Fotografía: Lia Karavía, Grecia
R E F U G I A D A (Pieza de teatro de Lia Karavia)Traducción: Ana Xanthakis (Argentina) y Mateu Turro' (Barcelona)
Calle con un banco a la derecha. No se ven casas a lo lejos, solamente uno o dos árboles. Marta está parada en el centro de la parte delantera del escenario. Su vestido le llega hasta debajo de las rodillas. En sus brazos lleva un pequeño hatillo como si se tratara de un bebé. Mira hacia adelante.
MARTA
Estoy viva. Tengo hambre y sed. Debería alegrarme por ello, porque significa que no estoy muerta. Los muertos no tienen ni hambre ni sed. (Pausa. Sonríe amargamente). Se podría decir que tienen suerte de no tener hambre ni sed, pero no estoy de acuerdo. Yo puedo tener esperanza, mientras que ellos no pueden. Digo, entonces, que es mejor estar vivo que muerto. Eso es lo que yo creo. Punto final. (Piensa). Me dirás, ¿de qué puedo tener esperanza? Todo lo que tenía lo dejé atrás. No me refiero a los objetos. Me refiero a todo lo que tenía. Casa, patio, perro, gato… Bueno, estas cosas las podría encontrar aquí o allá, si se produjera algún milagro. Pero gente que conozca quién soy, qué soy, olvídalo, imposible.
¿Tener esperanza de qué? (Hace un movimiento hacia el vacío, siempre de cara al público). Sí, sí, podrías decirme - mira a lo que has llegado, hijita; tus zapatos están hechos unos zorros, pero aunque tuvieras zapatos bien nuevos, tus pies no podrían sostenerte. ¿Correcto? Correcto. (Mira a su alrededor). Pero pueden llevarme hacia ese banquito. Voy a sentarme para tomar un respiro. ¿Y después? Ya veremos. Por ahora, lo que me propongo es llegar al banquito. (Camina arrastrando sus pies). ¿Cuántos años tienes, Marta? ¿Cien? ¡Qué vergüenza! ¡Muévete! Adelante, un poco más y vas a lograr tu objetivo. (Llega al banco y se sienta).
No pienses en lo que perdiste. Piensa en todas las cosas que tienes. Primero, tu vida. Bueno, eso ya lo dijimos. Pero no dijimos que hay muchos que ya no la tienen, y la vida es lo primero. Para ellos, todos los demás números, el segundo, el tercero y el cuarto, sobran. (Abraza fuertemente su hatillo). Tengo también a mi hatillo. Hice un trato conmigo misma – lo abriré sólo una vez al día, a la hora del crepúsculo. No elegí esta hora al azar. Es la hora más dolorosa. Cuando el crepúsculo magnífico nos confronta al miedo a la oscuridad. Al temor a nostalgias insoportables. Tengo que apoyarme en algo, de modo que abro mi hatillo y siempre encuentro algo, en cada crepúsculo. ¿Cómo diríamos? Un talismán. Bueno. (Se concentra en sus pensamientos. De repente, se compone y dice a viva voz). ¿Marta? (Levanta los hombros como si le fuera indiferente. Pausa. Severamente y a viva voz). Marta, ¿me oyes? Pon tus pies sobre el banco para ayudar la circulación de la sangre. (Levanta sus pies, uno tras otro, los apoya en el banco y respira con alivio). Cómodo. Como si estuviera en la cama, en mi casa. Bueno, sé que es mentira pero dije “como si”, o sea lo más parecido a ello. Porque, ¿qué policía vendría a hablarme como un salvaje si yo estuviera en mi cama, en mi casa? Sí, ya sé, me dirás ¿cómo podrás saber que te está hablando como un salvaje, si no entenderás nada de lo que dice, hijita? (Ríe). ¿Crees que soy estúpida, con menos cerebro que un gato, un perro o un chivo? Pues no. ¿Y crees que los animales no saben cuándo les hablan de forma salvaje y cuándo cariñosamente? No tienes ni idea de lo que son los animales si crees que deben comprender las palabras para captar los sentimientos. Olfatean y saben quién es amigo y quién es enemigo. Yo lo sé sin siquiera olfatear. Olvídate de los policías. Mientras no esté bien oscuro ni ellos se ocupan de nosotros ni nosotros de ellos.
Todavía, me queda tiempo de sobra para hacer la lista de todas las cosas que tengo. Dejo aparte mi vida que, como dijimos, es lo primordial, y también mi hatillo. De eso ya hemos hablado. No vamos a desvariar como mi abuela que decía y volvía a decir siempre lo mismo. (Pausa). ¡Ay, abuelita mía! En aquellos años yo me ponía nerviosa. Ahora... (Con decisión). ¡Basta con la abuela! Entonces, tengo… (Piensa). Lo más importante que tengo es mi cerebro. ¿Primero o segundo? Primero, claro. Si no tuviera mi cerebro, ¿qué sería? “Con la cabeza rellena de paja!” (Sonríe mientras reflexiona). Eliot. Los hombres huecos. “Headpiece filled with straw. Alas!” (Amargamente). The Hollow Men. ¿Viste cuánto sé? (Levanta los hombros). Sí, de acuerdo. Ahora bien, ¿para qué quiero tanto conocimiento? (Pausa). Y ¿cómo puedo demostrarlo? ¿Dónde están mis diplomas? Hechos cenizas. Cenizas y... ¿Cómo es aquel dicho? (Se rasca la cabeza). No me acuerdo. Y ahora, ya no tengo a quien preguntar. Cuando uno está en su propia tierra puede preguntar a otro cuando se le olvida algo. Aquí... (Amargamente). Recuerdo lo que recuerdo. No puedo ser exigente. Menos mal que aprendí unos cuantos dichos, unas cuantas expresiones raras, canciones folklóricas, y poesías de nuestros poetas antiguos y nuevos, y así puedo tener conmigo algo de mi tierra. (Se ríe irónicamente). ¡Bravo! Cuando se me acerque un policía, le diré que soy culta, con diplomas que se convirtieron en cenizas y… (Piensa.) Digamos humo, o aire, o burbujas. Y así él creerá que no soy una vagabunda y me dejará descansar sobre el banco toda la noche. (Pausa). Pero, ¿en qué idioma se lo diré? En esperanto. (Sonríe). El esperanto se acabó. Ya nadie se acuerda. Ahora, la lengua franca es el inglés. ¿Sabrán inglés los policías de por aquí? Yo sí entiendo todo lo que me preguntan. Bueno, lo básico. Cuando preguntan algo, sé que me están preguntando. Una pregunta es una pregunta en cualquier idioma. La voz sube de tono al final y luego, de pronto, se para. Yo contesto “Marta”. ¿Qué pueden preguntar para empezar? “¿Quién eres?” o “¿Cómo te llamas?” Por lo tanto, ¿cuál es la respuesta? Tu nombre. Algunas veces parece que el policía no se queda satisfecho; ello significa que me preguntó otra cosa. Entonces repite la pregunta. Su voz hace una línea recta, sube en la penúltima sílaba y cae en la última. ¿Qué puede estar preguntando? Tal vez “¿De dónde eres?” Señalo a lo lejos y suelo hacer una pequeña pantomima. “Montaña, agua, tierra.” (Ríe). ¡Muchas veces acierto! No sé cómo lo hago. Quizás piensan que estoy medio loca y por eso me dejan tranquila. O tal vez comprenden y me tienen lástima. Yo les hablo como se les habla a los bebés: “Marta, lejos.” A veces alguno se enfada. Entonces ya no me pregunta nada más, pero me ordena algo. Que cómo me doy cuenta, me dirás. Pues bien, una orden es una orden en todas las lenguas. Comienza con una voz muy fuerte, pero después, como el que grita acaba por ahogarse un poco, baja el tono mientras acompaña su alarido con un movimiento brusco. Su mano muestra a lo lejos y me imagino que dice “¡Lárgate!” Sonrío y le pregunto “¿A dónde?” Como levanta sus hombros supongo que me ha entendido. Me hace señas para que me vaya, y por eso me levanto y me voy a un sitio donde no pueda verme. Lo peor es cuando uno te pide los papeles. Eso también lo comprendo aunque no sea capaz de identificar ni una sola palabra de lo que dicen. “Tengo papeles,” le digo mientras los saco del bolsillo y se los meneo delante de la cara. Para esto no hace falta conocer el idioma, está clarísimo. Pero existen policías tontos y policías inteligentes. A mí nunca me tocan los inteligentes. Algunos se acercan y miran tan de cerca que parecen miopes, aunque sean jovencitos y no lleven gafas. Siempre espero que sepan leer. Los policías de mi tierra sabían leer. Si no todos, la mayoría. ¿Y éste otro? Me da la espalda. “¡Qué bien, me dejará tranquila!”, pienso con alegría. Pero, seguro que antes de marcharse, me hace el gesto típico. “¡Andando, rápido!”
