Fotografía: André Cruchaga, El Salvador.
El sueño rodó antes y ha seguido así, por largos dieciocho años. Quién iba a creer, —inimaginable por cierto— que dos jóvenes, aunque con profundas raíces salvadoreñas, pero con formación académica fuera de nuestro país, iban a sentar las bases de todo un acontecer literario en nuestro país, en una época crispada por el perfume de la pólvora y las campanas encendidas con azahares de ceniza.
Esas dos personas que iniciaron este vitral de fosforescentes ventanas fueron: Gabriel Otero y César Ramírez; luego se incorporó Javier Alas a ese par de jóvenes y con ellos, Chico Valencia, quien en definitiva supo con tino aceptar la propuesta de un suplemento que rompió con esquemas y paradigmas.
Era la plena guerra. Las calles olían a pólvora, los muros de las casas caían y con ellos cientos de personas. El Tres Mil fue premonitorio en todo lo que cabe: había una poética desafiante, devocional. En él convergían las voces más diversas, su talante era la diversidad pese a la época: Así concurrieron voces como David Escobar Galindo, Matilde Elena López, Francisco Andrés Escobar, Rafael Lara Martínez, etc. También estaba latente la voz de Roque que se dejaba sentir en otras voces y, por supuesto, la palabra nueva hirviendo en el lomo de esa áspera realidad, diariamente asfixiante.
El Suplemento Tres Mil, siempre ha sido un baúl de sueños: más en aquella época donde este medio era el único instrumento capaz de dar vida, con sus pañuelos de azúcar y sus cactus de zozobra.
El tren del tiempo se detiene. Ahora, después de aquel vuelo, éste Suplemento sigue fortificado frente a un país de dolorosos limones y azules abanicos tiznados a menudo por la violencia que no cesa en su crepúsculo rabioso. Era un infierno espléndido —digo en singular— retomando el título de un poemario de Roger Lindo: “Los infiernos espléndidos”. Curiosamente los periódicos y el Latino, cuya administración está en manos de los trabajadores, no contaba por esos días con los recursos tecnológicos de hoy en día. Es más, después del atentado incendiario que éste sufrió —uno de tantos, en realidad—, en un gesto de estricta solidaridad, doné a dicho Periódico mi maquina de escribir. Ahora, la revolución de las comunicaciones —como dice Frances Cairncross— ha cambiado el panorama mundial en todos los sentidos. Antes el trabajo era casi artesanal, pero enriquecido con ese espíritu inclaudicable que caracteriza a los salvadoreños. Con un clic, se puede leer en línea el Tres Mil; en aquella época ese servicio no había llegado a grandes masas de población. Si bien es cierto que el país sigue teniendo grandes desafíos, sobre todo en lo social, económico y jurídico, también es cierto que la población en general cuenta con mayor acceso a las nuevas tecnologías.
Curiosamente en esa época de calles tomadas, bombas en cada esquina, y semáforos rotos, había una férrea voluntad por dejar en el Suplemento el clamor inevitable por una paz negociada, la denuncia a través de los latidos del alfabeto. Así se imprimieron páginas valiosas como Segunda Quincena, al frente de Salvador Juárez y Julio Iraheta Santos; Patriaexacta con Víctor Acevedo y Jorge Vargas Méndez; Tareya, la Página de Juan Caminos, cuya iniciativa fue del poeta Rolando Elías y con él Mario Noel Rodríguez y André Cruchaga. Desde luego estas que enumero no fueron las únicas: siendo la válvula de escape, en él hubo infinidad de protagonistas. La lista es larga. Ahora, después de tantos años, surge la ingente necesidad de capitalizar todo ese aporte literario en un índice antológico donde se plasme la poesía, la narrativa, el ensayo, etc.
Sirvió, además, para propiciar entrañables amistades. A esta fecha seguimos siendo amigos de afanes culturales: Gabriela Otero, César Ramírez, Javier Alas y el que esto escribe, quienes con devoción benedictina, esperábamos sábado a sábado, la edición del Tres Mil y a la cual, en más de una ocasión se nos unieron: Rafael Lara Martínez, Carmen González Huguet, Geovani Galeas, etc. Pero al margen de esta digresión inevitable, este ha sido y seguirá siendo el testimonio más fidedigno de la literatura salvadoreña.
Dejado por sus fundadores, el Suplemento ha mantenido su juventud. Y aunque hubo un momento de transición, pues pasó por muchas manos, ahora es coordinado por el poeta Otoniel Guevara.
Aquí, en este periplo —sospechado o no— se juntaron dos momentos de trascendencia capital para la cultura del país: el momento literario, concatenado con el momento político de insurgencia que se vivía. Y eso, raras veces pasa en la historia.
André Cruchaga
Barataria, 17.III.08.
