domingo, 7 de septiembre de 2008

María Antonieta Flores y la constancia de sus paredes_André Cruchaga

Ilustración: Carátula del libro: Índigo.






María Antonieta Flores y la constancia de sus paredes



Nuestra destacada poeta y actriz Aída Párraga, (El Salvador, 1966) me ha traído generosamente el envío que también la prominente poeta, ensayista y docente, María Antonieta Flores (Venezuela, 1960) me enviara cuando Aída participó allá en el Festival de poesía de Caracas durante el mes de mayo de 2008. Ese envío es el libro: Índigo, editado por la Fundación para la cultura urbana, caracas, 2001. Pero además cuenta con otros títulos en su haber: El señor de la muralla, 1991; Canto de Cacería, 1995; Presente que no en ausencias, 1995; la deshojada luz de la tarde, 1999; y el ensayo: Sophya y Mitos de la pasión amorosa, 1997. Además es promotora cultural.

En el veredicto dado por Federico Pacanis, Kart Crispín y Rafael Arráiz Lucca, se dice que en este libro hay “una nueva entrega de una voz poética que viene expresándose con vigor y resistencia desde hace más de una década. Índigo puede considerarse expresión acabada de un proyecto estético que se conforma en la búsqueda de la claridad ontológica, que no elude los laberintos de la psicología profunda, y que se detiene con pertinencia en la sustancia de mitologías de carácter universal.

María Antonieta ha estructurado este libro Índigo en tres partes: Conocida, extranjera y desconocida. Índigo no es aquí sinónimo de la “Nueva era”, expresión acuñada por Nancy Ann Tappe. Tampoco creo que lo haya usado como característica para definir a las personas físicamente hablando. Índigo, pues, de entrada me intriga porque a través de un concepto se engloba toda una poética que tropieza con los pies en el granito y una “sequía en el asfalto de los ojos”. Poesía ontológica.

Por alguna extraña razón, en algún sitio, la poeta tiene sueños recurrentes, el estar aquí entre todos y tantos, perdiendo en el ir y venir, gastando sus zapatos en el aguacero, porque “en el sordo respirar de la intemperie, los vértigos arrecian y/ una boca siente el lento separarse de los labios, el intenso/ contracto de la carne.”…A ratos la poesía de María Antonieta desequilibra sobre todo cuando interroga o habla al sordo: ¿Vivimos en una sociedad de sordos, frente al clamor, a los anhelos? “pero quién te dijo que había sonidos?” Vivimos en un mundo vedado, pese a la “fugacidad de la noche” o al obligado estertor de la sangre, llevando “pétalos secos”.

De repente hace un quiebre y nos habla de “los cuerpos que se abrazan en los besos”, “de cerrar los ojos para no recordar…cerrase para no ver”, pues es mejor así a “respirar una mínima seguridad de nada”. Ese índigo no sólo custodia periódicos y revistas, sino al silencio que es constante en las paredes. Entiendo que María Antonieta, ha querido a través de este color: Índigo [colorante natural que se obtiene por síntesis orgánica; es un polvo muy fino, de color azul morado insoluble en agua y alcohol] mostrarnos las densas sutilezas de la vida, esa paz que no tenemos de manera permanente porque constituye una conquista diaria del ser humano. Por alguna razón nos transporta a la imagen de las rejas. Imagen terrible que supone la aniquilación del ser humano. Y claro, no sólo son rejas los barrotes que mantienen en prisión, las ciudades, los poblados, pese a la globalización, siguen siendo proclives al abandono, a la destrucción, al aniquilamiento. El silencio mismo cuando nos arrebata la palabra es prisión, andar en sigilo, contritos de dolor es también prisión del alma. De ahí que la poeta también se adentre en el intenso padecer del olvido sosteniendo el madero. Es decir, esa cruz que es padecimiento aunque a él converjan ángeles y escuchen la vigilia.