Ahora, de momento, aquí no hay policía. ¡Uy, toco madera! No debo ser pájaro de mal agüero. A lo mejor, hoy es el día de la policía. En mi país, teníamos todo tipo de festejos – el día de la madre, del padre, de los enamorados, de los niños, hasta de los muertos. Esto era hace mucho tiempo. Ahora ya no se celebran fiestas en mi país. De hecho, no tenemos país. Bueno, lo tenemos más o menos. Es decir, el lugar existe pero el país no está. No quiero analizar el tema más profundamente. Porque, si lo hago, voy a echarme a llorar. Y si suelto una lágrima, aunque sea una sola, soy mujer muerta. “¿Quién te ha dicho eso?” me podrían preguntar. Pues si me lo preguntan me veré obligada contestar en broma. Porque con las cosas que son muy, pero que muy serias, yo hago bromas, ¿vale?
Mira, lo que ocurre es que una vez una gitana me miró las líneas de la mano y me dijo “Ahora que vas a otros lugares, procura no llorar, porque te convertirás en mármol, como la mujer de alguien de los tiempos antiguos”. (Se ríe). La pobre no tenía diplomas ni conocía a la mujer de Lot, que se convirtió en una estatua de sal cuando se giró para mirar hacia atrás, es decir hacia su pasado. Conocía, sin embargo, su historia. “Tu destino es que te convertirás en mármol si una lágrima corre por tu mejilla.” (Hace un mohín). ¡Hablaba en broma! Ya dije que me gusta bromear, porque no creo que la suerte esté escrita en nuestras manos. Sin embargo, es cierto que tenemos que sobreponernos a las dificultades sin lágrimas. Yo todavía puedo sonreír cuando pienso en algo divertido.
(Sonríe). Recuerdo estar sentada en un columpio con mi hermano, así de chiquitito, tratando de columpiarme. Yo hacía fuerza con mis piernas y solita conseguía desplazarme hacia adelante, bien alto, y luego hacia atrás, pero él creía que eran sus empujones los que me hacían balancear y se ponía muy contento y orgulloso.
(Apesadumbrada). Mi hermano no pudo. (Pausa). Yo tuve más suerte. (Pausa). Algunos dicen que los que tienen suerte son los que ya no deambulan más por este mundo y descansan en paz. No tienen miedo ni frío. No sienten el hambre, ni la sed y, sobre todo, no sienten la humillación de que los otros no les comprendan. No es sólo por el tema del idioma. Pronto aprenderé a decir “sí”, “no”, “pan”, “agua”, “buenos días” y “gracias”. Sino, yo nunca he sido niña aquí, ni tampoco un bebé, claro está. Es como si hubiera nacido hoy, ya grande, sin padres.
(Pausa). Pero no se trata tan sólo de un problema de idioma. Se trata también del cuerpo. Dicen que los movimientos, los gestos, la expresión corporal, son una lengua universal. ¿Me lo van a decir a mí? Me miran asombrados cuando apoyo la palma de mi mano sobre mi corazón para agradecer la menor oferta o expresión de amistad. ¿De amistad? Bueno, ¡no debo exagerar! Digamos, expresión de aceptación. Los más piadosos me miran con inquietud. “¿Estás bien?” preguntan silenciosamente o con palabras que no conozco. “Bien”, les digo con señas. Pero no todo es tan fácil. Cuando inclino mi cabeza a derecha e izquierda para mostrar que algo me gusta, que admiro algo a mí alrededor, que estoy de acuerdo con algo, me miran como uno bicho raro. Más bien creen que soy una estúpida por hacer un gesto así. Y cuando junto las palmas de mi mano bajo mi mentón para mostrar mi respeto a la gente mayor, muchos creen que estoy mendigando. Hacen la intención de darme una moneda, de diez o de cinco, no conozco las monedas aquí, pero yo retiro las manos.
Dios mío, ¡no estoy mendigando! ¿Por qué tendría que mendigar? Puedo trabajar. Hacer cualquier trabajo, olvidando lo que fui, quién fui. Como si hubiera nacido hoy, tabla rasa. Pero ¿cómo puedo hacerme entender? (Deja su hatillo sobre el banco. Se levanta. Hace pantomimas). Hago como que estoy regando. (Toma una regadera y se agacha para cuidar las plantas y regar. Deja la regadera). Hago como si fregara el suelo. (Se arrodilla y, con la cabeza gacha, hace como si fregara. Se levanta). Hago ver que estoy lavando la ropa. (Friega ropa en un lavadero. Se para. Mira al público). Me miran como si fuera un bicho raro o algo así. (Piensa. Levanta los hombros. Sonríe). Sin embargo, en mi tierra me decían que era buena en eso de hacer imitaciones. Mi tío creía incluso que llegaría a ser actriz. (Pausa). Debe ser divertido ser actriz. Me gustaría. Pero me decanté por estudiar la literatura de mi patria. ¿Y ahora? (Amargamente). Ahora no tengo patria, por lo tanto mis estudios no valen para nada. Aunque el territorio de mi patria sigue existiendo. Todo lo que fue escrito acerca de sus bosques, de sus ríos y de sus montañas continúa teniendo valor. Pero ha adquirido un gusto amargo, como de veneno. (Se ríe, amargamente). Tiempo atrás, trataba de recordar fechas y nombres de poetas, es decir… de creadores en general. Ahora, trato de encerrarlos en un rincón de mi mente para no recordarlos todos los días. Ni siquiera a la hora del crepúsculo. (Severamente). Marta, no pienses más en eso. Olvida también los poemas que escribiste tú. Ya todo es ceniza. No porque se hayan quemado los papeles. Es porque aquellas palabras no significan nada aquí. (Pausa). Ni en ninguna otra parte. Ya no significan nada.
(Con optimismo). ¡Ea! Lo que tienes que hacer es pensar en todo lo que has logrado mantener. Ya lo dije, en primer lugar, tu propia vida. Mi tío, por ejemplo, no lo consiguió aunque su muerte no me dio tanta pena como la pérdida de mi hermano. Porque mi tío era mayor, tenía más de cincuenta años, creo, mientras que mi hermano estaba todavía creciendo. Era casi un niño. Seguramente no había tenido tiempo de enamorarse, ni tan siquiera una vez. Cuando te enamoras, los cielos se abren y oyes la música del universo. (Sonríe). Pero yo lo logré. (Vuelve al banco, se sienta, abraza con firmeza su hatillo). Mi madre puso el grito en el cielo. Ella quería que yo me casase con un profesional. ¡Como si los cielos se abrieran con los diplomas! (Pausa). Ella también se ha ido. Pero esto no tiene nada que ver con los problemas de mi país. Su muerte sólo está relacionada con los médicos. Es decir, con que no había médicos cuando los necesitó. Los parientes dijeron que tuvo suerte de morir antes de la catástrofe nacional. Todos eran inmutables en sus opiniones. (Pausa).