De ayer a hoy: un asombro hecho Tres Mil
El sueño rodó antes y ha seguido así, por largos dieciocho años. Quién iba a creer, —inimaginable por cierto— que dos jóvenes, aunque con profundas raíces salvadoreñas, pero con formación académica fuera de nuestro país, iban a sentar las bases de todo un acontecer literario en nuestro país, en una época crispada por el perfume de la pólvora y las campanas encendidas con azahares de ceniza.
Esas dos personas que iniciaron este vitral de fosforescentes ventanas fueron: Gabriel Otero y César Ramírez; luego se incorporó Javier Alas a ese par de jóvenes y con ellos, Chico Valencia, quien en definitiva supo con tino aceptar la propuesta de un suplemento que rompió con esquemas y paradigmas.
Era la plena guerra. Las calles olían a pólvora, los muros de las casas caían y con ellos cientos de personas. El Tres Mil fue premonitorio en todo lo que cabe: había una poética desafiante, devocional. En él convergían las voces más diversas, su talante era la diversidad pese a la época: Así concurrieron voces como David Escobar Galindo, Matilde Elena López, Francisco Andrés Escobar, Rafael Lara Martínez, etc. También estaba latente la voz de Roque que se dejaba sentir en otras voces y, por supuesto, la palabra nueva hirviendo en el lomo de esa áspera realidad, diariamente asfixiante.
El Suplemento Tres Mil, siempre ha sido un baúl de sueños: más en aquella época donde este medio era el único instrumento capaz de dar vida, con sus pañuelos de azúcar y sus cactus de zozobra.
El tren del tiempo se detiene. Ahora, después de aquel vuelo, éste Suplemento sigue fortificado frente a un país de dolorosos limones y azules abanicos tiznados a menudo por la violencia que no cesa en su crepúsculo rabioso. Era un infierno espléndido —digo en singular— retomando el título de un poemario de Roger Lindo: “Los infiernos espléndidos”. Curiosamente los periódicos y el Latino, cuya administración está en manos de los trabajadores, no contaba por esos días con los recursos tecnológicos de hoy en día. Es más, después del atentado incendiario que éste sufrió —uno de tantos, en realidad—, en un gesto de estricta solidaridad, doné a dicho Periódico mi maquina de escribir. Ahora, la revolución de las comunicaciones —como dice Frances Cairncross— ha cambiado el panorama mundial en todos los sentidos. Antes el trabajo era casi artesanal, pero enriquecido con ese espíritu inclaudicable que caracteriza a los salvadoreños. Con un clic, se puede leer en línea el Tres Mil; en aquella época ese servicio no había llegado a grandes masas de población. Si bien es cierto que el país sigue teniendo grandes desafíos, sobre todo en lo social, económico y jurídico, también es cierto que la población en general cuenta con mayor acceso a las nuevas tecnologías.
Curiosamente en esa época de calles tomadas, bombas en cada esquina, y semáforos rotos, había una férrea voluntad por dejar en el Suplemento el clamor inevitable por una paz negociada, la denuncia a través de los latidos del alfabeto. Así se imprimieron páginas valiosas como Segunda Quincena, al frente de Salvador Juárez y Julio Iraheta Santos; Patriaexacta con Víctor Acevedo y Jorge Vargas Méndez; Tareya, la Página de Juan Caminos, cuya iniciativa fue del poeta Rolando Elías y con él Mario Noel Rodríguez y André Cruchaga. Desde luego estas que enumero no fueron las únicas: siendo la válvula de escape, en él hubo infinidad de protagonistas. La lista es larga. Ahora, después de tantos años, surge la ingente necesidad de capitalizar todo ese aporte literario en un índice antológico donde se plasme la poesía, la narrativa, el ensayo, etc.
Sirvió, además, para propiciar entrañables amistades. A esta fecha seguimos siendo amigos de afanes culturales: Gabriela Otero, César Ramírez, Javier Alas y el que esto escribe, quienes con devoción benedictina, esperábamos sábado a sábado, la edición del Tres Mil y a la cual, en más de una ocasión se nos unieron: Rafael Lara Martínez, Carmen González Huguet, Geovani Galeas, etc. Pero al margen de esta digresión inevitable, este ha sido y seguirá siendo el testimonio más fidedigno de la literatura salvadoreña.
Dejado por sus fundadores, el Suplemento ha mantenido su juventud. Y aunque hubo un momento de transición, pues pasó por muchas manos, ahora es coordinado por el poeta Otoniel Guevara.
Aquí, en este periplo —sospechado o no— se juntaron dos momentos de trascendencia capital para la cultura del país: el momento literario, concatenado con el momento político de insurgencia que se vivía. Y eso, raras veces pasa en la historia.
André Cruchaga
Barataria, 17.III.08.
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