Elena Salamanca, El Salvador
Fotografía tomada de Carátula
LA FAMILIA O EL OLVIDO
La memoria
I
En algún lugar del mundo una mujer ve a un hombre. Lo reconoce, lo persigue. Corre por la calle tras él como corren las adolescentes detrás de las estrellas de cine. Lo alcanza. Frente a frente, el hombre no la reconoce. Nunca antes la ha visto, no la conoce. La mujer le pide tomarse una foto, como piden las adolescentes a las estrellas de cine. El hombre, un viejo, accede como acceden las estrellas de cine. Posan para la cámara, medio sonríen y medio se abrazan, como posan, abrazan y sonríen las estrellas de cine con desconocidas.
Un día la mujer volverá a su casa, correrá a un álbum familiar y encontrará al hombre. Es igual. Es como si su padre hubiera envejecido veinte años. Es como si su padre nunca hubiera muerto.
El olvido
I
Dos mujeres entran a una cafetería. Llevan una jaula. Se sientan y piden el menú, ordenan: pan, café, té y azúcar.
Una es vieja, la otra es joven. La joven recibe el pan y lo entrega a la vieja. La vieja lo desmigaja sobre un platillo, abre la jaula y lo sirve:
- ¿Ya compramos el pan?
- Ya lo compramos.
- ¿Cuántos panes compramos?
- Tres.
- El refrigerador se está llenado de hielo.
- Se descongelará.
- ¿Ya cayeron las hojas del árbol del patio?
- Ya cayeron.
- ¿Quién las barrerá?
- Alguien barrerá el patio.
- ¿Ya está comiendo?
- Sí, ya come.
- No, no, la niña ¿ya está comiendo?
La niña es una estela en los ojos ciegos de la vieja. La niña no existió, o la crió hace tiempo. La niña murió o se fue, quién sabe, y ellas se quedaron con los pájaros.
Llenaron la casa de jaulas con pájaros, las abrieron, dejaron a los pájaros andar por la casa como un huésped. Dormían en los zapatos y defecaban en las figurillas de porcelana como defecan las palomas sobre los héroes de las plazas.
Cuando salían, llevaban a los pájaros en la cartera, en el pecho como un prendedor; los pájaros subían por las ropas hasta instalarse en la cabeza, Qué bonito sombrero, señoras, les decían, qué bonito sombrero que vuela con el viento y no regresa como los sombreros que pierden los niños cuando no los atan a su cabeza, como los globos que suben a la inmensidad cuando los pierden los niños en el parque como los pájaros que salen de la jaula.
Los pájaros cantaban cuando alzaban vuelo y ellas, con lágrimas, les decían adiós con la mano.
Adiós, pájaro,
adiós.
La casa quedó llena de plumas y de mierda, de cascarones de huevos y de mierda, de una capa fina de mierda que dejaron los pájaros en las tacitas y en la mesas como la dejan las palomas sobre los héroes y sobre las naciones, sobre la memoria y el olvido.
Y ellas decidieron salir.
El mesero se acerca con otra bandeja de pan. Coloca dos panes más sobre la mesa. Las mujeres desmigajan el pan. Uno, dos tres, cinco, dieciocho veinte migas. El mesero pregunta si no es peligroso mantener la jaula abierta.
No.
No es peligroso.
El vuelo comenzó con la caída. La vida comenzó con unas alas estrellándose sobre la piedra, con una avalancha de nieve, lava y lodo cuesta abajo, con un pájaro que no puede levantarse. Los primeros pájaros fueron los primeros que no aprendieron a volar. Porque todos los inicios comienzan con un final.
Las gentes que comen su pan y beben su café miran la mesa de las dos mujeres. Escuchan un pájaro que canta demasiado alto como si cien pájaros diferentes cantaran, como si la cafetería fuera en realidad una pajarera. La gente deja de comer, el mesero se acerca a servir café y tropieza con las patas demasiado largas de sus clientes. Le dan aletazos como cachetadas y cae con su bandeja con panes y tacitas de café.
Las mujeres no escuchan al pájaro. Desmigan el pan. No escucharon a los pájaros nunca. Los perdieron. Los clientes pían, reclaman, sus migas de pan; les salen picos de la boca, plumas de las axilas, colas de las faldas y los pantalones. El mesero escucha que trinan y aletean como aletean y trinan los pájaros en el alambre al atardecer, justo la hora en la que la gente se reúne en la cafería y pide, pan, azúcar, té y café.
El recuerdo
*
El hambre es el único recuerdo. El hambre es el recuerdo. El hueco en el estómago que come la carne viva que come y ya no come. Arde y dobla el estómago, dobla el hueco. Teresa es una mujer con un hueco debajo del pecho, y debajo de las piernas: nada, tal
vez el aire.