Pero como resulta que ahora soy la única que queda de toda la familia me puedo permitir estar en desacuerdo con todo lo que me dé la gana. ¿Que mi madre tuvo suerte porque se ahogó? ¿Que tuvo suerte porque se le cortó la respiración y se asfixió porque ya no nos quedaba medicina para el asma ni teníamos a nadie que ayudara? (Pausa). Pero, mi madre, por lo menos, vivió un poco. Trajo hijos al mundo. Me preguntarás que qué hay de bueno en traer hijos al mundo. Han desaparecido todos menos yo. (Se encoge de hombros). Bueno, una no pare hijos bajo un contrato que le asegure que van a vivir hasta que envejezcan o por lo menos hasta que se hagan mayores. Lo importante es parir.
Al menos yo he logrado saber qué quiere decir amor. Él me besó y me dio un recuerdo de su amor que yo palpo y miro una vez al día. (Aprieta su hatillo entre sus brazos). Sólo uno, porque una no debe malgastar la alegría y la magia. Apenas se ponga el sol… (Mira hacia arriba y reta al sol). ¡Vamos, sol! ¡No está bien que yo parlotee y que tú no bajes! (Pensativa). Claro, no pude ver cómo madura el amor, cómo cambia, cómo, tal vez, pierde su color. ¿Entonces? ¿Perdí o gané? (Piensa). Algo perdí, algo gané. Nunca fui buena en eso de hacer balances. Digamos que tuve ganancias y pérdidas. (Al sol). Cuando te pierdas en el horizonte, comeré mi única comida del día y navegaré en la felicidad de hurgar en mi hatillo.
(Larga pausa). Tuve buena suerte cuando aquella señora comprendió mi mímica de fregona y me llamó. Le limpié cuatro grandes alfombras. Como me daba comida cada tres horas, comí cuatro veces hasta la noche. Y además me dio comida para llevarme. Me dio también algún dinero, que no sé muy bien cuánto es, pero lo guardo para un día realmente malo. Tengo que definir qué quiere decir esto. (Piensa. Con decisión). Sería después de no haber comido durante dos o tres días seguidos. Entonces iría a una panadería o a un almacén y mostraría el dinero para ver qué puedo comprar. (Piensa). Pan, seguramente podré comprar pan. ¿Un pedazo así? En los tiendas seguro que sabrán cuánto vale mi dinero. Es de papel y tiene un lindo color verde, como nuestros bosques, y no está arrugado, cosa que lo hace parecer aún más lindo. ¿Pero quién sabe? Tal vez con una moneda se pueden comprar más cosas que con mi hermoso dinero de papel. Lo voy a guardar para un día de sequía. Esta es la palabra. Cuando la decíamos, no nos referíamos a una verdadera sequía. Allá todos entendíamos lo que quería decir.
Aquella señora dijo una palabra y se señaló a sí misma, y comprendí que había pronunciado su nombre. Yo dije “Marta” y me señalé. Y todo funcionó bien entre nosotras. Me llamaba “Marta” y me mostraba lo que quería que hiciera. Nunca me había imaginado cuán importante es que te llamen por tu nombre. ¡Espero que le vaya bien a aquella señora! Casi había olvidado mi propio nombre, de tanto tiempo que hacía que nadie me llamaba. Bueno, pero ¿cuántas alfombras puede alguien llegar a tener? Me imagino que los otros trabajos de la casa los hace ella misma. De todos modos, puede ser que algún día vuelva a verla. Entonces le haré una pantomima diferente. Haré como que podo árboles o que pinto paredes. Si me da otro trabajo, puede ser que pase otra semana sin sequía. (Pensativa). ¡La señora era buena de verdad! Si yo fuera más joven y ella más mayor, me gustaría que me adoptara. (Ríe). ¡Eres tonta, Marta! A lo mejor tiene sus propios hijos, la señora. Dos, tres, ¿quién sabe? A lo mejor, mellizos o trillizos. (Hace un mohín). ¡Ay, hijita! ¡Cuando estás hambrienta, te pones más tonta!
(Mira hacia arriba. Al sol). Vamos, sol, apresúrate a bajar antes de que diga más tonterías y pierda todo respeto hacia mí misma.
(Acaricia el banco). Descansé bastante. Gracias, banco. Ahora tengo que moverme un poco. (Se levanta y camina hacia el proscenio). En la escuela hacíamos gimnasia. Érase una vez, como dicen los cuentos. Corríamos y saltábamos. Estos movimientos queman muchas calorías; por lo tanto, ahora mejor que camine. (Camina hasta el fondo, se vuelve pensativa). ¿Cómo se dirá “escuela”, aquí? “Escuela” debería ser una palabra internacional. Algo que empiece con “e” o con “s”, ¿quién sabe? Hay gente que piensa que soy retrasada mental y que no fui jamás a la escuela, sólo porque no me entienden. (Camina hacia el proscenio). ¿Por qué yo no los considero retrasados a ellos ya que no me entienden? ¿Soy más bondadosa? (Pausa). No, esto no se debe a mi bondad. Se debe a los números. Ellos son la absoluta mayoría y se entienden entre ellos. Yo soy la minoría, una “minoría de uno”.
(Se queda como asustada). Imagínate lo que pasaría si viniera un gran profeta a enseñar en una lengua desconocida para todos. Yo, no. Yo no soy nadie. ¡Pero imagínate un gran profeta con un mensaje divino urgente, perdido debido a esos problemas de idiomas! ¡Terrible! (Aprieta su hatillo. Sonríe). Por suerte, yo no tengo un mensaje divino a transmitir. (Se le ocurre una idea. Abre los ojos). ¿Y si el profeta fuera sordomudo? (Pausa). ¡No existen profetas sordomudos, estúpida! (Pausa). ¿Por qué no? (Pausa). No lo sé. Los profetas pueden ser ciegos. Recuerdo unos cuantos que lo fueron. Parecían más respetables cuando daban mensajes divinos hurgando en la oscuridad, iluminados por una luz interior. Bonita expresión. ¡Luz interior!
Mi madre decía que, tal vez, yo podía ser poetisa. Eso ya lo dije. Si lo vuelvo a repetir me mereceré una paliza. (Piensa). ¡Ah, ya entiendo! Los profetas ciegos pueden dar mensajes. Los sordomudos, no. Eso lo explica todo. (Pausa). Pero podrían transmitir sus mensajes a otros sordomudos con gestos. (Pausa). ¿Será universal la lengua de señas? (Piensa). No, no debe serlo. Hace falta el alfabeto y cada alfabeto es diferente.
Tal vez no exista nada verdaderamente internacional en el mundo. ¡Qué horror! (Piensa). ¿Tal vez el tocarse? El saludarse dándose la mano ¿es universal? Más bien, no. Creo que en China hacen una reverencia, pero sin tocarse. Entonces, ¿qué? ¿Las miradas? Pero sé que algunos pueblos creen que no es correcto cruzar las miradas. ¡Socorro! Algo debe haber.
(Gran pausa. Mira hacia arriba). ¡Empezaste el descenso! ¡Gracias, sol! Pero apresúrate porque estoy perdiendo la moral. Antes de que oscurezca tengo que encontrar por lo menos una cosa que todo el mundo reconozca de la misma manera. Si no, voy a tener insomnio.