A menudo estamos llenos de soledades y obligados a callar. Luego las mudanzas se hacen costumbres. En la vida del ser humano no vale ni debe tener cabida la lástima, pues ésta —dice la poeta— “es un dolor recién parido”. Ante esta atmósfera de pérdida toca la búsqueda, pero la respiración es insuficiente para navegar sobre las aguas o encontrar la llave que nos abra la esperanza. Se gira en el mismo sitio y todos los sitios, al parecer, tienen esos declives de entuertos arcaicos.

En la segunda parte del libro: Extranjera, la poeta de inmediato nos ubica en su ámbito: del silencio, del estar obligada a callar. “El cuerpo —dice— va como si no yendo/ la boca no puede nombrar.” Y esto resulta terrible porque “un llanto se atesora en las gargantas”, en los cuerpos “bulle sangre” y también un “clamor de alas” que haga salir o traspase otros ojos sin detenerse. Por fin, “la boca se abre/ se abre/…/ una gota se destila hacia el recuerdo/ tiembla el esternón/…/ índigo regresando”…

Los recuerdos son crueles generalmente, no dejan que el olvido haga lo suyo. De ahí que la poeta vuelva reiteradamente al frío del desamparo. Y ello porque estamos sumergidos “en [una] tierra llena de piedras y frío, entretejidos por el humo perturbador de las hogueras, de la ciudades amuralladas como la tierra sitiada en la piel de los cipreses, en los nichos cuya compañía es habitual.

Esta segunda parte me deja con escalofríos. Es poesía cifrada, transida de lluvia y abandono. Extraviada. Aquí pasa, como en palabras de Juan Gelman que uno se juega la vida. Condenados al extravío uno busca incesantemente la libertad. La autora nos advierte, que es una “larga caminata”, hay abandono y desolación, los rostros se pierden entre otros rostros, la oscuridad acecha en medio de la calle, los ojos buscan puertas, ventanas… de nuevo hasta la lluvia nos parece una extraña mano en los hombros. En el penúltimo poema de esta segunda parte, María Antonieta nos dice: “sólo me hacía compañía en esta extraña costumbre [la del extravío, por supuesto]…/los cementerios/…de éste/los altos cipreses/…sus formas envolventes/los nichos/…caminaba junto a él y sólo pensaba en ti/ caminaba por él deseando tu presencia/…íntima/desnuda/…cementerio de San Pedro/…lejos estás/ y tránsfuga/… andando en el deseo”.

El libro en cuestión tiene su propia lógica y así, supongo se lo propuso la autora del mismo. Tres instantes de una realidad. Después del extravío pasan muchas cosas: pasar inadvertidos, ignorados, caminar en el anonimato, sin que a uno lo vean otros rostros puede ser la boca resignada de la existencia: “Los pájaros se desprenden de los pájaros/…tiemblas bajo los aleteos/ y la misericordia/…el alba y en silencio”… ¿Qué otras posibilidades tiene el ser humano frente a un cuerpo denso y oscuro? Seguramente muchas o ninguna, porque hasta la sonrisa, si que la hay, se torna mueca. La noche es un refugio; sus golpes sin duda no lo son.

De repente uno llega a la conclusión que no es de ningún lugar. El sentido de pertenencia queda a la deriva, ni siquiera la “esperanza tiene las rodillas nítidas” para transitar por esos vacíos de espeluznantes ataduras. “Las luces se van apagando/ porque no hace falta/… no vayas a creer que eso ha existido”. Tan espesa es la desnudez que hasta se niega la existencia y las posibilidades que la luz engendra. Vivimos en un mundo donde la nota común es esa sensación de ser desconocidos; desde las ventanas uno lanza susurros, “un quizás, un día”… las cosas sean mejores y no nos parezca mentira deambular por las calles, atónitos, descalzos y sin ilusiones…

Esta tercera parte que apenas he esbozado, la del sentirse desconocida, nos conduce por esos hilos del pecho que a jirones hacen saltar la nostalgia. La claridad es noche y los sueños un disfraza de los mismos. Hay una tentativa por salir de esa habitación del mundo, de esas sombras vívidas de la experiencia cotidiana; pero los ecos sobre la luz no se oyen, cruzan ahí, y como un río desalojan al viento. “Un perro te está ladrando/igual que en otra tierra”…”Miras y Callas”, “Pulsos de angustia te rompen”, las calles no te sueñan, porque sencillamente se es desconocida/o en los glaciales abanicos de la intemperie.

