jueves, 21 de marzo de 2019

ATRIO PARA UN CUERVO IMPOSIBLE

Cuervo imposible (2019) André Cruchaga





Prólogo

ATRIO PARA UN CUERVO IMPOSIBLE




Cuervo imposible se posa sobre el pentagrama de lo inefable para trinar su entropía en las selvas desérticas de lo sublime
Enrique Ortiz Aguirre


No sólo en plata o vïola troncada
se vuelva, más tú y ello juntamente
en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.
Luis de Góngora


Tan imposible como su cuervo, resulta negarse a la petición del enorme poeta salvadoreño André Cruchaga de prologar este intenso y preciosista poemario conformado por setenta y seis artefactos, en el propio decir del vate, cuya estela poética se aleja de las modas en la poesía salvadoreña (ni el coloquialismo típico, ni el cierto simbolismo acartonado, sino una experiencia poética radical) y, en cierta manera, de la poesía latinoamericana, en general; siempre resulta estimulante adentrarse en la espesura de mayólicas de su poesía, un enjambre de significados que conjura la superficialidad y falta de semántica (puro envoltorio, cáscara) en nuestros días. Frente a la alabanza de lo insustancial, André despliega los significados en un pentagrama y les confiere significados profundos e inesperados, como un cuervo que se deja caer sobre las notas para hacerlas sonar profusamente. En realidad, se trata de una salmodia fundacional, de una siniestra melodía que nos reconcilia con lo más ignoto, con el origen de lo mítico. Y ese cuervo imposible (sus alas de gigante le impiden caminar) dibuja la genuina naturaleza del lenguaje poético: colocar las palabras en el umbral de significaciones prístinas, desautomatizar el lenguaje común para dibujar la permanencia de lo primigenio, asistir a lo genésico, percibir el milagro de lo fundacional que aflora desde las alcantarillas de los sentidos, desde lo más familiar reprimido para recuperar, redivivo, a Freud, que nos retira los líquenes y musgos depositarios de tanta impostura e inercia de lo acostumbrado. Las resonancias constituyen un apasionante tejido de intertextualidad, pero hay ciertos órganos que reclaman especial atención desde sus pálpitos ensordecedores: Juan de Yepes (san Juan de la Cruz), Luis de Góngora y Argote, Charles Baudelaire, Edgar Allan Poe, Rubén Darío, Vicente Huidobro y el Surrealismo, entre los no mencionados literalmente (que son muchos y constituyen un complejo conjunto polifónico inspirado por la entropía, como se dirá enseguida). En todo caso, no pueden diferenciarse por separado ni comprenderse individualmente, pues se orquestan holísticamente para procurar los dominios de lo sublime. Ese eclecticismo genial, al que se aúna una voz personalísima, única, que reivindica la poesía como conocimiento salpicada de cromatismo y sonoridad centroamericana en el abismo de la semántica tradicional, dinamitada tanto desde el extrañamiento de lo irracional como desde la intensificación de lo contradictorio, gigantesco en su devenir, de la antítesis al oxímoron tras la entronización de la paradoja.
         Sin duda, la plétora, la sobreabundancia, constituye elemento esencial de su poética. Algunos críticos, en reseñas, artículos y proemios, han insistido en el carácter sinestésico de la poesía de André, en sus influencias de poetas surrealistas franceses, en el espíritu existencialista de su obra, en la rara habilidad que muestra al ensartar metáforas para alimentar un torrente de imágenes que arrastran a todos los sentidos más a los territorios de las luces que de las sombras. Sin embargo, todo ello parece coyuntural, ancilar de un demiurgo esencial en su poética desde una semilla germinal que se acrece en este poemario para desvelar su hondísimo secreto, su feral arcano: la entropía.
Y es que precisamente esta concepción poética es la que asimila, por antonomasia, la poesía de André a la Literatura, con mayúsculas, obviamente. La naturaleza de escribir desde el desgarro, desde la trágica condición humana de vivir una sola vida y desear miles, desde la tensión del sujeto que lamenta sus cadenas, asume la derrota y, a pesar de ello, sale a batallar. La abundancia poética al concitar la eclosión fundida y confundida de todos los sentidos, la plétora expresiva del preciosismo verbal, y la acumulación de sentidos en la claudicación del significado convencional mediante la saturación significativa persiguen dar cuenta de una genuina