Me muero de hambre. He oído decir que el hambre está sobre todo localizada en la mente. Pero un estómago vacío roe sus propias paredes y esto es doloroso. No está en la mente. Seguramente, los que elaboraron estas teorías no tuvieron nunca hambre de verdad. Sin embargo, acepto que el hambre no es mortal. Uno puede estar muchos días sin alimento y no se muere. No sé cuántos días. Tal vez un mes. Puede sufrir pero no morir. Con el agua, es otro cantar. Te mueres más rápido sin agua. En este lugar, sin embargo, esto no es un problema grave. Encuentro siempre una fuente, un arroyo, algo. Tuve la previsión de poner una botellita en mi hatillo. Es de lo más práctico que me traje. Una vez traté de llenarla en una fuente y un policía enfadado me hacía gestos: “¡Prohibido, prohibido!” (Enfadada). ¿Por qué yo puedo entender su lenguaje de gestos y ellos no pueden entender el mío? (Se calma). Exagero. Algunas veces ni yo los entiendo. Una vez un joven hablaba con alguien. Hablaba extendiendo sus brazos y, como se acercaba, pensé que quería agarrarme a mí. Me quedé aterrorizada. El hombre vio mi expresión y se rió. Tal vez él estaba describiendo al otro una cosa muy grande. Me avergoncé de mi cobardía. ¿Había sido sólo un acto reflejo mío? En mi país, si un hombre con los brazos extendidos se te acercaba, salías corriendo. Mira cómo todavía cargo con los reflejos de allá. ¿Cómo me atrevo, entonces, a juzgar mal a la gente porque no me comprenden cuando yo me comporto así?
(Mira hacia arriba). El sol está bajando. Todavía no se apoya sobre el horizonte pero lo hará muy pronto. Seguramente. Inevitablemente. (Sonríe con picardía). ¿Hago trampa? ¿Abro ahora mismo mi hatillo? (Frunce el ceño). ¡No, señora! Paciencia. ¡Ve a sentarte y pórtate bien! (Se encamina con rapidez hacia el banco, se sienta y mueve las piernas).
Puedo contar hasta que el sol se esconda. Cuando era pequeña sólo sabía contar hasta diez. Después volvía a empezar de nuevo. El paraíso infantil. Es decir, en tiempos de paz. Si no, puede ser el infierno infantil. Me acuerdo de que entonces mamá, mientras cocinaba, recitaba un montón de pequeños poemas, con números, para que yo aprendiera a contar. La miraba cocinar, magnetizada por sus ágiles movimientos y su ritmo. “Uno es el dedito que apunta al sol. Dos son los cuernos del caracol. Tres son las patas del banco fuerte. Cuatro son los árboles rodeando la fuente. Cinco ratones muy asustados, o cinco soldados muy bien formados.” Y “Uno, dos, tres, entra una señora. Cuatro, cinco, seis, se va antes de la aurora”. Así aprendí los números. Ahora puedo contar hasta el fin de los tiempos. Si es que existe el fin de los tiempos.
Adoro los cuentos de niños y los pequeños poemas con números. “Yo tenía diez perritos, uno no come ni bebe, no me quedan mas que nueve”. Si alguna vez encuentro lápiz y papel, me sentaré a escribirlos. Me dirás, ¿por qué te trajiste tantas cosas y no trajiste lápiz y papel, señora? (Enervada). ¡Imagínate tú, tener que decidir en dos minutos qué te llevarás y que dejarás de tu vida! (Pausa). Tal vez no traje lápiz y papel porque pensaba que no volvería a escribir nunca más. Tal vez creí que iba a recordar para siempre lo que sabía. Cuando estás con otros, es posible. Pero cuando estás solo... Poco a poco… (Severamente). ¡Marta! ¡Termina con el lloriqueo y recuerda! (Piensa). “Diez y once, la perdiz agarré. A las doce, al viento la solté.” (Sonríe). Demasiado ecológico. El poeta debía ser vegetariano. Pero, si llega a haber muchas perdices... (Frunce el ceño). Pensamiento equivocado. Cada perdiz tiene derecho a vivir, no importa cuántas sean. Si no, alguien puede decir que hay demasiadas personas en el mundo y, entonces, hay que hacer desaparecer algunas. Esta era la teoría de alguien. (Piensa). Malthus. ¡Sí! Thomas Malthus. Alrededor de 1800. La población de la tierra aumenta más rápidamente que la producción de alimentos, por lo tanto… (Indignada). Bueno, es cierto que existe sobrepoblación en el mundo, pero cada persona tiene derecho de vivir. Pregunta: ¿cómo se soluciona el problema? Respuesta: no sé. Sin embargo, seguro que no es con matanzas y guerras. Tal vez en el futuro podamos ir a vivir a otros planetas. Si fuera escritora, escribiría acerca de estos temas.
(Mira hacia arriba y grita). ¡Sol mío! Te has puesto y yo aquí hablando. Perdí un minuto, tal vez dos. ¡Qué lástima! (Desata el hatillo apresuradamente, se para). Tranquila. La prisa mata el placer. (Continúa despacio. Mira dentro del hatillo).
Primero voy a comer un bocado. El Señor dijo que no debemos vivir para comer. Simplemente, debemos comer para vivir. De acuerdo. Y también dijo que no vivamos solamente a base de pan. (Toma un pedazo de pan). Aunque si no hay nada más, bendito sea el pan. Una vez se ha comido ya se pueden hacer otras cosas en la vida. (Come algunos bocaditos). El inventor del pan, sea quien sea, se ha convertido en benefactor de la humanidad. Pero, ¿quién, dónde, cuándo fue? Seguro que fue en la antigüedad. Si no, los Libros Sagrados no se referirían al pan. (Mira el hatillo). Ha quedado bastante pan para mañana y para pasado mañana. Para entonces ya estará duro, por supuesto. Tal vez eso sea bueno. El pan duro se conserva más que el pan fresco. Y llena más al estómago. Y si tienes suficiente agua... Deja los “suficientes” y confórmate con lo que hay, Marta. (Saca una botellita, desenrosca la tapa, toma dos tragos, mira si queda para otro trago más. Parece contenta. Bebe otra vez, mira de nuevo la botella, la enrosca y la esconde en el hatillo). Ahora vayamos a cosas más espirituales.
(Saca un echarpe, tejido a mano). ¡El echarpe de la abuela! Es muy útil para cuando hace frío. Me envuelvo con él y no me congelo. (Se levanta, se lo pone y da vueltas, arriba y abajo) ¡Qué hermoso! Sirve también de capa mágica que ayuda a desaparecer. Simbólicamente, no de verdad. Al cubrirte te da la sensación de que desapareces y que estás segura. Eso es lo que tratan de hacer los avestruces escondiendo su cabeza en la arena. Eso tampoco debe ser real. O tal vez a los avestruces les gustan los simbolismos. (Sonríe. Pausa). El echarpe de la abuela es el objeto más valioso de mi tesoro. Más valioso aún que el recuerdo de su amor. Fue la primera cosa que puse en el equipaje que me llevaría, porque es la prueba de que tengo raíces. Tuve una abuela y ella tuvo una madre que tejió el echarpe en el mismo pueblo en el que nacimos todos, lo cual significa que tuvimos patria por muchas generaciones. (Sonríe). Es, también, educativo y divertido a la vez. Me recuerda los consejos que me daba la abuela. Si no me diera tanta nostalgia, reventaría de la risa. Mi abuela y su madre nunca fueron a la escuela. Sus padres creían que, si aprendía a leer y escribir, una chica podría escribir cartas de amor a algún muchacho y después éste podría denigrarla mostrándoselas a otros. Y entonces, se acabó la honra de la pobre chica. (Ríe a medias). Este tipo de ideas son de antes de que yo naciera. Mi madre, de niña, ya fue a la escuela, pero la abuela siguió enseñándome que nunca debía escribir cartas de amor y trataba de convencerme dándome miedo. Me contó la historia de un chantajista que exigía dinero a una pobre chica por no mostrar a su marido las cartas que ella le había escrito. Se vio obligada a vender sus joyas para pagarle, pero luego el marido le preguntó que dónde estaban las joyas y entonces ¡uf! No he oído peor historia que esa. Yo me enfadé y le dije a la abuela que si yo hubiera escrito las cartas, le habría dicho a mi marido que antes de él había amado a un hombre que no se lo merecía, y que ahora sólo le amaba a él, a quien jamás aceptaría robar o engañar. ¡Final feliz! Claro, es posible que mi solución no fuera válida en los tiempos de mis antepasados y tampoco estoy segura de que sea válida hoy en día. (Pensativa). Pero tal vez hoy en día tampoco existan extorsionadores que usen cartas de amor. (Saca el echarpe). Si no hace frío, puedo sacármelo, envolverlo y convertirlo en almohada. (Hace un rollo con el echarpe y lo huele). Todavía tiene el olor de la abuela. O, tal vez, sueño que lo siento. Sueño que huelo nuestra casa. (Dobla el echarpe, lo devuelve al hatillo y saca una pequeña agenda).