El tiempo transcurre. Parece un hilo de agua interminable. Así lo percibe la poeta en la desnudez de la madrugada, sobre un pedazo de piedra de compañía, tras el índigo del desorden. ¿Podré —interroga la poeta— por este campo de huesos antiguos?/ no alcanzaré nunca la historia de sus habitantes/ ¿Encontraré de nuevo los sonidos del amor? Pero resulta que la fe se ha vuelto parásita y de repente sólo es posible el silencio y aún éste es huidizo, cuando sólo se reciben ausencias y, entre “puertas de madera y de viento”, únicamente hay abandono y ausencias sosteniendo la respiración.

Un coterráneo suyo, el poeta Vicente Gerbasi, nos dice: “pueden ver este castillo cubierto de hiedras/ de verde muy oscuro y solitario/ bajo los astros de los búhos,/ ni por qué mis ojos pueden detenerse/ a ver caer la nieve durante tanto tiempo,/ hasta que arropa todos los muertos/ y los deja allí con sus vestiduras./ de diferentes colores en el hielo.”… [Hay muchas maneras de estar muerto]. Y más adelante nos dice [“En mi padre el inmigrante”]: “Venimos de la noche y hacia la noche vamos.”… “Atrás quedan las tumbas al pie de los cipreses, / solos en la tristeza de lejanas estrellas. […]” por su parte, María Antonieta, en ese regresar y no volver, “trazada está la lejanía/ hasta donde la mirada alcanza/ el suspiro rompe la medianoche”…

¿Qué clamor nos dejará escapar de esa medianoche? Si la lobreguez persiste en este nuestro pequeño planisferio, si nosotros, seres humanos, no encontramos respuestas, ni somos respuestas pues el habla no se entiende: una centella fantasmal nos vence, la calle nos provoca pánico y pese a la resequedad de los labios, no hay a quien pedirle agua para refrescar los labios, ni quien asista en esta sequedad del barro, porque llueve dolor en los lirios del alma. Tanta es la degradación que no se sabe dónde está el cementerio de la ciudad, lugar último de las tribulaciones. En las horas que se viven, los muertos nos miran, ellos ya saben nuestro destino, nos susurran el camino. Entonces “se empieza a llorar”

María Antonieta ha hecho un largo recorrido a través de este su Índigo. Son versos cifrados: imágenes que viven y expirar, venidas del miedo sin paraguas y analgésicos. Ha sabido encerrar en cada palabra “un puñado de su tierra” que a su vez es la tierra de todos. Si bien hay toda una simbología oscura, al final, “el amor se abre paso/…/desde los corredores de tu sangre/…/contra los ojos que te miran.” Una luna azul “cruzando el recuerdo” “en un intento de no ser [sólo] recuerdo/ [sino] de ser la larga mirada de un despertar”…
Barataria, 06/07.IX.2008.
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sábado, 6 de septiembre de 2008

Tarde en Manhattan:Una ciudad posible_André Cruchaga

Karla Coreas, El Salvador-USA (Firma autógrafos durante

la presentación de su libro: Tarde en Manhattan





Tarde en Manhattan: una ciudad posible


Cada poeta tiene sin duda una ciudad posible: quizá la de los sueños, quizá la de la vida cotidiana; quizá la que construye, en fin, con sus anhelos, la que va inventando tras los poros de la historia personal, al ritmo jubiloso de los días. Así se nos entrega Karla Coreas, [El Salvador, 1972] con su libro de poemas “Tarde en Manhattan, Urpi editores, 2008.