revelación: el origen es el caos y el ansia es el desorden mismo, como síntoma de lo que nos habita. Ello nos instala inevitablemente en la categoría estética de lo sublime, incardinada en ese principio atroz que nos mueve y nos paraliza: en el principio está nuestro fin y, en nuestro fin, nuestro principio, en palabras del genial pensador Eugenio Trías, que nos dejo estéticamente huérfanos en 2013. Esta concepción poética enfatiza la noción de límite para diluirla a través del epítome y de la plétora, de la sobreabundancia, y del discurso metafórico, capaz de sustituir la realidad convencional por un artefacto autónomo, independiente de la realidad circundante, que la suplanta en aras de su canto de independencia artística, de su capacidad de respiración autónoma sin los pulmones de la realidad mostrenca. En esa dimensión poética, en la que acontecen simultáneamente el génesis y el apocalipsis, se produce la consunción de los límites y fronteras sublimados en el magma mítico del origen y de nuestra destrucción. Es, pues, una poética tan gnoseológica como ontológica para emparentar el ser con el conocer como corolarios recíprocos en la absoluta acronía de lo ilimitado. Esta destrucción del tiempo cronológico confiere altísimas dosis de lirismo al torrente visionario, ya que privilegia el espacio mítico (sin tiempo) como sucede en el ámbito de lo onírico. Así las cosas, ante la claudicación del tiempo, se erige la ucronía desde la concepción del espacio, el monumento a la prospección, a la pertinaz hipótesis que nos atraviesa. Ese detenimiento de lo ilimitado produce una cristalización efímera de lo eterno, un soplo congelado hacia la atracción de lo que nos destruye.
         Por otra parte, la entropía como demiurgo se convierte también en culpable de la polifonía de esta Comala poética, en virtud de la dilución de los límites por sobreabundancia; lo que explica que convoque la naturaleza simbólica, religiosa y espiritual de san Juan, su equilibrio imposible en el corazón del oxímoron, la mística inefable del origen, el abismo de la significación, con el tamiz de la modernidad baudelaireana, que funde los elementos citadinos, hálito de vidrios y cemento con la simbología natural y que concede la amplia belleza de lo siniestro que conecta la poesía de André con lo sublime. Al mismo tiempo, el espíritu culterano de Góngora insufla el cuidado formal, el gusto por la metáfora y la inclusión de un léxico no considerado a priori como poético, pero que -en virtud de la entropía y del exceso- resulta ineluctable en los designios poéticos de esta dimensión taumatúrgica y esencial que nos propone André, así como el culto a la nada como destino de la condición humana; el exceso verbal, pues, también contribuye decididamente a la eliminación de los límites y a la superación de fronteras; de Baudelaire ya se dijo algo, la extensión de los versos, su cercanía a la prosa, su modernidad y la tenaz crisis del individuo en el ámbito citadino, ese existencialismo enraizado en la nadería, en la poética de la desaparición, en la metáfora de la ausencia. Asimismo, este poemario concita la trágica voz de Poe y su celebérrima obra poética de El cuervo, con su estudiada musicalidad y la atmósfera sobrenatural hecha, aquí, lenguaje y malditismo, canto de lo siniestro que nuestro poeta salvadoreño, desde la existencia humana, extrapola a la ideación de país, de sueño, de tremenda pulsión hacia lo que nos destruye, hacia la nada como feral reverso del rebasamiento del todo, en el que no podían faltar la sensualidad que rezuma profundo erotismo, el exotismo verbal, las esdrújulas, los versos largos, la sonoridad rotunda y el cuidado formal darianos, ni el erotismo como marchamo de la muerte, ni la desarticulación total del lenguaje, el paracaídas de Altazor, las estructuras paralelísticas, la reiteración, la sorpresa, el adjetivo inusual, lo arbitrario o la Vanguardia con el sello indeleble de Huidobro, ni la independencia de la obra artística respecto de la realidad, logro vanguardista que comenzó a gestarse con las corrientes finiseculares y el vuelo autónomo de la metáfora. Y, por supuesto, el surrealismo y su teoría del caos, la verdad de los sueños y de lo incomprensible, de lo irracional como auténtica forma de conocimiento.
