jueves, 11 de octubre de 2007

Carta a un joven poeta_Rainer María Rilke

Rainer María Rilke





VII



Roma, 14 de mayo de 1904



Muy estimado señor Kappus:

Ha pasado mucho tiempo desde que recibí su última carta. No me lo tome a mal: primero el trabajo, luego los contratiempos, y por último mis dolencias estuvieron retrayéndome una vez y otra de darle esta respuesta, que -tal era mi deseo- había de llegarle como fruto de unos días apacibles y buenos. Ahora vuelvo a encontrarme un tanto mejor: también aquí se hizo sentir duramente el comienzo de la primavera con sus malignas y caprichosas variaciones. Así llego por fin a saludarle, estimado señor Kappus, y a decirle con sumo gusto, de todo corazón y como yo mejor sepa, esto y aquello en contestación a su carta. Ya ve: he copiado su soneto por hallarlo bello y sencillo, y porque está compuesto con tan recatado primor. Son éstos los mejores versos suyos que me ha sido dado leer. Ahora le entrego la copia que de ellos hice, porque sé cuánta importancia tiene y qué caudal de nuevas experiencias nos descubre el volver a encontrar un trabajo propio, escrito con letra ajena. Lea estos versos como si fueran de otro, y sentirá en lo más hondo del alma cuán suyos son. 12

Ha sido para mí una gran alegría el leer a menudo su soneto y su carta. Por ambas cosas le doy las gracias. No debe dejarse desviar en su soledad porque haya en usted algo que ansíe evadirse de ella. Precisamente este deseo, si usted sabe aprovecharlo con serenidad y dominio, sirviéndose de él como de un instrumento, le ayudará a ensanchar su soledad en dilatado campo. La gente, valiéndose de criterios convencionales, lo tiene todo resuelto, inclinándose siempre hacia lo más fácil, y buscando aún el lado más fácil de lo fácil. Pero está claro que nuestro deber es atenernos a lo que es arduo y difícil. Todo cuanto vive se atiene a ello. Todo en la naturaleza crece y lucha a su manera y constituye por sí mismo algo propio, procurando serlo a toda costa y en contra de todo lo que se le oponga. Poca cosa sabemos. Pero que siempre debemos atenernos a lo difícil es una certeza que nunca nos abandonará. Es bueno estar solo, porque también la soledad resulta difícil. Y el que algo sea difícil debe ser para nosotros un motivo más para hacerlo.

También es bueno amar, pues el amor es cosa difícil. El amor de un ser humano hacia otro: esto es quizás lo más difícil que nos haya sido encomendado. Lo último, la prueba suprema, la tarea final, ante la cual todas las demás tareas no son sino preparación. Por eso no saben ni pueden amar aún los jóvenes, que en todo son principiantes. Han de aprenderlo. Con todo su ser, con todas sus fuerzas reunidas en torno a su corazón solitario y angustiado, que palpita alborotadamente, deben aprender a amar. Pero todo aprendizaje es siempre un largo período de retiro y clausura. Así, el amor es por mucho tiempo y hasta muy lejos dentro de la vida, soledad, aislamiento crecido y ahondado para el que ama. Amar no es, en un principio, nada que pueda significar absorberse en otro ser, ni entregarse y unirse a él. Pues, ¿qué sería una unión entre seres inacabados, faltos de luz y de libertad? Amar es más bien una oportunidad, un motivo sublime, que se ofrece a cada individuo para madurar y llegar a ser algo en sí mismo; para volverse mundo, todo un mundo, por amor a otro. Es una gran exigencia, un reto, una demanda ambiciosa, que se le presenta y le requiere; algo que lo elige y lo llama para cumplir con un amplio y trascendental cometido. Sólo en este sentido, es decir, tomándolo como deber y tarea para forjarse a sí mismo "escuchando y martilleando día y noche", es como los jóvenes deberían valerse del amor que les es dado. Ni el absorberse mutuamente, ni el entregarse, ni cualquier otra forma de unión, son cosas hechas para ellos, que por mucho tiempo aún, han de acopiar y ahorrar. Pues todo eso es la meta final. Lo último que se pueda alcanzar. Es tal vez aquello para lo cual, por ahora, resulta apenas suficiente la vida de los hombres.