El poeta Luis Pérez Boitel, en el prólogo del mismo, nos enuncia cabalmente el tono del libro: “es un diario de viaje, una oración como salvoconducto por la distancia que tenemos entre nosotros, y frente a nosotros; llegar de un cielo a otro es realmente difícil, equidistante para un hombre común. La autora de estas páginas nos resuelve cualquier situación que nos aísle y nos golpee, pensar en su ciudad natal y ver que hay un mismo cielo a este lado del mundo, quizá sea la pregunta más palpable que reconozca el lector entre un poema y otro.” [Prólogo, pág.8]

El libro de Karla da inicio con un epígrafe de Alfonso Chase, que a su vez es una interrogante: “¿Qué puedo hacer si me he perdido en tu silencio/ y me respondes con el eco del viento y de las hojas?” Entre un poema y otro, la memoria va desatando recuerdos, como su “Fotografía con ausencia” o el mismo poema que da pie al libro: “Tarde en Manhattan”, donde “un farol —dice la poeta— sacude la arena de mis ojos”. Transitando por esas calles la atisba no sólo “la mirada gélida de los faroles”, sino la ternura engañosa de “la medianoche de esa ciudad”.

Hace años, bastantes años para ser exacto, llegó a mis manos a través de la Cooperación española, un libro muy hermoso que leí de un solo tirón (421 páginas ). Ese libro se intitula: “De amar y andar, de Jaime Delgado, Ediciones de Cultura Hispánica, 1977. Dicho libro comienza de la siguiente manera: “El conocido poema de Pablo Neruda —de cuyo primer verso tomo el título de esta obra— afirma que los libros nacen de [tanto amar y andar]. Ello quiere decir que el gran poeta chileno sabía bien que la creación artística no es hija solamente de la inspiración, sino también de la experiencia, de lo que el hombre vive y existe. Un largo camino amoroso, hecho al andar —según estableció don Antonio Machado—y amando lo que se anda, constituye la materia sobre la cual actúa la imaginación creadora, el gesto que permite alcanzar la alta cima del arte.”

Traigo a cuentas lo anterior, precisamente porque “Tarde en Manhattan” es eso: un libro amoroso y memorioso del andar, sea por “las noches de marzo”, como se camina la vida, sin que nadie convoque nombres. En estos tiempos, modernos o postmodernos, la poeta delira frente a las mariposas que posan su vuelo en las vitrinas, y no hay nada más sorprendente en ese paisaje urbano que queriéndolas asir, con todo y su respiración fría, los colores sigan intactos. Su delirio es una orquesta de indescriptible sed.

Ana Rossetti, en su poema “A QUIEN, NO OBSTANTE TAN DELICIOSOS PLACERES DEBO”, dice: “Y esa tan transparente neblina que su lengua/ extendió sobre mí…” expresa cabalmente el sentir y palpitar de la autora de “Tarde en Manhattan”. Hay poemas donde dibuja emociones grises que luego las desvía —no se queda en ellas— hacia ese escudo húmedo del pecho. La poesía de Karla, no es poesía grandilocuente ni está afectada por el hollín de lo ininteligible. Ella va destejiendo con naturalidad y pródigamente las sábanas de la emoción que son en esencia las que cuentan en la palabra. A la poeta “se le van abriendo las costuras de la memoria” sin argucias; y así florece su cuerpo y su fervor estremecido.

Esa bitácora del día a día la lleva a pensar y a sentir el verano nupcial en el West Side. Esta parte del libro la comienza con un verso de Roque Dalton. “Inútil todo lo demás. Te amo”. Es un verso contundente para todo ese caudal de emociones, para todo eso que está por venir que es precisamente el triunfo, la consumación de eso que se ama y que es parte de los desasosiegos del ser anhelado. Pero antes, la poeta ha estado en trance: ella escribe poemas de ausencia, de anhelos, de esperanza.

Entre sombras y encuentros hay un dejo de oscuros secretos propios del sentir humano; la poeta pareciera que respira las enredaderas de la melancolía como esos pájaros solitarios que entre las ramas esconden la ternura o, en todo caso, la resguardan. “Voy al encuentro de hoy” es ese estar atenta a los afanes tangibles, sin dejarse amilanar, porque qué otra cosa es vivir en ciudades tan inmensas, aunque allí ella quiera andar el mundo sin prisa —ese mundo amoroso con el amado— para conquistar aquel reino que uno siempre presupone de “húmedas planicies” y fuegos.