         Y, en esa contradanza de lo sublime, lo abstracto se hace concreto y se confunden; lo animado, se cosifica; lo inerte, se personifica; lo humano, se animaliza; lo animal, se humaniza; y la verdad, se hace artefacto. Esta capacidad taumatúrgica que nace de la entropía se articula, entre otros medios, a través de la metáfora, dada su capacidad de transformación, de milagro semántico, de rebasamiento de límites y consunción de fronteras para desembocar en el magma donde todo es indisociable, donde la confusión nos reconcilia con la pangea misma de nuestra existencia, con el desorden gramatical de las palabras primitivas, las palabras de la tribu que crean y que destruyen todo lo que nombran.
         Todo ello es Cuervo imposible, tal y como puede comprobarse, verbigracia, en “Anotaciones para el olvido”:
                   Todo crece hacia el escombro:
la lengua, la oración, el escapulario,
el atrio mordiendo juegos inexplicables,
la plaza con el tormento
de las estratagemas y el chaparrón de ofertas sempiternas.
—Hemos dejado de ser,
para ser Nadie,
fundamos mares y sueños de perenne mutilación,
de escombro y funeral inexplicables
Esa poética de la nada, de la figura de nadie, mediante una técnica de permanente desgarro, de divorcio pertinaz en la metáfora de la devastación y del desprendimiento, el lenguaje de la caída, la creación en el vórtice. Con este poemario, el lector queda sobrepasado por una sensación de belleza lingüística que encuentra su fulcro en lo siniestro y en lo ilimitado, promoviendo la aquiescencia de lo sublime. Una experiencia frenética que nos apresa, víctimas del síndrome de Stendhal, ahítos de metáfora y de extrañamiento, vencidos de hipálages, hipérbatos, aliteraciones y lujos verbales que producen anonadamiento y éxtasis contemplativo.
O, en “Vivencia de la humedad”:
Nos hemos edificado en el abismo de esta materia:
sin posibilidades de hallar la lámpara de los peces,
el vestigio del pulso,
la punta del ala que nos ofrezca una salida.
La eternidad nos vuelve bruma de granito.
Donde el oxímoron final da buena cuenta de nuestro pertinaz anhelo y, simultáneamente, de nuestra efímera y precaria condición, en el abismo de la nada.
O, en “Rostro de la calle”:
 Para mí y para vos, cada calle nos borra la esperanza.
Salvo el laberinto de la muerte,
nada más nos acompaña
en la travesía: cada transeúnte es un grito entre grises.
La existencia concebida, pues, desde la desaparición, desde el reino de naderías de nuestro destino; y esa genial metáfora del laberinto de la muerte que nos encierra en el fabuloso Dédalo del lenguaje, plagado de celadas, construido sin salidas para el lector. Y ese cansancio vital en “Venablos del desvarío” y, en el carácter proteico de la nada, esa poética del crepúsculo, del ocaso como objeto lírico sempiterno (“Rictus del hollín”), del caos (“Áspero patíbulo”), de la desnudez como desahucio (“El poro en el espejo”), del vacío (“Espacio insondable”), de lo oscuro y lo siniestro (“Cuervo”), de la ausencia de signos de puntuación (en la prosa poética torrencial, a modo de caída de “Cuervo del respiro”), de la repetición circular y sin sentido (en el brevísimo “Ciudad mientras camino”), de la demencia y el exceso (“Locura”), de lo grotesco y lo deformado (“Errores involuntarios”), de la esquizofrenia y lo mutilado, hasta la emasculación, (“Agujeros de miedo”), de las sombras, de los tiempos oxidados y de un largo etcétera que conforma el carácter poliédrico de un caleidoscopio del vacío y la pérdida, de la caída como estado permanente.
Así pues, hay verdadero aliento poético en torno a la entropía como mejor demiurgo de la poética de la pérdida, del lirismo del inefable silencio que anuncia nuestro origen y presagia nuestro acabamiento; de esa frenética acumulación para conjurar la nada que nos respira, que nos aguarda y nos crea en ese paradójico milagro del desorden, cuna y sepultura de todos nuestros desvelos. La poesía de André Cruchaga responde, por exceso, a la propia naturaleza del género lírico y vindica su esencialidad desde la perspectiva lúcidamente crítica de Víctor Vich, ya que es una poesía que habla del sujeto y de su trágica condición, de los vínculos y su problemática, y del lenguaje, auténtico alarde, protagonista brillante de este vuelo imposible, logrado desde las raíces.

                                               En Madrid, en las postrimerías de un año más.


Dr. D. Enrique Ortiz Aguirre,
Universidad Complutense

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