Alfonso Velis Tobar
“UN SÁBADO DESPUÉS DE
LA GUERRA”
Capitulo Segundo
Felizmente Alfonso Garibaldi viviendo por aquellos tiempos en el
Barrio “El Calvario” en Apaneca de clima muy frío, un rio de vientos. Muy cerca
a un lado de la vieja alcaldía revestida de lámina, y cientos y cientos de
golondrinas volando por los cielos, que hacen sus nidos para pasar volando casi
todas las tardes del verano. Esa Alcaldía que ya ni existe, más que solo en la
imaginación, la tengo en este momento en mi mente, y me recuerda en especial la
alta torre de lámina y muy pequeño cuántas veces me subí allá arriba por las
escaleras de tabla. Esos grandes galerones hacia arriba para llegar hasta las
campanas y el reloj que oía por campanadas sonoras. Esa alta torre donde un
reloj con números romanos marca la hora de las tres cuando son casi las seis de
la tarde. ... Así oía Alfonso Garibaldi el repicar loco del tiempo de aquel
reloj que el alcalde no mandaba nunca a arreglar, el alcalde era tan negligente
como el reloj mismo del pueblo, dormido Alfonso
pensaba que alcalde más muela, sirviente y baja la cabeza a todos los
ricos de por aquí que lo manejan como títere o pájaro bobo. Primero aquellas
campanadas dándose cuenta de la hora desde el interior de su casa que se
levanta muy imponente en una esquina de este barrio del Calvario. Como a una
cuadra de la Iglesia Colonial, donde asiste toda la que dice ser la feligresía
católica de este pueblito, bellísimo por sus parajes montañosos, por sus
perennes vientos y ventarrones, que cierran de romplón puertas y ventanas,
pueblito que por su frescura verde y por ser mi lugar natal, que te quiero
verde que te quiero verde de bosques, colinas y pinares que aunque no son de la
gente pobre, si no de los patriarcas del dinero originarios de por aqui. Estos
montes revisten de frescura los tiempos de octubre loco para elevar barriletes
desde este patio, mi hermosa tierra de clima saludable, acogedor rio de vientos,
de los que jamás nos olvidamos y es de lo que el viento se lleva y demás
pesares en la vida...
En una casa de
calicanto, es decir de anchas y resistentes paredes de adobe, piedra, bien
repelladas, encaladas color blanco, que con el tiempo parecían grises por el
humo de las casas vecinas. En esta casa abundaban las ventanas, las anchas
puertas y dos balcones altos que daban a la calle principal del barrio, con
persianas de cedro muy eternas, bañadas de un barniz café oscuro, diseñadas por
don Miguel Ángel Gallegos, que vive en vista opuesta a su casa. No era una vivienda muy lujosa que se diga,
pero tenía buena apariencia con su presencia, sola, ella, en una esquina, se
levantaba muy imponente, cuando aún no habían cerrado la calle para construir
la escuelita General “Francisco Menéndez”, ni el kindergarten Nacional; era una
gran casona, común y sencilla, porque en
nada se parecía tampoco a las casas de los ricos locales; pero tampoco era como
las tristes viviendas de las familias medianamente pobres que vivían en las
casitas más chiquitas, lamentablemente los más pobres que no tenían viviendas,
vivían en los alrededores y tenían que pagar alquiler en los cuartitos de los
enormes mesones de la niña Clarita Rivas y de su querida tía Chabela Castaneda
y de Don Quile Viafuerte y la niña Chefita Vallejos, caseríos desperdigados a
los alrededores de aquella alta casona de tejas, que se levanta en una esquina
del barrio el Calvario. Para entonces no
habían cometido la descabellada, la canallada
idea de cerrar la calle, la cual era muy transitable por el público, cuando un alcalde para colmo del
Partido Oficial con y sin el consentimiento de la gente y acuerdos con don Toño
Velis, dispuso cerrar esa calle que daba acceso en dos zancadas al parquecito, a la Iglesia y a la plaza
pública. Además destruyeron la vieja Alcaldía de lámina para construirla tras
la cúpula de la Iglesia, de la calle central, con la toma de la calle serviría
para construir los dos mayores centros
educativos. Por tanto la Alcaldía nueva que mando a construir el gobierno, la
movieron más al centro de la calle pues antes el parque la adornaba, al cerrar
la calle importo poco dejar a escondidas aquella hermosa casona de la conocida
familia de los Velistobar. Casona que le robaron no solamente su apariencia
hermosa, su imponente vista de esquina, sino que robaron también parte de su
predio con el consentimiento tonto de Don Toño, quien a veces de tan buena
gente que era que se pasaba de muy bueno con su carismática actitud para que
donara hasta su corazón a las campanas. Desde entonces aquella esquina que
antes se mantenía llena de niños perdió su encanto, su magia, con la ausencia
de las rondas y de aquella algarabía fragante de niños y jóvenes locos, sus
hermanos y su camada de amigos del barrio, el Negro Oscar Villafuerte, mi primo
Ismael, Raúl Melgar, Valentín Guerra, Mario Calderón, Orlando Menjivar, con
quien siempre andaba Alfonso dándose verga, siempre que venía de San Salvador a
su pueblo, a pesar de que sus mamas habían sido grandes amigas de confianza en
su juventud en la escuelita del pueblo, en tiempos que dicen que eran
profesoras las Niñas Posada, la niña Evita y la niña Otilia. ¡Que tardes y
noches enteras gozaban todos muy alegres!