Entre los raros desasosiegos y las fotografías, la poeta dialogo consigo misma: de su pecho pareciera que nace la incertidumbre. Entre presencias y ausencias, el amor ejerce su piedra de locura. A veces la inseguridad abrasa las sienes y asciende hasta el vaho del horizonte sin que se pueda negar al pájaro roto del ensimismamiento. Luego, como recobrando la lucidez o sensatez que demanda la vida emerge la aceptación de ese otro ser, indispensable por lo demás para hacer un largo recorrido por las aguas del mar que no es otra cosa, sino las aguas de su alma, su ser interior.

Bien podría seguir con estas divagaciones respecto al libro que hoy nos entrega la poeta Karla Coreas: “Tarde en Manhattan”. Libro lleno de tiempo y pasión como deben ser los libros de poesía. Libro donde lejos de salir del amor se entra a él con la convicción y la gracia de una poeta conocedora de sus derroteros. Ella invoca, descubre, celebra esa fiesta de las mareas en estibor; luego pone en la mesa y abre las ventanas para que todas las palabras le rocen los poros. En cada verso deja sentir sus recuerdos, recuerdos que a veces la muerden o la estremecen porque “el olvido no existe”. Sin embargo para el cabal sentido del libro me quedo aquí, consciente que no soy versado en estos menesteres, sino mas bien en desdichas como bien lo anotó en su momento Cervantes.
Barataria, 05.IX.2008.
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viernes, 5 de septiembre de 2008

El poema:Memoria y tradición_André Cruchaga

André Cruchaga, El Salvador




El poema: Memoria y tradición de la palabra



El verso, dulce consuelo,
Nace alado del dolor.
JOSÉ MARTÍ



Dificil tarea es tratar que las palabras sean siempre luciérnagas fosforescentes, y llevadas al papel no dejen de sorprendernos y picoteen el alma de los lectores con su asombro. ...La poesía es como el viento, o como el fuego, o como el mar, acotaba en su momento José Hierro. Nunca la poesía, ha estado ajena a los hilos que mueven el alma del poeta, jadea en los espectros interiores de la conciencia, se hace de tiempo, humedad y sombras. La poesía es la poesía muy a pesar de los propios interiorismos o exteriorismos del poeta. Donde la noche pulula, donde el cáliz de la lluvia suelta su risa ahí está la poesía.

¿Qué requisitos —me pregunta el poeta Piero De Vicari— debe tener un poema para ser considerado bueno? De momento resulta complejo responder a esa interrogante, porque va más allá de la retórica y las normas de la preceptiva. Hay poemas métricamente correctos y son un ataúd; por el contrario, existen poemas como enredaderas que pierden al lector en brisas de niebla sin ese fuego necesario que desnude el alma, que lo desvele de su carne: son zarzales donde no se pueden hurgar los días. En este sentido, y como tampoco la finalidad de estas digresiones es hablar de normas, las obviaré dado que para eso están los estudiosos de tal menester y los libros de preceptiva literaria.

Si las épocas cambian, también los gustos, la forma de hacer las cosas, de percibirlas y transmitirlas. Siempre ha habido afán en este sentido: qué poemas o qué poética es mejor que otra; o peor aún, qué poeta es mejor que otro. Uno nunca lo sabe o logra entender porque ello se mueve dentro del gran espectro de la relatividad. Sin duda los marcos referenciales, la cultura de cada lector juega papel importante para efectuar este tipo de cataciones. Tradicionalmente a un buen sector de personas les encantará la poesía rimada de corte clásico: llámese soneto, lira, himno, oda, romance, lira, redondilla, décima, etc; no tanto por la forma, sino por los efectos musicales que produce. Algunas veces —digo con énfasis, sólo algunas veces— los poemas con esta arquitectura caen en la pedantería del sonsonete.