**
Parecía que estaba dormida y que soñaba que volaba. Parecía dormida con los ojos entrecerrados y las pestañas temblorosas, como en una pesadilla. Parecía Teresa detenida en el cielo, como una virgen en tránsito, como el pájaro, como una nube. Teresa estaba despierta y flotaba.
El viento la levantó mientras desayunaba. Ella se aferró a la mesa; los ojos le temblaron como temblaron las tazas y los platos. El pan comenzó a caer, miga tras miga, de su boca. Hincó las uñas a la madera para detenerse, como un ancla, y arrastró
las uñas hasta perderlas, hasta sangrar.
El viento, o algo invisible, la halaba. Le había levantado la falda, primero, y luego los pies. Las enaguas se movían como los molinos y la encumbraba un torbellino que nacía de ella misma.
Entonces Teresa se venció.
Cerró los ojos, sintió un hueco en el estómago y se disparó hasta el techo. Tembló y miró hacia abajo: la mesa deshecha, el vino caído, el mantel manchado, las tazas volteadas, el pan en un inconcluso bocado.
***
Las viejas entraron y no la encontraron. Ella quiso esconderse aferrarse a una viga, pero no dominaba su cuerpo ingrávido. No la buscaron, no vieron hacia arriba. Las viejas siempre miran abajo, sobre todo cuando van quedándose ciegas, para las ciegas solo existen las paredes, los rostros de las gentes, el contacto. Tocaron el mantel mojado, organizaron la mesa, tiraron el pan.
Y Teresa tuvo hambre.
Y no pudo comer.
Nunca.
*
Y tuvo, por primera vez, pavor.
*
Las viejas entraron y salieron de la cocina varias veces, horas, días. Nadie veía arriba, a la muchacha que agonizaba. Se había pegado al techo como un huevo de insecto y se iba volviendo blanca, transparente y blanda.
El hambre era una mancha de saliva en el cuello. El hambre era el único recuerdo. Era dura en medio del alma. El pan era duro, también, tirado en ese cesto, jamás comido, jamás mordido, jamás colmado de miel. La lengua de Teresa fue haciéndose gelatinosa como otra saliva espesa. Volvió a ver hacia el cesto: del pan nacían pequeños hongos, como árboles cutáneos. Teresa intentó moverse como un torbellino con voluntad.
Movió los pies, los enrolló, se hizo tornillo, taladro, y quiso bajar al piso, como en un zambullido.
No tuvo fuerza, era aire. Y como todo aire, siguió flotando.
**
Un día sintió el olor de una sopa: vio las cáscaras de las patatas, las zanahorias, los ayotes y las cebollas. El olor le recordó lo único que conocía: el hambre. Entonces abrió los brazos, abrió las piernas, levantó una mano y asió una viga, luego, otra, varias, hasta llegar a la pared. Bajó como bajan las arañas y se acercó a la estufa. Se separó de la pared e intentó dominar la flotación hasta la olla con la sopa, se acercó, un poco, y cuando estuvo cerca de la olla, lo suficiente para al menos probar una tapa, la saliva comenzó a caer por su boca y el aire la llevó de nuevo arriba.
***
Otro día pudo bajar.
Cuando estaba a punto de acercarse a un plato con huevos, las viejas entraron. Teresa se respingó, se asió a una silla y cerró los ojos. Las viejas pudieron verla al fin.
Pensaron que rezaba, que penitaba.
Se dijeron:
- Lleva tantos días escondida del mundo, en ayuno. Es tanta su templanza que viene a
hacer su penitencia a la cocina. Es una santa.
Rompieron varios huevos y los dejaron en un plato, reposando. Y salieron de la cocina.
*
Los cascarones de huevo iban creciendo como una pila de cadáveres hermosos.
Y Teresa arrastraba las manos por el aire para asir al menos la fragilidad del cascarón,
la fragilidad de la boca, la sed de la saliva.
Pero subía.
Iba subiendo.
Hasta detenerse en las vigas del techo, quedarse ahí, sujeta, a dos manos, colgada, como un murciélago de falda almidonada.
Cuando oía pasos, se movía entre las vigas, hacia el inicio de la pared, aferraba los dedos a los agujeros de las piedras, y la telaraña, y bajaba, reptando, hasta los costales de trigo.
Las viejas entraban, y la veían tan inmersa en contar los granos que no le decían nada. No hay que interrumpir a las penitentes, sería como tirar agua fría sobre el perro recién apareado, alguna locura pasaría, un aullido intermitente se convertía en su voz. A veces, Teresa tomaba las semillitas, las llevaba a su boca, mordía. Pero la semilla es una cáscara y en ella no existe aún la harina, mucho menos el pan, jamás el sabor.
