martes, 13 de agosto de 2013

POEMAS DE JUAN MIGUEL PÉREZ

Juan Miguel Pérez, El Salvador




TERTULIA UTÓPICA




A veces, al idealismo subyacente de mis poros
le da por columpiarse en los abismos del arcoíris,
sentarse y hacer burbujas con la aguja del ojo;
luego, como río que brota de las piedras,
como arte de magia, el suspiro sencillo
se acopla a las trampas ligeras del amor.

A veces se resquebraja mi navaja,
pero busco piedras de afilar en los cisnes;
hay épocas y estaciones donde el pájaro no llega.
¿No lo crees así amor?
El pájaro quiere lluvia,
pero creo que a la lluvia la volvimos loca
e incluso así evade nuestro manicomio.

Leo el periódico y no encuentro tu noticia.
¿Acaso has huido del crimen?
¿Acaso has cerrado las nubes con smog
y todavía esperas el trueno de justicia?
¡Contéstame!, dime si este instante
te causa misericordia, los ríos te esperan
y los poetas con sus liras desafinadas.

Yo, soy parte de ti; es cierto, ¡ya no hay fábulas!, pero en este refugio te espero y te recreo una propia; ya no solloces, mejor déjame dormir una vez más entre tu pubis y despertar creyendo que el capitalismo, ha sido puesto en cuarentena; para que luego, sea eliminado como virus informático.





SUSURRO PERSONAL



A: Rebeca Henríquez

Sobre aquel momento de soledad, el susurro personal de los violines. 
Solo. Solamente el salitre de la lengua, razón de murmuraciones clandestinas;
atrás del espejo, la mirada tersa y despiadada de las tarántulas traspapeladas.

Sobrevivo al final de mecates, mientras los armadillos pasan desapercibidos. 

He vuelto a soñar con lo asible, mientras me embriagaba con el néctar de xana.

En esta bifurcación de trenes y olivos: la mutación desenfrenada del Maquilishuat,
la llamada de la aldaba escupida por la política, espacio reducido de la democracia.

Yo, penetro en el cauce, hundido como aquel guijarro gigante, pulpo sin tentáculos. 

Me niego a creer en el claroscuro de las libélulas, niego todo, menos mi silencio. 

En esta hospitalidad traslúcida del espasmo, la medicina de las gaviotas;
me permito volar, tal si fuera un cuervo despellejado por el ácido del cielo.

Escucho con prontitud
-a veces lejana-
la voz inasible de Natura embalsamada. 
Enciendo velas, candiles y poemas: solamente cuando solloza la verde Rebeca.





CONFESIONES





No sé, si ya he muerto en el lied hipnótico del líquido. 
Amarro la cuerda al mástil de la guitarra
y sostengo cada puchito de vértigo en mi mano.

Ahora lo sé, he fingido no morir por siempre, 
he fingido no estar y sin embargo estoy aquí. 

Hoy completo el círculo, confieso mis desdenes:
es la hora de poner el pecho en el comal etéreo,
es la hora de causar una herida a las páginas,
es la hora de sanar la herida a los tordos;
ya no es hora de acariciar las nubes y la lluvia.

También, no sé si llevo en mis costillas:
el hedor putrefacto de las ergástulas
o la fatiga de la escarcha bifurcada.

A veces, he tenido que beber de la herida 
y vomitar luego en el plato de la navaja.

En el pronto que duerme en el candelabro,
he guardado versos de campánulas frías;
he puesto gas sin refranes y fábulas dormidas
en el harapo volátil,
para que haga más grande la llama suicida.




LIBRE





Las manos flotan junto al estertor del líquido. 
Tratan de hundir mi góndola en su nebulosa
y así despellejar mis revestimientos carnales. 

Mis letras bogan junto a sus pálidos meñiques. 
Mis lágrimas caen como ácido sobre sus uñas. 

Traigo un cacaxtle lleno de vértigos
-un suéter impregnado de brizna-
y un alma invertida envuelta en añicos.
Dentro de cada trozo de mi piel...
Encontrarás fragmentos de mi Patria
que poco a poco cura sus heridas,
alimentándose de mi lucha
y de mis muertes constantes.

No sé si hoy
he construido mi propia ergástula en la tumba;
nada más sé
que cada güishte que duerme en mi espalda
canta un lied diferente y sana un poco mis vértebras.

Hoy libres alondras surcan la mar 
y su nido yace en el regazo del cielo.





RUMOR DE PÁJAROS




Somos seres de instantes muy sutiles.
Acaso como la luz de las luciérnagas.
André Cruchaga

Entre la ponzoña de las carnicerías,
el vuelo irreal de las aves, sigilo previo. 

Surcamos a veces dentro de los ixcanales
y nos volvemos a ver dentro de un espejo
que musita caídos y páramos con estridencia. 

A veces nos da por encerrarnos en la ergástula
y solo la caja de jade nos libera de nuestras cadenas.

Hemos vivido bajo el nido de angustia de la estirpe
y calcinamos nuestros ojos junto al abrojo de las sienes;
al fin y al cabo, somos bufones que erradicamos la congoja
y nos volvemos mimos cuando la naturaleza se ve perturbada.

Quizá ya nos aburrimos de la muerte
o la muerte ya se aburrió de nosotros;
no sé, tal vez por encima de los abruptos,
los talones del desparpajo de la guadaña
y la invitación de la Señora de la Noche 
para cenar raudales aletargados. 

Ya he bebido del pico de los abejarucos y desde el sinsabor de sus lanzas salivales, la marea que dicta sentencia como rumores de trenes, pájaros, luciérnagas, centellas y brumas que llevo en el pecho, como la estaca que flagela la noche de un vampiro, que chupa liras y arpas con desmesura.