LA
POESÍA, ESE ÁMBITO DE MEMORIA Y SILENCIO. EL ENCUENTRO ESPERANZADO DEL
HORIZONTE
«La
poesía es un ideal inalcanzable.
El
sufrimiento y el arte del poeta consisten en vivir
en el
filo entre la palabra y la nada»
ANA BLANDIANA
La poesía en su
valor más universal nos conduce siempre a los ámbitos de la memoria, sin negar
los tiempos de silencio, o esa búsqueda de horizontes esperanzados, mismos que
abren las ventanas del alma, esos que bullen como un rictus en el ojo húmedo de
la página. En su ensayo, La poesía entre
el silencio y el pecado, la escritora Ana Blandiana, expresa: «me refiero a
la evolución de la poesía como un ideal, concebido como una intensificación del
poder de sugestión, en el que decir lo menos posible para sugerir lo más
posible puede convertirse en no decir nada para sugerirlo todo. Un ideal
absurdo en la medida en que implica, para su cumplimiento, la desaparición de
la poesía. Y un ideal, también, que, por mucho que quiera acercarse a él,
ningún poeta alcanzará nunca, porque ninguno aceptará renunciar a sus palabras.
El sufrimiento y el arte del poeta consisten en vivir en el filo entre esas
palabras y la nada.»
La poesía urde en
efecto, sueños y, a menudo, necesarios para subsistir. Supongo que la poesía es
también experiencia vivida y vívida, una especie de extravío permanente en la
matriz del alfabeto. Quien vive a flor de piel las semanas, la cotidianidad, celebra
la embriaguez de la cumbre, el poema consumado. Uno escribe desde el corazón
todos los crepúsculos que dispara la soledad, todos los fulgores que contiene
un candil encendido. Francisco Murcia Periáñez lo sabe desde su alma anegada de
huecos, de albas e historias que trastabillan en los «pesados silencios» de la
soledad.
La obra que aquí
nos ocupa posee diferentes llamas de pensamiento, luminosas derivas a voluntad
del poeta. Poesía esencialmente sentida, sin trivialidades, fraguada en el
rigor del oficio. Es en todo caso, una poética versátil; sus palabras resuenan
con intensidad, la emoción que solo se ve en poetas comprometidos con el oficio
de ser poetas. Toda una experiencia de vida llevada al lenguaje, tal como bien
lo expresa en uno de sus poemas: «ebrio
de vino mi cuerpo y mi alma, / ebria de soledad y de pesados silencios.» Una exactitud que culmina en su propia
escritura, cicatriz de esa herida que lo nombra y lo respira correctamente
desnudo. «Penas, penas y más penas.”, nos dice el poeta y agrega: “almas abandonadas que nos sentimos
perdidas, / bebemos esa ternura que nos ofrece la pena/ y maldecimos la
angustia que nos devora por dentro.» Resulta difícil no encontrar eco en
estos versos y que en mi opinión es una especie de epifanía, una visión marcada
por las vivencias.
Las diversas
construcciones que el poeta realiza, resultantes de su interacción con el
entorno, con sus vivencias, constituye la parte fundacional del poema, es
decir, los espacios imaginarios en la poesía que nutre y desemboca en «experiencia
vital». Las tensiones que suscita el tiempo, el entorno, la inmersión en el
mundo de los sueños (casi como un enclaustramiento), los descensos, ascensos,
en el momento de la escritura, es lo que le da a ésta y al poeta una
perspectiva unívoca. Estos imaginarios (espacios psicológicos) se organizar al
punto de constituir la experiencia del poeta. De ahí esa voz gangosa y oxidada:
“mariposa y golondrina” encarnando lo que bien puede denominarse tráfago en un
contexto de realidades e irrealidades, lo posible y lo no posible, esa
constante del espíritu y sus posibilidades.
Sentimientos
e imaginarios, como elementos tensionales, conforman esos espacios que a
continuación, procuro delinear. Generalmente para el poeta hay un lugar mítico,
todo aquel bagaje que deviene de su infancia como elemento acumulador y
nutriente en la conformación del poema y una poética; también, el espacio
(dentro de ese imaginario) que ocupa el entorno como referente de escritura; y,
finalmente, lo íntimo y cotidiano como especies individuales. Así tenemos, en
palabras de Antonio. Colinas, que «la
mejor poesía no es la que refleja la realidad, sino la que la trasciende». El
poeta parte, como refiere (Susana A.
