones doloridas de la materia hecha palabra:

 

Ebria de penas … vino mi sombra …

ya no conoce la senda,

ya no hay luz que la sostenga y vaga

perdida entre sueños de penumbras y tinieblas.

 

En el contexto de lo íntimo y cotidiano, el poeta no escapa en hacer algunas confesiones sobre su vida. Así, el yo poético nos dice: «Me creía tan libre, tan fuerte, tan grande, / que desprecié los mensajes que la muerte me enviaba.» De tal forma que, desde esa confesionalidad, la realidad vivida con la realidad creada se fusiona, para convertirse en una sola transparencia. Su mirada y, conlleva la más sincera interpretación de lo que van percibiendo mis cinco sentidos, y de lo que les va impresionando. Es una explosión que, en ocasiones, el poeta tiene el imperativo de dejar sellada en el papel ese luminoso desasosiego. de ahí que el poeta hecho palabra procure trascender en toma de conciencia: «Más hoy yazgo en este hueco, pozo de sombra y silencio, / donde la tierra reclama los átomos de mis huesos.»

En uno de los tantos poemas de la presente Antología, el poeta nos muestra esa extraña atmósfera donde respira, también el clima feroz que da pie el poema. El poema como culminación de ese espacio en tensión con el entorno, la succión del alma del poeta. Ese instante de erosión de la realidad. «Una lágrima resbala a espaldas de la muralla, / y una sonrisa se pierde oculta entre sus orillas.» La poesía no deja de sonar como un extraño espejo, como un meandro de dolor insinuado por el aire de los sueños que esculpimos.

Pedro Ruiz Pérez, afirma en «El lenguaje poético después de la estilística. Cuestiones de historia y materia», Univ. de Córdoba, que en «los límites del propio poema en el que nace y se mantiene, hay una complicidad que se materializa en complicidad con el lenguaje. «Entre ese espacio de la privacidad que constituye la experiencia personal del autor, y el espacio de lo público, que se establece con la comunicación lingüística; ambos elementos, ambos espacios, quedan trascendidos en la experiencia de lenguaje y de conocimiento que constituye el poema en su actualización.»  Francisco Murcia Periáñez, lo sabe. Y, además, es consciente de ese impulso vital que le permite encadenar imágenes de emotiva trascendencia, su quehacer poético está afincado en una tradición poética sólida, no en iluminaciones a manera de chispazos más o menos ingeniosos, sino en un trabajo vertebrado en el que, sin duda, explora su mundo interior, sus vivencias, el territorio de su espiritualidad. Su libro no constituye un punto de llegada, sino una memoria que indaga en su travesía. «Con recuerdos de esperanzas / y esperanzas de recuerdos», tal como lo dijese don Miguel de Unamuno. Cierro esta travesía, a manera de colofón, con unos versos del poeta Murcia Periáñez, mismos en lo que su palabra revela el silencio que se va haciendo, o la memoria que avanza en el tiempo:

 

 

Desciende sinuosa la lágrima por mi mejilla

como desciende vacilante la gota de lluvia por el cristal.

Fuera, frío, viento y hojas muertas.

Dentro, palabras y más palabras, y el silencio.

Tal vez dentro esté ya el muerto, que duerme,

porque no encuentra palabras para celebrar su entierro.

 

 

 

André Cruchaga,

Barataria, 01.07.2021

Latitud: 13.69, Longitud: -89.19 13° 41′ 24″

Norte, 89° 11′ 24″ Oeste


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