Mi agenda. La cosa más inútil que me traje. Porque, primero, todas las direcciones que están aquí adentro representan el pasado. Nadie vive ya en tal número de tal calle. Segundo, porque muchas de esas personas ya no viven en ningún número de ninguna calle. No es simplemente el objeto más inútil. También es el más peligroso. Si la abriera y leyera ciertos nombres, podría correr no sólo una lágrima sino todo un arroyo, un río, un océano de lágrimas. ¿Qué por qué la guardo entonces? dirás. La respuesta es muy simple. La guardo porque no puedo tirarla. Sería como si tirara mi pasado y esto no lo haré nunca. Una cosa es querer tener presente y tal vez también futuro, y otra cosa borrar el pasado. Una vez tuve todos estos amigos y parientes. Cuando esté frente al Creador, puede ser que Él no quiera ver mis papeles pero seguramente querrá ver mi agenda. (Se dirige al Creador). ¿Quién soy? Soy ésa a quien conocían las personas de la agenda, tal vez parcialmente, un pedazo cada uno, pero todas de verdad, y complementándose las unas a las otras. Tal vez ellos puedan estar también allí, frente al Creador, para dar testimonio sobre mí. (Larga pausa). Me gustaría creer que alguien es capaz de captar el conjunto de toda mi vida, se llame como se llame - Gran Juez, Hacedor, Mente Universal. Peor sería si nadie pensara en mí. Y lo peor de todo sería que yo misma comenzara a sentirme indiferente hacia el conjunto de mi vida pensando que no le importo a nadie. (Mira la agenda). En todo caso, no es un objeto pesado. Dejémoslo donde estaba. (Devuelve la agenda al hatillo).// Ahora, que sea la suerte lo que decida lo que sacaré. Como en las ferias, cuando íbamos a las ferias de mi tierra. ¿Cómo lo llamábamos? La pesca de la suerte. (Con los ojos cerrados, pone su mano dentro del hatillo, saca una pala de ping-pong, abre los ojos). La pala de ping-pong de mi hermano pequeño. (Se levanta, hace como si jugara). Quería ser un campeón, vencer a todos los jugadores chinos de ping-pong del mundo. Entonces, ni siquiera me podía vencer a mí, que casi no sabía jugar. “¡Ven, hermanita! ¡Quiero entrenarme! ¡Golpea con toda tu fuerza! Hoy voy a jugar mejor que ayer. Vas a ver.” Por más cansada que estuviera, yo jugaba. No con todas mis fuerzas, pero jugaba. (Otra vez hace como si jugara. Se para. Gran pausa). Podría haber sido campeón, si hubiera vivido. Tal vez te preguntarás por qué puse una sola pala en mi hatillo. ¿Acaso debería haber traído también la mía? ¿Y tener que buscar a otro que quiera jugar conmigo? Además, la pala no es tan liviana como la agenda. Tenía que seleccionar bien para no cargar con mucho peso durante toda mi vida. (Se burla). “¡Toda mi vida!” (Con humildad). ¡Perdón! Quiero decir, mientras viva. (Enfadada). ¡Marta! Da lo mismo. La tela del hatillo no durará mucho. (Triste). Seguramente, yo tampoco. A ver, qué durará más, ¿el hatillo o yo? Veremos. (Pausa). “A ver” es sólo una forma de hablar. Si la tela dura más que yo, ya no existiré para verla. (Vuelve al banco, se sienta, pone la pala de ping-pong en el hatillo).
Me había propuesto llevar un objeto de cada uno de mis seres queridos. A veces tenía en cuenta el peso, a veces no. ¿Por qué cargar con mi pala? Yo ya estoy aquí y no necesito tener un recordatorio de mí misma. Pero tampoco me resultó fácil elegir lo de los otros. El mejor recuerdo de mi madre hubiera sido una de las cacerolas que usaba para cocinar para todos nosotros. Pero yo no podía cargarme con una cacerola, ¿no es verdad? Así que elegí el dedal. (Busca en el hatillo, lo encuentra). Inútil, tanto como la pala, pero el dedal no pesa. (Se lo pone en el dedo del medio). Inútil. Primero, porque no tengo nada que coser. Segundo, porque nunca me puse dedal cuando cosía en casa. Mi madre y la abuela me regañaban. “¡Por Dios, hijita, te vas a destrozar los dedos!” Fingía, pues, que lo usaba y, luego, me lo sacaba y me lo ponía en el bolsillo. O me lo ponía en un dedo y empujaba la aguja con otro. (Pausa). Claro no es que cosiera mucho. Mi madre y la abuela se ocupaban de todo. Zurcían las medias, acortaban la ropa larga, alargaban la ropa corta, hacían arreglos… Del abrigo gastado, una chaqueta. Del vestido gastado, una falda. Y así nos arreglábamos. ¡Y era un paraíso! (Pausa). Yo sentía que vivía en el paraíso. Bueno, no tanto. Lo que ahora digo es falso. Lo que se nos ha ido para siempre se convierte poco a poco en una ensoñación. Embellecemos el pasado. A esto se le llama “idealización”.
(Después de unos instantes de inmovilidad, vivamente). Y de mi padre, debería haber traído su arado o, por lo menos, una cuchilla del arado. (Se ríe). ¡Imagínate si tuviera una cuchilla así en mi hatillo! Creerían que soy una delincuente, incluso una terrorista. Lo menos que podrían pensar es que estoy loca de atar. En esto, tal vez tuvieran un poco de razón, ¿no es cierto? Vamos, ¡ponte seria, Marta! No hace falta el arado para recordar a tu padre. Así que hiciste una buena elección, algo menos pesado y voluminoso y mucho menos sospechoso: sus anteojos. Sí, así llamaba él a sus gafas. “¿Me traes mis anteojos, hija?” (Los encuentra en el hatillo y se los pone). No veo nada con estas gafas. ¿Tenía miopía? ¿Tenía hipermetropía? ¿U otra cosa? (Se los saca, los mira). Una cosa es segura: eran su orgullo y su descanso. Se los ponía y ya no era un campesino. Era lector de diarios, médico que examinaba una hernia y la curaba, psicólogo que te miraba por encima de las gafas para observar lo que te pasaba. Utilizaba, entonces, un lenguaje anticuado. “¿Dónde te duele, hija mía?” Parece que las gafas sacaban mágicamente de sus adentros palabras y expresiones que él desconocía cuando araba o sembraba. (Se los pone, se pone bizca, se los saca). Tal vez me sirvan cuando llegue a su edad. (Pausa). Pero ¿cómo llegaré a su edad, sentada en un banco, sin un amigo, sin...?
(Encolerizada). ¡Te odio cuando hablas así, Marta! Tiende tu mano y pide un amigo. ¡Adelante! Los obstáculos lingüísticos no justifican nada. Encuentra la manera de conseguirlo. Antes dijiste que vale la pena vivir, aunque sea con dificultades, porque el que está vivo puede esperar algo. Escuchemos, entonces, qué esperas tú. (Larga pausa). ¿Te quedaste sin voz, hijita?