los habidos juegos más picarescos
de la calle entre todos los de la camada
de su barrio al más pícaro y jodido.
La casa ocupa un
amplio terreno, un cuarto de manzana. Un patio inmenso muy lleno de vegetación,
con árboles de naranjos dulces y agrias, tres árboles de duraznos melocotón, un
árbol de clavo, de aguacate, casi al centro del patio un enorme árbol de
amono, allá al fondo en una empinadita
el excusado de fosa para los grandes y otros dos pequeñitos para los niños; a
un lado de aquel inmenso jardín, se levanta una hermosa pila como de metro y
medio de profundidad, larga y ancha como pequeña piscina, con dos enormes
lavaderos y un baño de madera con regadera, frente al inmenso Jardín
distribuido en arriates en forma de estrellas, con gran variedad de flores que
adornan el ambiente de todos colores y fragantes, abundaban matas de
florifundias, todas plantadas por mamá quien tenía buena mano, altas matas de
Izote que florecían. Una mata de Salvia Santa para te de las noches, matas de
espinacas, moras, verdolagas, una sombreada mata de güisquiles espinudos, pero
muy sabrosos para comer. Así como a un lado un pequeño gallinero con gallos,
patos, gallinas ponedoras y muchos patitos y pollitos pillando y pillando.
Alfonso Garibaldi recuerda que cuando no habían construido el pequeño
gallinero, las quince o veinte gallinas que diariamente picoteaban por el patio
y las que corrían al encuentro del cacareo que imitara su mamá con su delantal
lleno de maíz tirándoselos a las palomas, gallinas, pollos, patos y un
“Pishishe”, que don Otoniel, ese gran contador de cuentos y geniales bromas lo
trajo de la Laguna Verde. Estas gallinas que picotean en el patio, se iban a
dormir al árbol de anono todos los días como a las seis de la tarde. Después su
mamá y su papá decidieron comprar otras cuarenta gallinas con sus gallos
mañaneros, se las compraron a la niña Angelina, a la que dicen que le gusta
echarse sus pachitas de guaro muy
seguido. Así cuenta su hermano don Luis. Así cuenta su sobrina la Emmita
también. Fue cuando don Toño puso a Beto Zetino, con ayuda de su tío Nancho Tobar,
quien era buen carpintero, Nanchito, hijo, que vive al lado de la casa.