Pero en esto yerran los jóvenes tan a menudo y tan gravemente. Ellos, en cuya naturaleza está el no tener paciencia, se arrojan y se entregan, unos en brazos de otros, cuando les sobrecoge el amor. Se prodigan y desparraman tal como son, aun sin desbrozar, con todo su desorden y su confusión... Mas ¿qué ha de suceder luego? Qué ha de hacer la vida con ese montón de afanes truncos, que ellos llaman su convivir, su unión, y que, de ser posible, desearían poder llamar su felicidad, y aún más: ¡su porvenir! Ahí se pierde cada cual a sí mismo por amor al otro. Pierde igualmente al otro, y a muchos más que aun habían de llegar. Pierde también un sin fin de horizontes y de posibilidades, trocando el flujo y reflujo de posibilidades de sutil presentimiento por un estéril desconcierto, del cual ya nada puede brotar. Nada sino un poco de hastío, desencanto y miseria, y el buscar tal vez la salvación en alguno de los múltiples convencionalismos que, cual refugios abiertos a todo el mundo, dispuestos están en gran número al borde de este peligrosísimo camino. Ninguna región del humano sentir se halla tan provista de convencionalismos como ésta. Ahí hay salvavidas de variadísima invención: botes, vejigas, flotadores... Recursos y medios de escape de toda laya supo crear la sociedad, ya que por hallarse predispuesta a tomar la vida amorosa como mero placer, tuvo también que hacerla fácil, barata, segura y sin riesgos, como suelen ser las diversiones públicas.

Por cierto, muchos jóvenes que aman de un modo falso, es decir, haciendo del amor una simple entrega y rehuyendo la soledad -nunca llegará a más el promedio de los hombres-, sienten el peso de su falta, y también a este trance en que han venido a encontrarse, quieren infundirle vida y fecundidad de una manera propia y personal. Pues su naturaleza les revela que las cuestiones de amor, menos aun que cualquier otra cosa de importancia, jamás pueden ser dirimidas por algún procedimiento de carácter público, de conformidad con tal o cual convenio. Que son asuntos privativos de cada cual y deben resolverse de modo individual, de ser a ser, precisándose en cada caso de una solución exclusivamente personal. Pero ¿cómo ha de ser posible que ellos, quienes al juntarse se han despeñado y hundido en una misma confusión, dejando de deslindarse y de distinguirse el uno del otro, y no poseyendo, por tanto, nada propio ya, acierten a dar con alguna salida, por sí mismos, desde el abismo de su derrumbada soledad?
Obran en virtud de un común desamparo y, cuando luego quieren, con la mejor voluntad, rehuir algún convencionalismo notorio -por ejemplo el matrimonio-, caen en las tenazas de otra solución convencional, tal vez menos manifiesta, pero igualmente mortal. Pues ahí -dentro de un amplio ámbito en derredor suyo- todo es convención. Allí donde se obre al impulso de una confluencia prematura y de un turbio convivir, cualquier lazo que derive de tal desorden tiene su convencionalismo, por muy insólito que parezca; es decir: aunque resulte "inmoral" en el sentido corriente de la palabra. Hasta la separación viene a ser un paso convencional, una decisión nacida del azar, impersonal y sin fuerza ni fruto.

Quien seriamente repare en ello, descubre que, como para la muerte, que es cosa difícil, tampoco para el arduo cometido del amor se han hallado aún ni luz ni solución, ni señal ni camino. Para esas dos tareas -amor y muerte, que veladas y ocultas llevamos dentro, y que retransmitimos a otros sin descorrer el velo que las recubre- no se podrá dar con ninguna regla común que se funde en algún convenio. Pero en la misma medida en que iniciemos nuestros intentos de vivir cada cual como un ser independiente, esos magnos asuntos nos encontrarán, a cada uno de nosotros, más próximos a ellos. Las exigencias que la difícil tarea del amor presenta a nuestro desarrollo, son de inmensa magnitud. Nosotros, como principiantes, no estamos a su altura. Pero si a pesar de todo sabemos perseverar y llevamos este amor a cuestas, como carga y aprendizaje, en lugar de perdernos en ese juego fácil y frívolo, tras del cual los hombres se han escondido para eludir cuanto hay de más serio y de más grave en su existencia, entonces, un pequeño progreso y algún alivio serán tal vez perceptibles para aquellos que lleguen largo tiempo después de nosotros. Y esto ya sería mucho...