¿No habrá por aquí cerca un muchacho de mi tierra, refugiado también, como yo? Tal vez haya alguno, y nos podemos cruzar a poca distancia pero sin que la suerte haga que nos encontremos. Tal vez los otros supervivientes hayan ido más al Norte, más al Sur, lejos. ¡Imagínate que sea yo la única en este rincón del mundo! Hubo un tiempo en que aquí había leones. Después desaparecieron. Seguramente no deben haberse ido todos juntos. Primero, uno; después, el otro... Habrá habido un momento en que solamente haya quedado un león. Y debe haber dado vueltas y vueltas, al comienzo con rugidos, luego con quejidos, y finalmente con resignación. Debe haber deambulado buscando un amigo, una pareja, hasta que debe haberse recostado, agotado, para cerrar sus ojos para siempre. El último león. (Pausa). Los osos… No hace mucho tiempo que en mi tierra había osos. Se fueron muriendo poco a poco, pero ¿qué habrá sentido el último? ¿Qué angustia? (Larga pausa). Con los seres humanos, no, no es lo mismo. Sea extranjera o del país, siempre hay alguna persona cerca de ti. Así que acaba ya con este rollo, Marta. Tal vez sea difícil que el extranjero se convierta en “local”, pero no existe comparación con la congoja de último león o del último oso. (Pausa).
Si tuviera un animalito, mi vida sería mejor. Los seres humanos, no todos pero sí los que aman a los animales, se pararían para acariciarlo y así yo también sentiría una poco de ternura. Quizás algunos me preguntarían cosas del animalito y, tal vez así, yo podría empezar a aprender el idioma. ¿Cómo se dice aquí “perro”? Yo le llamaría como a mi perro del pueblo, Babu. Fácil. Si la gente me preguntara, con un tono ascendente al final de la frase, yo contestaría “Babu”. Pero yo sería una desalmada si me hubiera traído un animalito y lo hiciera sufrir conmigo, sin techo y hambriento, dándole solamente amor. Olvídado, pues. Más tarde, tal vez. O nunca.
(Hurga en su hatillo). Ahora es el momento mágico para tocar el recordatorio de su amor. (Encierra entre sus dos palmas un pequeño objeto. Se levanta y va hacia delante, al centro del escenario. Imita la voz de un joven). “Con este anillo me comprometo contigo. Un día serás mi esposa.” (Imitando la voz de un viejo). “Puedes besar a tu novia.” (Besa sus palmas unidas. Se dirige a una persona imaginaria). No te preocupes por nuestra boda, mi bien. Sólo mantente vivo. ¡Te lo ruego! No importa si no te vuelvo a ver. Salvo si… (Piensa). Si te hirieran en la guerra, si no pudieras caminar o ver, entonces yo querría encontrarte en algún lado y cuidarte. Cantaría para ti, te contaría historias, acariciaría tus miembros heridos, besaría tus ojos oscurecidos. “En la felicidad y en la desgracia”, ¿no lo dicen así en los casamientos? Juro que mejoraría tu vida, hasta podría hacerla agradable. (Canta una melodía suave, como una canción de cuna). Si un día te encontrara postrado, enfermo, herido, te contaría el final de un cuento que me leía mi madre cuando era chica. Ella quería aprender a leer mejor, pero se casó cuando tenía más o menos quince años. No era raro en mi tierra entonces. Bueno, el cuento acaba así:
“El pobre muchacho ciego deambuló triste por el bosque durante mucho tiempo. Sólo se alimentaba de las raíces y los frutos que encontraba hurgando entre los arbustos. Su único pensamiento era que había perdido a su amada. Pero, camina que caminarás, un día fue a parar cerca del lugar solitario donde ella vivía, hundida en la más profunda tristeza. Desde lejos, oyó que alguien cantaba su canción de adiós y enseguida reconoció la voz que amaba. El muchacho se dirigió tambaleándose hacia ella. Apenas le vio, su amada le reconoció y corrió a sus brazos. Se puso tan contenta de verle, y le dolió tanto encontrarlo ciego, que sus lágrimas se soltaron como un río. Dos grandes gotas cayeron sobre los ojos del muchacho. Y de repente, como por arte de encanto, sus pupilas se abrieron y pudo ver tan bien como antes.”
(Apoya su cabeza sobre sus palmas unidas). Los cuentos necesitan un final feliz; y por eso se produjo una cura milagrosa. (Mueve su cabeza). Yo no necesito milagros. El final feliz sería simplemente que nos encontráramos. O que estuvieras vivo, en algún lugar del mundo, aunque no nos encontráramos nunca. Nuestra vida no es un cuento. En la vida real, éste sería un final feliz. (Pone una mano sobre su oreja como si fuera un auricular de teléfono). Murmúrame algo. Dame una señal. ¿Estás vivo? Si quieres, puedes amar a otra chica. No me importaría. Nuestro compromiso fue una fiesta. Intercambiamos anillos que eran baratijas - no eran de oro verdadero; fue simplemente para que se tranquilizaran nuestros padres, que estaban preocupados por nuestros encuentros. Ahora, todos se han ido. Tanto los tuyos, como los míos. Espero que no te hayas enterado. Mejor que no lo sepas. Eres libre de construir tu propio futuro. Pero nadie nos puede quitar lo que tuvimos. Y aquí está el recordatorio de tu amor. (Separa la mano de su oreja como si le hubieran dicho algo y se pusiera a pensar en ello). Claro que yo también podría amar a otro, si quisiera. Sí, te lo prometo, no te preocupes. Sólo cuídate mucho. (Va hacia el banco, se sienta, deja el anillo dentro del hatillo).
Aquí está lo último que quise traer conmigo: Mánikin y Mínikin. (Saca dos títeres y se los coloca en las manos). Yo hacía teatro para chicos. No sólo para mis hermanos y primos sino para cualquiera que quisiera mirar. Mi tía decía que yo tenía talento para cambiar de voz y que podría abrir un teatro de títeres si me decidiera. (Se ríe). Si tienes muchos talentos, no llegas a cultivar ninguno. Sin embargo, no tuve suficiente tiempo para elegir si quería ser animadora de teatro de títeres, actriz, o poetisa. (Se dirige al proscenio). Lo más probable es que no hubiera elegido nada de todo esto. (Acerca los títeres al nivel de su cara). ¿Están de acuerdo? (Cambia de voz. Usa una voz ronca y de garganta para Mánikin, y una voz aguda y nasal para Mínikin).
Mánikin – No estoy de acuerdo.
Mínikin – Ese nunca está de acuerdo, Marta. No le des importancia. (A Mánikin). Creo que todavía es de día, amigo. A ti ¿qué te parece?
Mánikin – No estoy de acuerdo.
Mínikin – (A Marta). ¿Ves? (Se ríe. Pausa).
Marta – (Baja un poco los títeres y sonríe). La verdad es que Mánikin no está del todo equivocado. Dentro de poco será de noche. Pero ¿por qué elegí a estos títeres entre tantas otras cosas? Dejé ropa nueva, zapatos, hasta mis pocas joyas. Mmm… Ahora veo que hice bien. Si duermes bajo un puente o sobre un banco, el peligro no es sólo la policía. Son también los ladrones. Mi hatillo no provoca, no promete nada. Si alguien me lo arrancara, lo tiraría un poco más allá. (Pensativa). ¿Creería que el anillo es de oro? ¡No! Los ladrones saben reconocer lo verdadero de lo falso. Pero cuando yo separaba lo que me iba a llevar de lo que dejaría no pensé en esas cosas. Elegía por instinto. Si no tengo cerca de mí a un amigo, un pariente o un perrito, Mánikin y Mínikin, y los recuerdos que me traen, serán buena compañía, me dijo mi instinto. (Acerca los títeres a su cara). ¿Estáis de acuerdo?