Un poema gusta o no gusta. Esto es una realidad. Hay poetas que trascienden por un poema y también es verdad. Qué hay entonces en su interior, en ese camino de palabras donde las alucinaciones son patentes, qué hay en las aguas del poema para provocar, mover, los pájaros tirirantes del alfabeto y el misterio inquietante de la vida y los sueños. Es sencillo. Un poema se hace con piedras y viento, con ecos y ríos y sueños. Un poema se hace de tiempo, ternura y campanas. Un poema se hace del andar, de los platos rotos de la mesa, de la intemperie de la carne como un caudal de río… Encarna, a fin de cuentas, lo vital, la problemática del ser humano, lo idílico, transmitido en sentido revelador.

El arte del poema tiene que ver con el arte de la escritura: es la individualidad, esencia misma de la poesía. Esto me recuerda la “Teoría del duende” de García Lorca. “El buen poema es en sí mismo hermosura y no se presta a la despreocupación. La inspiración llega de la mano del trabajo. Podrá uno sentirse inspirado en un momento dado por cualquier circunstancia, pero ese numen es necesario expresarlo con palabras y es entonces cuando surge el problema: cómo plasmar sobre el papel un sentimiento que nos conmueve.” Un arte tan delicado como la construcción del poema demanda del poeta una buena dosis de dedicación y de conocimiento literario. Tanto el verso libre como el medido requieren de unos elementos mínimos: cadencia, ritmo interno y musicalidad implícita en cada verso.

En nuestra literatura tenemos poetas de inconfundible tesitura, entre ellos está Walt Whitman, “el poeta norteamericano rebelde a toda forma, que canta en lenguaje tierno y lleno de matices de lunas las cosas del cielo y las maravillas de la naturaleza, y celebra con desnudez primaveral y a veces con osadías paradisíacas las fuerzas rudas y carnales que actúan en la tierra, y pinta muy rojas las cosas rojas, y muy lánguidas las cosas lánguidas” [...]. (La Opinión Nacional, 28 de diciembre de 1881 - OC, XXIII, p. 128) Op. Cit. Andrés Olaizola.

Si bien hay diversos gustos, simpatías y antipatías frente a poéticas o autores determinados, lo cierto es que el punto central para que guste o no un poema y trascienda entre los lectores, es aquel que evidencia una auténtica construcción de la emoción, “donde la palabra cumple con su función de portadora de sentido”, o, como lo deja entrever Ángel Rama: “universo sobre el que se aplica la tarea descubridora, transformadora y creadora del hombre”, Op. Cit. Ioana Gruia. Otras veces el poema gusta por el manejo desaforado del verso y su clara oposición a las instituciones: llámese a esto academia, muy de moda ciertamente en tiempos de convulsión política, pero que después al pasar las coyunturas, bajan sus aguas termales. Evidentemente estamos en una situación muy compleja: hay poemas que gustan por la naturalidad, la sencillez, la brevedad caso de la poesía oriental, pero que muy bien se ha cultivado en Occidente. Tenemos para el caso lo que se ha dado en llamar la “poesía visual” la cual parece tener muchos cultores hoy en día. El valor propio de un poema también está en la novedad, en la armonía interior del texto. El poema es la sombra del poeta, reflejo ensimismado del espejo, libélula que roza las alas de la brisa.