Entonces don Toño los contrató, junto con Andrés Mata, otro tío de la
familia, para construir el gallinero a
lo largo del tapial de adobe que da a la calle que pasa frente a la casa y que
ocupa la cuarta parte del patio junto a la enorme mata de güisquil que sembró
su abuelito don Manuel y que da al
jardín en forma de estrellas. Hay una parte también del patio casi en una
esquina que da a la calle en lindero con la niña Clarita Rivas. De modo que
hacia aquel gallinerito corría Alfonso Garibaldi todos los días, bien
voluntariamente o mandado por sus papas, a recoger algunos huevos en un
canastito de junco. Para que luego después éstos fueran preparados bien fritos,
estrellados, picados con chorizo a la “ranchera” con salsa de tomate, ajo y
cebolla picada revueltos en orégano, salsa Perry, con Tabasco, acompañados por
aquellos frijolitos tan colochitos de refritos, desayunos que con plátanos fritos,
huevos picados con chorizo, con queso crema de la niña Delia, aquella graciosa
vendedora que bajaba desde Nahüizalco cada semana, suculentos desayunos que
sabían exquisitos desde las maestras manos de mamá y de la tía Mary, acompañados con tortillas
calientes, recién saliditas del comal, que abundaban de rimeros sobre el
poyetón, mientras el café sigue borbollando bien caliente, leche espumeante que
viene tumbándose, el chocolate hirviendo que la tía trine nos trae, suculentos
desayunos que sabían exquisitos desde las maestras manos de mama, acompañados
con tortillas bien calientes que brotaban desde las manos de la tía Mary, quien
torteando y palmoteando moldeaba la masa en hermosas tortillas que
parecían lunas encendidas, redondas
doradas en el comal. Alfonso Garibaldi,
desde que nació tenía en su casa esa
nana tan querida, que más o menos llegaba a los cincuenta, la famosa a quien
Garibaldi le llamaba muy cariñosamente y todos sus hermanos y hermanos la “tía
Mary”. Ella era, quien bailaba sus caderas cuando amasaba sobre la piedra de
moler, para echar aquellas redondeadas
tortillas dentro de un inmenso comal de barro, al mismo tiempo cantando sus
himnos y alabados a Dios cada mañana, pues era muy evangélica, decía que no
podía vivir sin alabar a Dios y a Jesucristo bendito cada día,
como siempre entre las comidas le oíamos cantar, cuando con que amor las
preparaba para el paladar de todos los de la casa.
En fin no se podía
dejar de hablar de esta casona con su inmenso patio y del cual a través de
recorrerlo de punta a punta, si querías ir al instante al parquecito, a la
escuela, a la plaza del mercadito, a la alcaldía vieja, a la iglesia, al
convento, al telégrafo, inmediatamente solo te atravesabas un portoncito de
gradas de madera y con una sola zancada
estabas allí mismo en dichos lugares, más bien dicho en el mero parque,
abarcando con una sola mirada todo aquel panorama del pueblo, que se mece entre
los vientos, rodeado de altas colinas y viendo aquel Cerrito Texizalt hasta la
misma “Z” dibujada por el trajinar de sus visitantes para llegar hasta la cima
para tocar la enorme cruz en su punta.
En fin era una
hermosa casona muy amplia en su interior, muy ventilada todo el tiempo, dos
salas enormes con tragaluces de colores, rozado, rojo, azul y celeste que
pendían sobre las puertas y ventanas de las dos enormes salas, separadas por un
hermoso arco de madera, con espaldares de ladrillos vistosos de todos los
colores, hermosas bases del arco donde hasta nos sentábamos y saltábamos.
Dormitorios donde todos dormían separados por canceles de madera, un amplio
corredor que daba al comedor a través de otro pequeño arco muy vistoso de
cemento de colores encendidos al estilo de Vangoh, una cocina larga de plancha
de hierro, de donde salía del horno una chimenea. También si extendías la
mirada desde adentro de la casa, allá muy
al fondo de la cocina al lado de otra ventana, mirabas un enorme
lavadero de trastos y a un lado del mismo estaban incrustadas las finas piedras
de moler donde las muchachas solían bailar sus caderas moliendo rítmicamente
toda clase de especies para condimentar las comidas y confeccionar aquellas
doradas quesadillas, pupusas de queso con loroco o chicharrón, Chiles rellenos,
embutidos de mama, el dulce de camote, el chilate por las tardes, las torrejas
de Semana Santa, el café caliente de las tres de la tarde con tamalitos de
elote y todo ese sabor para el claror y el paladar de las tardes. Sin olvidar
el cereal del arroz con leche todas las mañanas antes de irse a la escuela. En
fin aquella hermosa casa que terminamos un DIA dejándole abandonada, sola,
muriéndose del olvido, pero siempre
sigue bien ventilada, confortable y mágica para sus sueños bastante acabados en
el recuerdo.