Mínikin – ¡Sí, sí! Me horrorizo tan sólo de pensar que podía haberme quedado allá, entre gente que encuentra placer en hacer la guerra.
Mánikin – (A Mínikin). ¡Y por eso viniste a un lugar nuevo, entre gente que habla una lengua que no conoces! Y que muchas veces se comportan contigo como si fueran tus enemigos. ¿Por qué crees que esto es mejor?
Mínikin – Porque aquí soy una refugiada, que es mejor que ser un enemigo.
Mánikin – ¿Y por qué es mejor, querida?
Mínikin – Yo no soy tu querida. Me llevas siempre la contraria. No nos entendemos. Yo por aquí, tú por allá. (Se da la vuelta hacia el otro lado).
Mánikin – De acuerdo. (Gira hacia el otro lado).
Marta – (A Mínikin). ¿Ves cómo se ha puesto de acuerdo contigo, aunque haya sido sólo por una vez?
Mínikin – ¡Cómo que se ha puesto de acuerdo conmigo! Se ha puesto de acuerdo en que no estamos de acuerdo.
Mánikin – Estoy de acuerdo.
Mínikin – (A Mánikin). ¡Déjame en paz! Vete a buscar otra novia.
Mánikin – (A Mínikin). ¡No puede ser! Yo nací contigo y moriré contigo. Viviremos juntos eternamente.
Marta – (A Mínikin). ¿Viste cómo te ama?
Mínikin – (A Marta). Para martirizarme.
Mánikin – Estoy de acuerdo. Ya sabes el dicho. “Te quiero, por eso te aporreo.”
Mínikin – (A Mánikin). ¡Buscas dichos para justificarte!
Mánikin – Sí, pero también busco poemas para expresarte mi amor.“¿No es verdad, ángel de amor, / que en esta apartada orilla más pura la luna brilla / y se respira mejor?”
Marta – (A Mínikin). ¿No se merece un besito por este hermoso poema?
Mínikin – (Con coquetería). Mmm... Que me diga uno más y entonces veremos.
Mánikin – ¡Otros diez, si mi amada me lo pide! “Yo soy como la paloma que, cuando pierde a su pareja, se deja morir de sed”.
Mínikin – (A Mánikin). Vamos, démonos un beso. (Se besan). Prométeme que no me vas a contradecir más.
Mánikin – Sácatelo de la cabeza. El amor necesita contradicción y tozudería y caprichos, porque si no se muere. Sin embargo, te prometo que te amaré siempre.
Mínikin – No existe el “siempre”. Nada en la vida permanece inmóvil. Todo fluye.
Mánikin – No estoy de acuerdo. (A Marta). ¡Tú le pusiste en la cabeza estas tonterías! Nosotros no somos seres mortales, como tú. Los títeres pueden quedarse inmóviles y… no todo fluye.
Marta – (Baja las manos con los títeres). Me cansé de vosotros. Me gustaría tomar un poco de café, y tener una criatura para hablar con ella mientras lo tomo.
Mánikin – (Se levanta de pronto y le da un cachete a Marta). ¿Y yo qué soy? ¿No soy una criatura, ingrata? ¿No me creaste tú y me trajiste aquí contigo? Si me has traído para ofenderme, mejor que me hubieras dejado.
Mínikin – Yo prefiero estar con Marta.
Mánikin – ¿Quién contradice ahora? (Le da la espalda. Pausa).
Marta – (Preocupada). No puedo. No me divierto. Mis hermanos, mis primos, todos están enterrados bajo los escombros. No puedo hacer de titiritera para nadie. Estoy triste. (Va al banco, deja los títeres). Y me da vergüenza que yo me haya salvado, mientras que tantos otros...
Los guardias de la frontera me preguntaron sin palabras “¿Uno?” Habían levantado un dedo y yo moví la cabeza hacia abajo aunque no estoy segura de que aquí este movimiento signifique “sí”. Tal vez en otros lugares el “sí” sin palabras sea un movimiento con la cabeza hacia arriba. O que no se haga ninguna seña con la cabeza sino con una bajada de párpados o con algún otro gesto. Por suerte, me comprendieron y sellaron mis papeles con una mirada de compasión. Uno de ellos dijo una palabra y señaló hacia la derecha. Volví a hacer el gesto de “sí” y me alejé. No me preguntes cómo adiviné qué quería decir, porque no sabría qué responderte. Existe algo que se llama percepción. A veces funciona perfectamente, sobre todo en situaciones límite. Debían haber montado un campamento para refugiados en algún lugar y me dijo que fuera para allá. No fui. (Toma a Mínikin y la acerca a su cara). ¿Qué te parece? ¿Estaríamos mejor en un campamento de refugiados?
Mínikin – ¡Ah, no! ¡Yo soy una chica independiente! Ya lo sabes, Marta. No me encierres en un campamento.
Marta – (Toma a Mánikin y lo acerca a su cara). ¿A ti qué te parece?
Mánikin – Estoy de acuerdo. De ninguna manera viviría en un campamento.
Marta – (Los abraza. Pensativamente). ¿Pero, cómo lograré sobrevivir?
Mánikin – (Le habla al oído, después de deshacerse de su abrazo). Podríamos instalar un teatro de títeres y ganarnos el pan.
Mínikin – (Con el mismo movimiento). Estoy de acuerdo. Aquí, además de divertir a los chicos, podríamos también captar el interés de los adultos. Porque aquí nosotros somos diferentes, es decir dignos de ser observados.
Marta – (Los mira enfadada). ¡Sí! Nos comprenderían, nos adorarían, y nosotros nos haríamos ricos con nuestras tonterías. (Severamente). ¡A callar y a dormir! Quiero un poco de tranquilidad. Dentro de un rato os voy a devolver al hatillo y lo voy a atar. Vais a sentiros mal si no dormís hasta entonces. (Abraza a los títeres). Hablaremos mañana. (Gran pausa).
Ayer a esta misma hora vino un perrito amigo. Se paró delante de mí y me miró a los ojos. ¡Dios mío! Me dio tanta vergüenza no tener nada con qué invitarle. Pero él fue amable. Me dejó comprender que no necesitaba nada más que un poco de simpatía, de manera que extendí mi mano y la apoyé sobre su cabeza. “Déjame quedarme contigo”, decía su mirada. “Sé que tienes dificultades, pero podemos cuidarnos el uno al otro,” siguió diciéndome silenciosamente. Fue un instante extraordinario. Tenía ganas de apoyar mi cabeza sobre la suya, pero me quedé rígida como una estatua, sin atreverme a darle ánimos. Supongo que sintió cómo se me rompía el corazón y me tuvo lástima, por eso empezó a alejarse. Vaciló, miró hacia atrás una o dos veces, pero yo, rápidamente, miré hacia otro lado. Murmuré muy suavemente “Babu”. No creo que lo oyera. Sin embargo, se dio la vuelta y me miró una vez más. Me tortura el pensar que lo he dejado partir y tal vez no vuelva nunca más. Ay, perrito mío ¡si supieras cómo te necesito! (Severamente a su misma). Tendría que ser muy cruel para hacerle quedarse a sufrir conmigo, sin techo y sin comida. Tal vez encuentre una casa si sigue deambulando por ahí y mirando a la gente a los ojos. En cuanto a mí, me las tengo que arreglar sola. (Pone los títeres en el hatillo. Cierra los ojos). Necesito dormir un poco. Me voy a poner el echarpe de la abuela para el frío nocturno y voy a guardar el resto. (Abre los ojos y hace lo que dijo).