Y flotaba.
Seguía flotando hasta golpearse con el techo. Sin posibilidad de bajar.
La saliva le escurría por la boca y pensaba en hacerse una sopa. Formó una escudilla con sus manos y la llevó debajo de la boca. Y esperó.
Horas.
Cada día más cansada.
Las encías más hundidas.
Las manos transparentes como la cáscara de cebolla.
Y la saliva se arrastró desde el inicio de la lengua hasta los dientes, escurrió por los colmillos, bajó por la barbilla, cayó en las manos, las colmó. Y ella levantó la mano con
la última fuerza. Y se bebió.
Finalmente.
El Olvido
II
Un día, no recuerda cuándo, no supo hacia dónde ir. Llegó al redondel que cruzaba todos los días para llegar a su casa, pero el redondel tenía cuatro salidas, y hasta unos minutos antes sabía cuál elegir, pero ese momento, no recuerda cuándo, no supo cuál era su salida. Detuvo el carro, y en el tráfico que produjo su estacionamiento en medio de un redondel de cuatro carriles, lloró.
Le habían dicho que olvidaría.
Poco a poco.
Primero cosas pequeñas, impensables, insignificantes: El olor del champú barato con el que se había lavado el pelo toda la vida. Un día abrió el frasco y sintió en su nariz asomarse la fragancia de la miel. Le pareció delicioso. Se imaginó mordiendo un enorme pan con miel y nueces y se lavó el cabello. No supo, no recordó, cómo odiaba ese champú tan barato, y cómo había sentido náuseas al abrir el frasco cada mañana,
hasta esa.
Le había dicho el médico que un día despertaría junto al hombre con el que compartía la cama y el apartamento desde hacía unos años, y le parecería un desconocido. Una mañana gritó al ver al hombre junto a ella. El hombre estaba advertido, le explicó, sacó un álbum de fotografías y le mostró que no era un extraño. A ella se lo parecía.
Le dijo también el médico que olvidaría muchas cosas: Los nombres de los estudiantes, los de los próceres y avenidas, la estatura del último hombre que había sido su amor.
Y a veces olvidaba que olvidaba.
Salía de la casa sin bañarse y saludaba a la gente: Hola, adiós, chau, te veo mañana. El "te veo mañana" siempre iba dirigido a un muchacho guapo y atlético, y el muchacho,
guapo, atlético y de brillante sonrisa, le contestaba: "Te veo", y movía la mano como despedida en una estación de tren.
A veces recordaba lo que olvidaba. Recordaba nombres. Tita, Pepi, Loli. Pero no recordaba quiénes eran las mujeres de los nombres. Pasaba por la calle y saludaba: Hola, Tita, saludos a Loli; Jugamos mañana, Pepi. Y esas mujeres no eran Tita, ni Pepi ni Loli.
No recordaba su nombre, hasta que tenía que firmar un documento, sacar dinero del banco, pagar en el supermercado, y lo escribía. Pero al leerlo pensaba que lo mejor que le había pasado era olvidarlo. Su nombre no era nada afortunado.
Le dijo una vez el médico que olvidaría poco a poco por falta de azúcar. El azúcar, le explicó, está finamente conectado con la memoria y la retención.
Un día que iba por la calle saludando a las Lolis y Pepis equivocadas, pasó por una confitería. En la vitrina vio una galería de figuras de chocolate. Un chocolate le pareció la mano oscura y vieja de su abuela. Se asomó, el olor la hizo regresar a las tortugas de chocolate que su madre le compraba de niña. Entró a la confitería. Decidió comer. El sabor del chocolate de tortuga le hizo tener de nuevo cuatro años y esconderse en el cuarto de la abuela de manos oscuras, y comer, entre risas, todos los chocolates de tortuga de la caja.
Compró todos los chocolates: la mano oscura de su abuela, las tortugas, los corazones de día de los enamorados, las tabletas.
Se asomó al lado de la repostería. Eligió milhojas. Su madre las comía cada tarde y cuando ella le robaba un trozo aparecía un bigote fino de azúcar sobre sus labios. Pagó la caja de las milhojas. Pidió un pastel de fresa, otro de zanahoria.
Una dependienta pasó por su nariz una bandeja de suspiros. Suspiró. Su último gran amor cabía a la perfección en la cama, no roncaba, dormía del lado izquierdo. El hombre con el que compartía la cama y el apartamento era descomunal, sus pies salían de la cama, roncaba, comía pastel de caramelo y no la dejaba probarlo.
Pidió un pastel de caramelo. Pidió que llenaran una mesa con las compras. Se sentó a retener lo que había olvidado.
Las galletas de jengibre eran el remedio que le hacía la tía Dolores, la tía redonda con una verruga en la nariz.
