CLAMOR
DE RAÍCES PEREGRINAS,
LA LUCHA PERPETUA CON LOS DEMONIOS
DEL ESPEJO
Y el
viejo barquero, con la mano diestra,
retiró
la barca, se fue lentamente…
En el
panorama, tétrico, silente,
fulguró en sus ojos una luz siniestra.
JULIO CUELLO PERELLÓ
El poeta irrumpe con su poemario recurriendo a través de la
evocación al mito de Caronte, (poema 1), «el barquero del Hades» ese personaje
que se encargaba de transportar el alma de los difuntos; a su vez, los muertos
debían llevar una moneda (óbolo) para pagar su viaje al más allá; y, quienes no
podían pagar ese viaje, vagaban casi una eternidad por las riberas de
Aqueronte. Según Ana Vidal Mesonero: «En el siglo I a. C., el poeta romano
Virgilio describe a Caronte en el descenso de Eneas al inframundo, después de
que Sibila de Cumas mandara al héroe la rama dorada que le permitiría volver al
mundo de los vivos. En el Canto III de la Divina Comedia de Dante, aparece
Caronte cuando Alighieri, Virgilio y Dante atraviesan la puerta infernal, el
vestíbulo de los cobardes y el paso del Aqueronte. Aunque con frecuencia se
dice que conducía las almas por la laguna Estigia, como sugiere Virgilio en su
Eneida, según la mayoría de las fuentes —incluyendo
a Pausanias y Dante— el río que
en realidad transitaba Caronte era el Aqueronte.» Además, Pintores diversos
también han transitado a través del mito en cuestión, como: Joachim Patinir,
Miguel Ángel, Gustav Doré, osé Benlliure.
Decía Gastón Bachelard
(1884–París–1962) en «La poética de la
ensoñación» que «La imagen poética ilumina con tal luz la conciencia que es
del todo inútil buscarle antecedentes inconscientes» … que «la poesía es uno de los destinos de la palabra. Al tratar de afinar la
toma de conciencia del lenguaje en el plano de los poemas, tenemos la impresión
de tocar al hombre de la palabra nueva, de una palabra que no se limita a
expresar ideas o sensaciones, sino que intenta tener un futuro. Se diría
que la imagen poética, en su novedad, abre un futuro del lenguaje». El
poeta, entonces, trata de iluminarlos recurriendo a este elemento, porque es la
imagen en el espejo de todos, es el destino y la crudeza, la sensibilidad
poética como lenguaje radical y envolvente. «¿Por
qué, —decía D. Claudio Rodríguez—, quien ama nunca/ busca
verdad, sino que busca dicha? / ¿Cómo sin la verdad/ puede existir la dicha? He aquí todo.» La poesía y
la vida son campos fértiles, la evidencia de esas paradojas que mantienen en
vilo al poeta y que evidentemente universalizan el misterio de la poesía hasta
los límites de la condición humana.
Por su parte, el
poeta Héctor José Rodríguez Riverol, muchos siglos después, en nuestros
espacios iberoamericanos, y en su libro «Caes
de mi tuétano», nos habla en los límites de las quemaduras de esas viejas
llamas de la fogata que no se extinguen, porque están ahí en el espejo de la
vida: son los demonios coexistiendo ahí y que nunca requieren de viáticos.
Entonces surge el ángel de los demonios y pasa por los fríos, el miedo y el
abandono. Este transitar con todas sus obsesiones no deja de ser un trayecto
espiritual y emocional, un encuentro que nos confirma su condición de ser
humano, protagonista de sus conflictos interiores. Sobrevive la náusea, los
recuerdos, el hipo: el poeta se quema en su pira y en dicho trance, exhala: «Caes de mi tuétano y llueve soledad/ para
reafirmar que morí a la sombra de un boceto.»
José Rodríguez
Riverol, ha conseguido en este poemario imprimirle un carácter peculiar, una
suerte de compendio cerrado. Vemos aquí la razón de ser de la poesía: comunicar
la plenitud de la palabra en paralelo al caudal de la memoria. Vemos a un poeta
armónico con su coetaneidad y determinado en su poética alejada de los cánones
clásicos, distante de esos juegos verbales que hacen de la poesía un laberinto,
es poesía ´profundamente sentida con un claro fondo existencial y demiúrgico.
Una voz poética que aspira a una poesía total, trasunto del alma para su
trascendencia. El poeta, pues, sin límites poetiza todas esas circunstancias
por las que atraviesa: memoria, tiempo e imaginería, hacen del presente
poemario un compendio de íntimo diálogo y trascendencia.