El problema es ¿qué sueños soñaré cuando me duerma? (Piensa). Sueñe lo que sueñe, bienvenido sea. Los sueños son el único lugar donde puedo encontrarme con mi madre y con todos los demás. Mi familia. Mis raíces. Muchas veces vienen todos juntos como en los buenos tiempos. Uno podría pensar que estos sueños son los mejores. Pues no, porque cuando el sueño se evapora, me doy cuenta de que ya no están en aquel lugar feliz y me duele. Por el contrario, si en mis sueños aparece alguien que sufre, al despertar me consuelo un poco porque sé que ahora ya está tranquilo. Ya ves, es algo complejo: los buenos sueños me apesadumbran, mientras que los sueños malos me traen consuelo. El tema no es nada simple. (Pausa). De todos modos, bienvenidos los sueños.
Mañana… (Larga pausa). Hubo una vez en que “mañana” era mi palabra preferida. Anticipaciones. Me preguntaba qué traería el día de mañana. Ahora… (Más alegremente). Pero, incluso ahora, hay algo bello en esta palabra. La sorpresa. ¿Qué sorpresa traerá, tal vez, el día de mañana? Digamos que ahora lo que más deseo en este mundo es la sorpresa. Por ejemplo, supongamos que pasan dos personas delante de mi banco y yo comprendo lo que dicen. Puede haber sucedido algo mágico. O puede ser que sean dos desconocidos compatriotas míos. ¿Qué hago? ¿Les dejo que sigan su camino como hice con el perrito amigo, probablemente para siempre? ¿O me abalanzo sobre ellos diciendo “¡Quedaos conmigo!” o “¡Llevadme con vosotros!”? Por ahora, lo único que tengo claro es lo que NO debo hacer. No creo que deba pedirles que se queden conmigo o que me lleven con ellos. Cada refugiado tiene sus propios problemas. Por lo tanto... (Pausa). Pero, ¿y si hubieran perdido a su hija, y yo pudiera ocupar su lugar y darles alegría? (Enfadada). ¡Marta! ¡Pon los pies en el suelo! Si no llegas a tener éxito como titiritera, o como poetisa, o como actriz, podrías, con semejantes fantasías, convertirte en una famosa escritora de novelas lacrimógenas y melodramáticas. ¡Vergüenza tendría que darte! (Pausa).
¿Entonces? Por fin llegué a la conclusión de lo que haría si... (Burlonamente). “¡Con el si y con el si, lo que venía ya se fue!” Ay, abuelita. Me acuerdo tanto de tus dichos. Muchas veces, me sirven. Así pues, no hay “si” que valga.
Mañana puede ser que encuentre algún trabajito donde no haga falta hablar y que me permita ganar alguna moneda. (Irónicamente). Esta es mi mayor ambición. (Seriamente). Hay trabajos que haría sin que me pagaran, que incluso pagaría por hacer, si tuviera con qué pagar. (Se da un pequeño cachete en la mejilla). Ya dijimos que los “si” están prohibidos. ¿Estamos? ¡Estamos! Una vez vi a una chica que llevaba tres correas en cada mano y así llevaba de paseo a seis perros. Me imagino que hay gente que no tiene tiempo para pasear a su perro y le pagan para que vaya a buscarlos y los pasee. Sólo con que cada dueño de perro le pague una moneda, ella ya puede comprarse un sándwich, una fruta y, quizás hasta un helado. (Con hedonismo). ¡Ah! Un helado. (Asustada). ¡Ah! Me acabo de acordar... ¡No, no me acordé! ¡Voy a olvidarlo enseguida! (Se levanta, camina).
Otro trabajo que me gustaría hacer es de jardinera. Sé sembrar, podar arbustos y árboles, picar la tierra alrededor de las raíces y hacer surcos para que se quede el agua y los riegue. En nuestro jardín, yo hacía todo esto para entretenerme, cuando terminaba con mis deberes. No hacía falta que me lo pidieran ni que me dieran algo, como un pedazo de torta o un helado. (Enfadada). ¡Otra vez el helado! ¡Basta, tonta!
(Esconde la cara entre sus manos, luego la levanta). Bueno, no puedo olvidar. De hecho la solución no es olvidar. No debes ni siquiera quererlo. Si me olvido de la historia del helado, puede ser que empiece a olvidarme de otras cosas agradables, importantes. Así que es mejor hablar de aquella historia que tanto me duele.
Un día mi mamá nos hizo helado y mi hermanito le dijo que no le gustaba el helado de frutas y que por qué no había hecho helado de chocolate que tanto le gustaba. Entonces mi madre se enfadó y le dijo “Bueno, pues no comas. Espera a que haga helado de chocolate. ¿Quién quiere esta bolita de helado?” Y me la comí yo. Mi hermano se puso a llorar y yo me arrepentí, pero ya era tarde. Ya me había comido la bola y por lo tanto no se la podía dar a él. “La próxima vez te voy a dar mi bolita de helado,” dije para consolarlo. Pero continuó enfadado. Y después… (Da la espalda al público y llora). Después... (Con determinación se da la vuelta hacia el público). No hubo próxima vez. Voy a tener que vivir siempre con el recuerdo de haberme comido el último helado de mi hermano muerto.
(Larga pausa). Es casi de noche. Si me acurruco y me cubro con mi echarpe, cuando esté más oscuro los peatones no podrán decir si soy un varón o una mujer, una persona o un animal. Entonces, puede ser que me dejen tranquila. Con el sueño de toda una noche, mañana voy a tener fuerza para hacer milagros. O simplemente para trabajar. Sin milagros. Por ahora, voy a utilizar las fuerzas mágicas que tiene mi echarpe para ser invisible. ¡Abracadabra!
(Desde la derecha, se oye la voz de un búho en tono de pregunta: “Juju”. Marta imita la voz). ¿Dónde? ¿Dónde? (En contestación se oye de nuevo la voz del búho). Estoy aquí, señor búho. ¿Y tú? ¿Dónde estás? (Pausa). Para que lo sepas, yo soy Marta. Yo sé quién eres tú. Mi abuela contaba un montón de historias tuyas. Te llamaba ave de la sabiduría y decía que eres capaz de oír pasar un ratón caminando a una distancia de cincuenta metros. Y que ves mejor de noche, mientras que mucha luz te molesta y entonces cierras los ojos, como si pensaras. (Sonríe). Te despertaste, ahora que se hizo de noche, ¿no es cierto? Vas a hacerme compañía durante toda la noche. (Se repite la invitación-pregunta del búho. Marta mira a la derecha con mucho interés). ¿Eres el búho de mi infancia? ¿Eres un refugiado tú también? ¿Dónde estás? (Va hacia la derecha y se queda medio dentro del escenario, y medio fuera). Tú puedes verme con esa increíble visión que tienes, pero yo no te veo. Tal vez seas marrón, mientras que el búho de mi infancia era gris con manchas. Deseo encontrar algo de mi pasado. Tú eres algo de mi presente pero, al mismo tiempo, me resultas tan conocido… (La voz se repite). Ya te lo dije, soy Marta y estoy aquí. Antes imitaba tu voz. Sí, todos los chicos competíamos a ver quién imitaba mejor al búho. No importa de qué color eres. Te conozco. ¿Puedes quedarte conmigo esta noche? Te lo ruego. (Pausa). Me sentiría como si estuviera en mi casa, allá, en mi tierra, si tu voz arrullara mis sueños.
(Vuelve al banco, se sienta y se prepara para acostarse y cubrirse con el echarpe). Hace un rato, dije que necesitaba mucho encontrar algo que pudiera reconocer, antes de que se hiciera de noche. Que si no, no podría dormir. Mira qué bien que te haya encontrado a ti, ave de mi infancia. Cuídame. Ahora que estás cerca mí, tal vez consiga dormirme tranquila, tan pronto cierre mis ojos. (Se acurruca en el banco. Se cubre con el echarpe. Se queda inmóvil. Se repite la voz del búho. Oscuridad).
FIN
Nota: Esta publicación en primicia esta autorizada por la autora. Cualquier persona que desee ponerla en escena, debe solicitar la debida autorización a la autora. Pata ello pueden contactarla a: mail: lkaravia@otenet.gr
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