Las galletas de naranja eran su amiguita de infancia. Veían a los pájaros que llegaban al árbol de su patio, ese árbol que daba aguacates que su abuelo no podía comer para evitar aumentar el colesterol.
Un chocolate con nuez fue su primer novio. Apareció una tarde con una ardilla en la mano: la había rescatado de los alambres de electricidad.
Subía y bajaba de trenes en todas las ciudades a las que había ido. En una probó el mazapán, en otra las cerezas acitronadas, en otra la miel de nenúfar, en otra la jalea de
pistacho.
Había pasado diez años sin comer azúcar. Desde que comenzó a desmayarse. Una tarde se desmayó en la ducha. Otro día se quedó dormida mientras almorzaba, la cara sumida en el plato de sopa; otro día subió a la azotea y al ver las nubes se desvaneció. El médico dijo que era el azúcar. No debía comerla más a menos que quisiera morir blanda y ciega como la tía Dolores.
Entonces comenzaron los olvidos.
Comió todo lo que pudo en la confitería y supo por qué seguía durmiendo con ese hombre a pesar de que roncaba y los pies no le cabían en la cama. Cada noche, antes de dormir, le leía versos en inglés antiguo, no la dejaba probar ni un trozo de su pastel de caramelo para evitar los peligrosos desmayos, la llevaba los domingos a alimentar a los patos del estanque municipal y en las noches frías le besaba las manos para que no temblara.
Su libro favorito había quedado en manos de su hermano cuando partió en barco a estudiar a un continente lejano. Su abuelo murió mientras dormía. Las manos de su abuela se torcieron como rama vieja de árbol después de años de lavar y lavar y lavar.
El primer novio desapareció en la guerra. El hombre que cabía a la perfección en su cama se había fugado con otra. Su madre…
Dejó de comer.
Salió de la confitería. El chico que saludaba siempre y la despedía como en una estación de tren la encontró en el camino a casa y le preguntó cuándo se verían. Ella no lo reconoció. Subió al autobús recitando los salmos aprendidos en su colegio católico. Se mareó. Los árboles que veía desde la ventana eran tan altos como los zanquistas de las fiestas, los carnavales.
Vomitó.
Se detuvo en la ventana. Afuera, los edificios viejos volvieron a tener puertas hermosas e inquilinos. Volvió a vomitar. Sacó una servilleta de su bolso y se limpio la boca. Las viejas muertas se sentaron de nuevo en sus mecedoras asomadas a las ventanas de los edificios coloreados. Revisó su cartera: su pasaporte se había vencido, las medicinas del azúcar se habían vencido, su hombre, el hombre al que le salían los pies de la cama, se había vencido, decía una carta. No recordaba haberla leído.
Quiso recordar adónde habían ido su madre, su hombre vencido. Llegó a casa, buscó más comida. En la alacena solo había un pan. Lo mordió, le supo a cebolla. Y lloró.
La memoria
II
"Como un desterrado.
Pasando.
Sos el porvenir, el mañana.
Un recuerdo."
Dedicatoria detrás de una fotografía del abuelo tomada entre 1954 y 1957.
El abuelo con una pierna cruzada sobre un ladrillo de un enorme zócalo de un edificio desconocido. La pierna detenida en ese pedazo de un país que recién conocía, la pierna sobre un país al que llegó después de engendrar hijos en otros países.
Atrás de ese edificio, la dedicatoria escrita en tinta con plomo, fuerte y precisa, que casi rompe el papel, escrita a esa mujer que seguramente era el porvenir.
El abuelo vio a la abuela en una ciudad que no era la del edificio, en 1957. La amenazó con hacer un escándalo, gritar, enloquecer, matar a unos cuantos hombres, si ella no se fugaba con él. La muchacha que era abuela tuvo miedo, dejó la casa, se fue con él.
El hermano del abuelo advirtió a la abuela:
- A malas manos has ido a caer. A ese hombre le gusta trabajar, pero también le gusta tomar, le gusta golpear, le gustan las mujeres.
Le gustaba dedicar fotografías.
Nunca dedicó una foto a la abuela.
Seguramente jamás la amó.
4 comentarios:
He disfrutado, amigo poeta André, de la lectura de esta escritora. Gracias por acercárnosla.
Abrazos fraternos en Amistad y Poesía verdaderas,
Frank Ruffino
Muy agradecido por su comentario querido poeta. Se lo trasladará a la escritora.
André Cruchaga
Muchas gracias por publicar estos cuentos, gracias por el apoyo.
Me siento sumamente honrado Elena, al publicar aquíu este bellísimo trabajo. Y oajlá, en el futuro me envíe algún material nuevo.
Su amigo y servidor,
André Cruchaga
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