Es que apenas ahora empezamos a considerar las relaciones entre un individuo y otro, sin prejuicios y de manera objetiva. Los intentos que vamos realizando a fin de vivir tales relaciones nada tienen ante sí que les pueda servir de ejemplo. Sin embargo, se dan ya en el correr y mudar del tiempo muchas cosas que quieren acudir en auxilio de nuestro tímido principiar.

La mujer, en su propio desenvolvimiento más reciente, sólo por algún tiempo y de modo pasajero imitará los hábitos y modales masculinos, buenos y malos, ejerciendo a su vez las profesiones generalmente reservadas al hombre. Tras la incertidumbre de tales etapas transitorias, quedará de manifiesto que si las mujeres han pasado por la gran variedad y la continua mudanza de esos disfraces a menudo risibles, fue tan sólo para poder depurar su modo de ser peculiarísimo, y limpiarlo de las influencias deformadoras del otro sexo. Por cierto, las mujeres, en quienes la vida se detiene, permanece y mora de una manera más inmediata, más fecunda, más confiada, deben de haberse hecho seres más maduros y más humanos que el hombre. Éste, además de liviano -por no obligarlo el peso de ningún fruto de sus entrañas a descender bajo la superficie de la vida- es también engreído, presuroso, atropellado, y menosprecia en realidad lo que cree amar... Esta más honda humanidad de la mujer, consumada entre sufrimientos y humillaciones, saldrá a la luz y llegará a resplandecer cuando en las mudanzas y transformaciones de su condición externa se haya desprendido y librado de los convencionalismos añejos a lo meramente femenino. Los hombres, que no presienten aún su advenimiento, quedarán sorprendidos y vencidos. Llegará un día que indudables signos precursores anuncian ya de modo elocuente y brillante, sobre todo en los países nórdicos, en que aparecerá la mujer cuyo nombre ya no significará sólo algo opuesto al hombre, sino algo propio, independiente. Nada que haga pensar en complemento ni en límite, sino tan sólo en vida y en ser: el Humano femenino...

Tal progreso -al principio muy en contra de la voluntad de los hombres, que se verán rebasados y superados- transformará de modo radical la vida amorosa, ahora llena de errores, y la convertirá en una relación tal, que se entenderá de ser humano a ser humano y ya no de varón a hembra. Este amor más humano, que se consumará con delicadeza y dulzura infinitas -imperando luz y bondad, así en el unirse como en el desligarse- se asemejará al que vamos preparando entre luchas y penosos esfuerzos: el amor que consista en que dos soledades se protejan, se deslinden y se saluden mutuamente...

Además, esto: no crea que se haya perdido aquel gran amor que le fue encomendado antaño, cuando aun era niño. ¿Acaso puede afirmar usted que no maduraron entonces en su corazón, grandes y buenos anhelos, y propósitos de los que aun hoy sigue viviendo? Yo creo que ese amor perdura tan fuerte y poderoso en su recuerdo, porque fue su primer aislamiento profundo. Y también la primera labor que realizó en aras de su vida. ¡Todos mis buenos deseos para usted, querido señor Kappus!

Su
Rainer Maria Rilke

martes, 9 de octubre de 2007

Carta a un joven poeta_Rainer María Rilke

Fotografía: Rainer María Rilke





VI



Roma, 23 de diciembre de 1903


Estimado señor Kappus:

No ha de quedar sin mi saludo, ahora que llegan las Navidades, y que en medio de tantas fiestas debe pesarle su soledad más aún que de costumbre. Pero si siente que esta soledad es grande, alégrese. Pues -así ha de preguntárselo a sí mismo- ¿que sería una soledad que no tuviera su grandeza? Sólo hay una soledad. Es grande y difícil de soportar. Y casi a todos nos llegan horas en que de buen grado la cederíamos a trueque de cualquier convivencia. Por muy trivial y mezquina que fuere. Hasta por la mera ilusión de una ínfima coincidencia con cualquier otro ser. Con el primero que se presente, aunque resulte tal vez el menos digno. Mas acaso sean éstas, precisamente, las horas en que la soledad crece, pues su desarrollo es doloroso como el crecimiento de los niños y triste como el comienzo de la primavera. Ello, sin embargo, no debe desconcertarle, pues lo único que por cierto hace falta es esto: Soledad, grande, íntima soledad. Adentrarse en sí mismo, y, durante horas y horas, no encontrar a nadie... Esto es lo que importa saber conseguir. Estar solos como estuvimos solos cuando niños, mientras en derredor nuestro iban los mayores de un lado para otro, enredados en cosas que parecían importantes y grandes, sólo porque ellos se mostraban atareados, y porque nosotros nada entendíamos de sus quehaceres.

Ahora bien: si un día se acaba por descubrir cuán pobres son sus ocupaciones, y se echa de ver que sus profesiones están yertas y faltas ya de todo nexo con la vida, ¿por qué no seguir entonces mirando todo eso con los ojos de la infancia, como si fuese algo extraño? ¿Por qué no mirarlo todo desde la profundidad de nuestro propio mundo, desde las extensas regiones de nuestra propia soledad, que es también trabajo y dignidad y oficio? ¿Por qué empeñarse en querer cambiar el sabio no-entender del niño por un espíritu constantemente en guardia y lleno de desprecio frente a los demás, ya que no comprender es estar solo, mientras defenderse y despreciar equivale a tomar parte en aquello de lo cual uno quiere precisamente desligarse por tales medios?

Piense, muy estimado señor, en el mundo que lleva en sí mismo, y dé a este pensar el nombre que guste. Así sea recuerdo de la propia infancia, o anhelo del propio porvenir. Sobre todo, permanezca siempre atento a cuanto se alce en su alma, y póngalo por encima de todo lo que perciba en torno suyo. Siempre ha de merecer todo su amor cuanto acontezca en lo más íntimo de su ser. En ello debe usted laborar de algún modo, y no perder demasiado tiempo ni demasiado ánimo en esclarecer su posición frente a sus semejantes. ¿Hay acaso quien pueda asegurarle que usted tiene siquiera posición alguna?

Ya sé, su carrera 9 es para usted dura y llena de cosas que se hallan en contradicción con su modo de ser. Yo preveía su queja y sabía que no dejaría de llegar. Ahora que ha llegado, no sé cómo aquietarla. Sólo puedo aconsejarle que considere si todas las profesiones no son también así: llenas de exigencias y de hostilidad para cada individuo y, en cierto modo, saturadas del odio de cuantos se han conformado, mudos y huraños en su sordo rencor, con el cumplimiento de un deber insulso y gris, falto de toda ilusión... 10 La posición en que ha de vivir ahora no se halla más gravada de convencionalismos, prejuicios y errores, que cualquier otro estado. Si bien hay algunos que hacen alarde de mayor libertad, no existe de veras ninguno que por dentro sea desahogado y amplio, y tenga relación con las grandes cosas en que consiste la verdadera vida. Únicamente el hombre solitario está sometido, cual una cosa, a las leyes profundas de la naturaleza. Y cuando uno sale al encuentro de la naciente mañana, o con su mirada penetra en la noche preñada de aconteceres, sintiendo cuanto ahí acaece, entonces despréndese de él, cual de un muerto, toda condición, aunque él se halle en medio del más puro vivir.

Lo que usted, muy estimado señor Kappus, ha de sentir ahora como militar, lo habría sentido de modo parecido en cualquier otra carrera. Y aun cuando, fuera de todo cargo y empleo, hubiese procurado mantener con la sociedad tan sólo una tenue forma de contacto, que dejase a salvo su independencia, no por eso le habría sido ahorrado el sentirse cohibido. En todas partes ocurre lo mismo, pero esto no ha de ser motivo para sentir angustia ni tristeza. Si no hay nada de común entre usted y los hombres, procure vivir cerca de las cosas. Ellas no le abandonarán. Aun hay noches y vientos que van por entre los árboles y por encima de muchas tierras. Aun, en cosas y animales, está todo lleno de acaeceres que usted puede compartir. Y también los niños siguen siendo todavía como usted fue de niño: tan tristes y tan felices. En cuanto usted piense en su propia infancia, volverá a vivir entre ellos, entre los niños solitarios. Y entonces las personas mayores ya no significarán nada, ni tendrá valor alguno toda su dignidad.