Fernández), en sus versos de una realidad concreta, si bien su propósito es
desvelar el significado último de dicha realidad.
Es mi noche la noche
de las más negras tinieblas,
tiembla mi cuerpo y mi alma
y tiembla mi vida entera,
buscando la luz que sueño
entre escombros de ilusiones.
Los ocasos me niegan el brillo de los luceros,
Y no encuentro el firmamento
donde sembrar mis estrellas.
Realidad
que, adentrada en el sujeto se torna sentida vivencia trascendida y contagia
los estados anímicos al punto de convertirse en referencia de sentimientos
genuinos. Cada poema nos ofrece matices de referencia de esos paisajes íntimos
de silencios derramados en el nombre de las cosas, efusión abrasadora de
sentimientos. Lo más notable de este
poemario, tiene que ver con la poética de lo imaginario y ahí está en mi
opinión su valor poético; es decir, como sostiene Valentina de Antonio
Domínguez: una «semántica imaginaria», constituida por los símbolos y mitos poéticos, y una «sintaxis imaginaria»,
formada según García Berrio por los «esquemas
de especialización fantástica», en los cuales se insertan los símbolos,
expresando «movimientos pulsionales»,
que forman los esquemas de movimiento y los diseños de fuerzas en equilibrio,
al punto de llegar a poeticidad, (cualidad de lo poético, según la RAE). Y no
solo eso, la memoria posee fuerza liberadora, el alma desolada se transforma en
aspiración trascendente, en conciencia, como lo diría Juan Ramón Jiménez.
El poeta, decía
Alexander Blok, no es tal porque escriba en verso, sino porque dota de armonía
al sonido y a la palabra, porque él es hijo de la armonía. Rescatar y
reivindicar el mundo a través de la palabra. Ir al origen y regresar con
revelaciones: la experiencia trascendida es lo que hace de los espacios de la
memoria y el silencio, materia fundacional. Así tiene sentido la materialidad
del «Don de la ebriedad» de Claudio
Rodríguez. La experiencia es única, indiscutible, sin duda. Por lo demás,
aunque el concepto de «Trocitos», título del poemario, nos propicie la idea de
fragmentación, o diferentes planos como una especie de montaje, lo cierto es
que están concatenados, poéticamente hablando. En todo caso la poesía, es algo
así como expresaba Luis Rosales: un ingrediente que puede salvarte o
condenarte; en este entorno espiritual, la poesía salva, desde luego. El
fecundo lirismo del poeta lo lleva a esta toma de conciencia; y por más dolor
que haya en estos versos, el encuentro con la palabra resulta una suerte de
esperanza, veamos:
Repaso las estanterías de mis recuerdos,
Cuánto polvo acumulado, cuántas grietas.
Cuánto hueco con ese olor a pasado,
remoto, perdido en el tiempo,
pero anclado a mi memoria como un clavo
que arde y quema por dentro.
En estos poemas
de repensar y repasar la estantería de los recuerdos, se rescata la imagen de
diversos elementos del entorno esencial: se evoca el paso del tiempo, la
añoranza (recurrencia de recuerdos);
los fuegos que se prenden en el extrañamiento. Realidad que bien puede
sintetizar un verso lapidario de José
Agustín Goytisolo, «La evocación
perdura no la vida». Y así, «lloramos,
ya lejos, con los ojos», tal como nos lo sugiere JR. Jíménez. O como Francisco Murcia Periáñez, el poeta de este
poemario nos lo expresa: «ebria de
soledad y de pesados silencios.» La imagen del sueño perdido (Paraíso de
Milton, o Edénico) y sus antípodas, en cuya existencia encontramos, las más
elocuentes impresiones del yo poético interior, el que se debate en cuerpo y
alma, invoca y respira esa: «ternura que
nos ofrece la pena / y maldecimos la angustia que nos devora por dentro.»