«De mi tuétano», está constituido por 33 poemas. De
estos, destaco dos elementos: Caronte, ya abordado al inicio de estas
divagaciones; y el otro, «Dalila», en el poema 5. Si aquel, es un mito griego,
éste nos remonta a la Biblia y a los Filisteos, la antigüedad judeocristiana y
su memorable árbol de Dios. Sucede que en atención a esa historia, el ser
humano es aprendiz de un sinnúmero de simulaciones, de esas antípodas del azar
o del destino, sabiduría de realidades e irrealidades, fuentes de una especie de
iniciación del Paraíso con todos sus embustes, inquietudes y eufemismos. En ese
ahuecamiento del cual el poeta es el centro, y no sin sobrada razón, consciente
de ello, lo articula al punto de entregarse a una especie de resignación: «deja entonces que mi rostro
transite su propio delirio, / que se
tumbe en la hojarasca y allí lo marchite el abandono, / deja que llore con la
ambición de amanecer.»
En los «demonios del espejo», vocablo que
deviene (Del lat. specŭlum), nos
encontramos con una de las acepciones que la RAE nos brinda: «Cosa que da
imagen de algo. El teatro es espejo de la
vida o de las costumbres.» Pues bien, resulta que Dalila (hebreo «D'lilah», deseo), constituye un espejo, como lo es «el barquero del Hades». En el caso segundo, Dalila es el espejo de la intriga, la maldad, la seducción, el
cinismo. Utilizada por los filisteos para que sedujera a Sansón, a quien éste
le reveló el secreto de su fuerza, la cual residía en sus cabellos, haciéndole
faltar a su voto de nazireo. Dalila, le cortó el cabello y lo entregó a los
filisteos, quienes lo llevaron a la ciudad de Gaza, lo encarcelaron y le
sacaron los ojos. Posteriormente, Sansón derribaría el templo al dios Dagón de
esta ciudad, en donde todos murieron, Jc 16, 4-21.
La poesía desde
luego es el espejo de un entorno real o imaginario del poeta: «los espectros», a los que hace alusión
el poeta Riverol, “saben cómo rasgar las inusuales vestiduras del sosiego/ para hacerme
bailar con el iris del desaliento, / la cadavérica vigilia/ y la inseparable
sombra del temor.» A través del texto visualizamos la realidad
inherente que nos quiere mostrar el poeta. De ahí la importancia de lo que dice
C. Bousoño: «visualizar» “es tanto
como «estetizar» (..j, la función de
la visualidad es clara: potenciar lo poético, elevar lo poético a un arado de
mayor intensidad. En nuestra terminología lo diremos así: la función de la
visualidad es ayudar a la imagen visualizada a cumplir con mayor plenitud su
oficio «individualizador» del
significado que le corresponda”
Con
esa realidad simbólica que el poeta nos muestra tratamos de intensificar el
significado a través de la emoción, es decir, el otro significado de la cosa
representada en el espejo, quizás de lo que está detrás de la máscara: la luz,
la sombra o la misma oscuridad, el espíritu que no se ve, aunque sea cosa viva,
el corazón que llama y se adentra en el desierto. De ahí la ingente necesidad
del poeta de descreer, dudar, sí, de la condición humana. «No concibo su virtud (esa que nos forja) / —expresa Riverol— pero sí
el traspiés que parecen representar.» El poemario es como la voluntad de
los ojos, la forma a través de la cual anudamos nuestras emociones.
Inherentes
al tema que me he propuesto en estas digresiones, están otros muy afines y
peculiares a la poética de Riverol, y al poemario mismo que nos ocupa. La
poesía siempre está constituida de aciertos, desatinos, misterios, turbaciones,
silencios y luces y humanidad, entendida esta última como la capacidad de
empatizar a través del texto literario con los demás de nuestra especie. Cada
poema está escrito certeramente. Por eso su poesía se siente como si tocáramos
la carne del ser humano: en cada poema está el latido del ser que, en
definitiva, es el secreto de la poesía: nos comunica algo y, así, logramos ver
lo remoto. Con total acierto, el poeta nos dice: «¿Acaso no es eso el camino? :/ un pedal de experimentación, / una
frontera que evoluciona, / un sostener el desánimo con las riendas del tiempo/
y golpes de talón en los costados.»
La
combinación de temas diferentes le da al libro, versatilidad y también
distanciamiento con la poesía anodina. Cada poema es un eslabón del paisaje que
nos muestra el poeta, paisaje que lo vuelve una experiencia humana íntima. Son
poemas de dudas, frente a los dilemas personales de estar en el mundo, un
concierto lírico que el ojo ha ido acumulando: «Qué son los días sino empedrados de historia, / guijarros cada
instante/ y acontecimientos la concavidad de sus canales.” El poeta es un
auténtico orfebre y para consumar esa orfebrería, va recogiendo y registrando
todas esas expresiones del entorno. Matizando lo que sostengo, el poeta lo
resume de tal forma que no se requiere de mayor esfuerzo intelectual para
comprenderlo: «soy con el mundo/ un
bucear de manos para tocar el alma».