Si le angustia y le tortura el pensar en la infancia, en la sencillez y quietud que con ella van enlazadas -porque usted ya no sabe creer en Dios, que está presente en todo ello-, pregúntese entonces a sí mismo, querido amigo, si es que de veras ha perdido a Dios. ¿No será más cierto que nunca lo ha poseído aún? Pues ¿cuándo habría podido ser? ¿Cree usted que un niño pueda tenerle a Él, a quien sólo con gran esfuerzo logran llevar los que ya son hombres, y cuyo peso doblega a los ancianos? ¿Cree usted que si alguien lo poseyera de verdad, podría jamás perderle como se pierde una piedrecita? ¿No le parece mas bien, como a mí, que quien lo poseyese, ya sólo podría ser perdido por Él?... Ahora bien: si usted reconoce que Él nunca se halló en su infancia, y que antes tampoco fue; si llega a sospechar que Cristo fue deslumbrado por su inmenso anhelo, y Mahoma engañado por su gran orgullo; si con espanto siente que tampoco ahora está presente, en este mismo instante en que de Él estamos hablando, ¿con qué derecho pretende entonces echarlo de menos, a Él que nunca fue, como a un ser que hubiese pasado y desaparecido? ¿Y qué le autoriza a buscarlo como si se hubiera perdido? ¿Por qué no piensa más bien que Él es Aquél que aun ha de venir, el que desde hace una eternidad está por llegar: El Venidero 11, fruto supremo de un árbol cuyas hojas somos nosotros? ¿Qué le impide proyectar Su nacimiento hacia los tiempos por venir? Y ¿qué le priva de vivir su propia vida, como se vive un día doloroso y bello en la larga historia de una magna preñez? ¿No ve cómo todo cuanto acontece es siempre un comienzo? Y ¿no podría ser esto el principio de Él, ya que todo comenzar es en sí tan bello? Si Él es El Más Perfecto, ¿no ha de precederle forzosamente algo menos grande, para que Él pueda elegir su propio ser de entre la plenitud y la abundancia? ¿No debe Él ser El Último, para poder abarcarlo todo en sí mismo? ¿Qué sentido tendría nuestra existencia si Aquél a quien anhelamos hubiera sido ya?...

Así como las abejas liban y juntan la miel también nosotros extraemos de todo lo más dulce para edificarlo a Él. Podemos iniciarlo también con lo ínfimo. Con lo que menos presencia tenga: siempre que suceda por amor. Con el trabajo y luego con el reposo. Con un silencio. Con una pequeña y solitaria alegría. Con todo cuanto realicemos solos, sin partícipes ni seguidores, iniciamos a Aquél que no alcanzaremos a conocer, como tampoco nuestros antepasados pudieron conocernos a nosotros. Sin embargo, esos que hace tanto tiempo pasaron, están aún dentro de nosotros. Como depósito, herencia y fundamento. Como carga que pesa sobre nuestro destino. Como sangre que bulle, y como ademán que se alza desde las profundidades del tiempo. ¿Hay algo que logre arrebatarle la esperanza de llegar algún día a estar del mismo modo en Él, que es El Más Lejano, El Supremo?...

Celebre, estimado señor Kappus, las Navidades con el piadoso sentimiento de que Él, para poder empezar, necesite tal vez de esta misma angustia que usted abriga frente a la vida. Precisamente estos días de transición son quizás la época en que todo en usted labora para moldearle a Él, como también antes, cuando niño, trabajó ya, anhelante, en darle forma. Tenga paciencia y serenidad. Y piense que lo menos que podemos hacer es no ponerle nosotros más trabas a su desarrollo que la tierra a la primavera, cuando ésta quiere llegar. ¡Quede contento y confiado!

Su

Rainer Maria Rilke