En general el
rasgo fundamental de la poesía lírica es procurar atar mediante las palabras,
los versos, el poema, la vivencia íntima de su mundo interior o exterior para
liberarla mediante el uso de la memoria que indiscutiblemente el tiempo se
encarga de erosionar o de sedimentar, entendido como revelación del yo. «Trocitos»,
me parece que sintetiza muy bien la preocupación existencial del poeta: el
tiempo, es solo una pequeña eternidad, dura lo que una gota de rocío al caer
desviste, abre el pecho. Lo interna en esas líneas del abatimiento, de las
afirmaciones doloridas de la materia hecha palabra:
Ebria de penas … vino mi
sombra …
ya no conoce la senda,
ya no hay luz que la
sostenga y vaga
perdida entre sueños de
penumbras y tinieblas.
En el contexto de
lo íntimo y cotidiano, el poeta no escapa en hacer algunas confesiones sobre su
vida. Así, el yo poético nos dice: «Me
creía tan libre, tan fuerte, tan grande, / que desprecié los mensajes que la
muerte me enviaba.» De tal forma que, desde esa confesionalidad, la
realidad vivida con la realidad creada se fusiona, para convertirse en una sola
transparencia. Su mirada y, conlleva la más sincera interpretación de lo que
van percibiendo mis cinco sentidos, y de lo que les va impresionando. Es una
explosión que, en ocasiones, el poeta tiene el imperativo de dejar sellada en
el papel ese luminoso desasosiego. de ahí que el poeta hecho palabra procure
trascender en toma de conciencia: «Más
hoy yazgo en este hueco, pozo de sombra y silencio, / donde la tierra reclama
los átomos de mis huesos.»
En uno de los
tantos poemas de la presente Antología, el poeta nos muestra esa extraña
atmósfera donde respira, también el clima feroz que da pie el poema. El poema
como culminación de ese espacio en tensión con el entorno, la succión del alma
del poeta. Ese instante de erosión de la realidad. «Una lágrima resbala a espaldas de la muralla, / y una sonrisa se pierde
oculta entre sus orillas.» La poesía no deja de sonar como un extraño
espejo, como un meandro de dolor insinuado por el aire de los sueños que esculpimos.
Pedro Ruiz Pérez,
afirma en «El lenguaje poético después de
la estilística. Cuestiones de historia y materia», Univ. de Córdoba, que en
«los límites del propio poema en el que nace y se mantiene, hay una complicidad
que se materializa en complicidad con el lenguaje. «Entre ese espacio de la
privacidad que constituye la experiencia personal del autor, y el espacio de lo
público, que se establece con la comunicación lingüística; ambos elementos,
ambos espacios, quedan trascendidos en la experiencia de lenguaje y de
conocimiento que constituye el poema en su actualización.» Francisco Murcia Periáñez, lo sabe. Y,
además, es consciente de ese impulso vital que le permite encadenar imágenes de
emotiva trascendencia, su quehacer poético está afincado en una tradición
poética sólida, no en iluminaciones a manera de chispazos más o menos
ingeniosos, sino en un trabajo vertebrado en el que, sin duda, explora su mundo
interior, sus vivencias, el territorio de su espiritualidad. Su libro no
constituye un punto de llegada, sino una memoria que indaga en su travesía. «Con recuerdos de esperanzas / y esperanzas
de recuerdos», tal como lo dijese don Miguel de Unamuno. Cierro esta
travesía, a manera de colofón, con unos versos del poeta Murcia Periáñez,
mismos en lo que su palabra revela el silencio que se va haciendo, o la memoria
que avanza en el tiempo:
Desciende sinuosa la lágrima por mi mejilla
como desciende vacilante la gota de lluvia por el cristal.
Fuera, frío, viento y hojas muertas.
Dentro, palabras y más palabras, y el silencio.
Tal vez dentro esté ya el muerto, que duerme,
porque no encuentra palabras para celebrar su entierro.
André Cruchaga,
Barataria, 01.07.2021
Latitud: 13.69, Longitud:
-89.19 13° 41′ 24″
Norte, 89° 11′ 24″ Oeste
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