Vicente
Aleixandre, allá por 1950, ante la Real Academia Española de la Lengua, dijo
algo que hoy me ilumina en este cometido: «Todos
los poetas han hecho acaso lo mismo, como todos los hombres: vivir, amar,
sufrir, soñar, morir. ¿Qué son los poetas sino súbitos agolpamientos de un
latido instantáneo en ese mismo único cuerpo continuo que infatigablemente
pervive?» Así, el poeta puede mitigar la sed, aunque no sea su sed, puede
perpetuar el abandono y el olvido, reiterar sus demencias y, mirar, si se
quiere sobre una piel quebrada. Después de todo siempre pervive aun cuando sea
sujeto de la volatilidad del tiempo. O de esas otredades que se vuelven
verdugos de su pálpito.
A
veces la palabra puede recostarse en la brevedad de un latido o suspiro, puede
sobrevolar en las miserias del alma o en una canícula, e inclusive «sacar el alma», la sustancia. Sin duda
la poesía de Riverol constituye esa parte del mundo en el que estamos inmersos, «continuación de la modernidad y que ha sido
llamada «postmodernidad» (Lyotard,
1983). Pero uno tiene limitaciones y no puede dilucidar desde la poesía los
enigmas del mundo. Sabido es que la poesía, sí, como puede, se adentra, explora
ámbitos desconocidos para sumarlos al entorno que conocemos, es decir,
transcurre desde un punto A, a un punto B, el poder de la imaginación y lo
real, aunque no «haya razones, ni
presunciones lógicas, mucho menos “perspectivas a la realidad objetiva». La
poesía es sencillamente lo que es: una liberación de obsesiones y sueños, una
invención de mundos interiores e íntimos, una asimilación plena de la realidad
y transformación profundamente en estética.
Pero
¿qué nos quiere decir en definitiva el poeta con eso de «¿Caes de mi tuétano», hasta el tuétano, o hasta los tuétanos? El
Diccionario de la RAE, nos da varias acepciones al respecto. Para mi propósito
me quedo con ésta: «locs. advs. coloqs.
Profunda o intensamente. Enamorado hasta los tuétanos. Una institución
comprometida hasta el tuétano en la defensa de la naturaleza.» El poeta a este respecto nos lo dice: «¡Soy avalancha emocional plena y madre de
los oprobios!,/ indigno arquero que tensa y lanza/ desgarradores palos de amor
iluso/ antes de recaer en otra degollina pasajera/ en mitad de las sienes.»
Pero, además, agrega: «Sería más fácil
dibujar el abismo/ si fuese golondrina errabunda, tardía y risueña.» No hay
aquí metafísica sino un fulgor de entrega absoluto, al extrañamiento y a la
trascendencia. Si no, carece de sentido el desgarramiento. Resulta paradójico,
pero ahí está la esencialidad, la belleza labrada en el pozo del poema. La
escritura, entonces, es el espejo de la virtud de quien se entrega a la
iluminación del espíritu, de quien transforma el deletreo del murmullo con lo
sublime de la entrega total.
Contrario
a lo que decía Borges, de que era sombra tutelar, sí creo que el poeta lleva
consigo muchas sombras que luego transforma en prístinas rajas de luz. Eso es
lo real y son, sin dudarlo, prolongaciones de la vida, de lo real, de lo
cotidiano. El ser humano no puede vivir sin ellas porque forman parte del orden
del mundo, porque son parte legítima de la cultura. El estar en los límites del
mundo no siempre es a voluntad, las sombras se tornan en miedos, en laberintos
imaginarios. Llegados a este punto, nos dice el poeta Riverol: «¿Es el miedo perenne como ciertas hojas? /
Ennegrece el cuello albino la mano que lo estrangula/ como si un tropel de
astenias/ nos arrollase el brillo, la pauta y el clamor, / pero hay túneles
habitados por la luz/ dentro de toda individualidad/ y también en los raíles de
la soledad absoluta, / en los vagones de insatisfacción y consuelo/ que empuja
y sobrelleva/ esta caldera de vapor en ayuno.»
En
esta visión de mundo, hay una especie de duelos, rupturas y fisuras de lo real
con lo que acontece en la interioridad del sujeto (yo poético). Metonimia y
perspectivismo son cruciales para dilucidar ese mundo de encrucijadas. Lo
vivido por el poeta no queda en el vacío, ni en el silencio, sino en el cuerpo
que avanza tras nuevos derroteros. Tampoco es un reloj en desuso, sino una
intemporalidad de equilibrios al límite de lo sintiente, pues con alguna
certeza, «En los pómulos del corazón se
corta el infinito», a sabiendas que «La
eternidad tiene una alambrada/ que se reduce a cómo discernirla desde cada
anfiteatro, / los sueños a nuestra colección/ sean pleamares, centellas o
abismos.» Sea lo que sea, siempre habrá sombras o demonios en el espejo,
mientras en algún punto de la lejanía se hace tarde. Entonces, sabrá el poeta
que, en ese artefacto, donde uno se mira hay una tiza para reescribir hasta el
tuétano, las confesiones de la piel.
André Cruchaga
(Barataria), El Salvador, a 31 de enero de 2022
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