Un poema se construye con palabras y emociones: toda exterioridad debe culminar en una experiencia sensible, “crear un poema significa reformular objetivamente la emoción”, para hacerla transferible y digerible al lector. La voz que habla en el poema es la voz de uno, pero es la de los demás, experiencias y emociones posibles del poeta y del lector. Un poema para el poeta constituye siempre una experiencia única que emerge de su conciencia y va hacia el otro en comunicación con ella y con el destinatario. En este sentido los aspectos, criterios, cualidades de un poema están en correspondencia con el gusto del destinatario; de lo que dice aquel hacia el otro en simbiosis plena. Resulta interesante al respecto recordar a Neruda. Él decía: "Si me preguntan qué es mi poesía debo decirles no sé; pero si le preguntan a mi poesía, ella les dirá quién soy yo". Es oportuno recordar para el caso también al poeta Huidobro —con sus años me sigue pareciendo el poeta más joven del planeta— él decía que “la verdad artística empieza allí donde termina la verdad de la vida.” Y esto es así porque el poema es el poeta, la eternidad de la noche, el eclipse de los días, el espejo de los sueños haciéndose palabra. Es a través de la palabra que se logra emoción, luz y oscuridad en imágenes y las correspondientes configuraciones del alma en sucesivos símbolos. La experiencia del poeta es percibida intuitivamente hacia los planos visibles de la interpretación. Poesía, en palabras de Juan Ramón Jiménez es “instinto cultivado”. “Un poema debe ser algo inhabitual, pero hecho a base de cosas que manejamos constantemente, de cosas que están cerca de nuestro pecho, pues si el poema inhabitual también se halla construido a base de elementos inhabituales, nos asombrará más que emocionarnos.”(Huidobro, Manifiestos)

Feijoo en “Cartas eruditas y curiosas”, acota que “el constitutivo esencial de la poesía” ha de buscarse «en el entusiasmo”; mas se trata del entusiasmo que se da en un «hombre de un gusto racional”. Esta idea ya la había expresado Feijoo en forma más sugestiva en el tomo primero del Teatro crítico universal, en el discurso titulado Paralelo de las lenguas castellana y francesa, “Quien quiere que los poetas sean muy cuerdos, quiere que no haya poetas. El furor es el alma de la poesía. El rapto de la mente es el vuelo de la pluma”. Op. Cit. “La actualidad de las reglas” de Russell P. Sebold.

En definitiva el valor de un poema, ya por su trascendencia para que guste o no, reside en la indisolubilidad del sentimiento y la razón. “Hay que sentir profundamente la idea, pensar con agudeza el sentimiento.” De otra manera no creo en el gran poema ni en el misterio poético, ni en la luz honda de las aguas que en el interior palpitan con sus dedos de heridas y estertor. El poema que gusta es porque se siente hondo, profundo en el alma: despierta el galope de las raíces, descarga ramas de trementina, incendia el tiempo sigilosamente, abre las esquirlas del sueño, dice en fin, el infinito que el otro sueña. Pensemos un momento en los “Sonetos de la muerte” de doña Gabriela Mistral: ahí está el sentimiento descarnado, en su más alta expresión. En otra vertiente, el “Poema 20” de Neruda, “Poema de Amor” de Roque Dalton. En los tres casos, —porque desde luego hay más—la trascendencia es indiscutible por cuanto cada poema expresa el sentimiento humano. Quién que es no ha tenido la experiencia de la muerte cerca, las desazones del amor o el compromiso político con la Patria y sus avatares, con su propia identidad?

Melville Cane en el libro “Making a poem” (1953) expresa: “Tengo la audacia... de escribir sencillamente, no para la presente hora, sino para la posteridad... El peligro yace en unas alusiones y un lenguaje que una generación futura no pueda comprender... Con igual cuidado hay que vencer una afición al vocabulario que está pasado de moda”… (Russell P. Sebold). El poema también es modernidad. Los temas pueden ser los mismos, pero tratados con el sol de cada amanecer. De lo contrario se cae en el desuso, lo arcaico y pasado de moda. Las aguas del instante no son las mismas, ni los senderos callan con las mismas sombras “cuando se pone el sol”.

Concluyo este periplo con Gabriela Mistral y Vicente Huidobro: Creo en mi corazón, el que yo exprimo/ para teñir el lienzo de la vida.... Que el verso sea —decía Huidobro— como una llave/ Que abra mil puertas./ Una hoja cae; algo pasa volando;/ Cuanto miren los ojos creado sea,/ Y el alma del oyente quede temblando. (Arte poética, Vicente Huidobro). Aquí está la clave de toda la trascendencia del poema. Hay que desnudar gota a gota y sin anestesia los espejos de la propia materia. Todo hecho externo, para el poeta debe terminar en una experiencia sensible, que a su vez evoque emociones susceptibles de ser aprehendidas por los lectores.

Barataria, 28/29/30.VII.2008
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